—¿Sigues causando problemas, Ana? —dijo la mujer que tenía a su espalda.
La inquisidora parpadeó. Tras partir de Cuvier había ensayado muchas veces aquel instante, pero seguía pareciendo irreal y melodramático. Entonces la triunviro Ilia Volyova asintió en dirección a la mujer que habría detrás de la escotilla.
—Es amiga mía. Quiere un café, así que te sugiero que le des uno.
La camarera entrecerró los ojos al verla, después gruñó algo y se esfumó. Reapareció unos momentos después, con una taza de algo que tenía pinta de acabar de ser extraído del rodamiento del eje central de un transporte de carga terrestre.
—Tómatelo, Ana —dijo—. Es de lo mejor que hay. La inquisidora cogió el café, aunque la mano le temblaba débilmente. —No deberías llamarme así —susurró.
Volyova la condujo hacia una mesa. —¿Llamarte cómo? —Ana.
—Pero es tu nombre.
—No, ya no lo es. Aquí no. Ahora no.
La mesa que había localizado Volyova estaba encajada en un rincón, medio tapada por varios embalajes de cerveza apilados. Volyova pasó su manga por la superficie, lanzando los restos al suelo, y después se sentó. Colocó los codos sobre el borde de la mesa y cruzó los dedos por debajo de la barbilla.
—No creo que tengamos que preocuparnos de que alguien te reconozca, Ana. Nadie me ha echado más que un vistazo, y eso que, con la posible excepción de Thorn, soy la persona más buscada del planeta.
La inquisidora, que anteriormente se llamaba Ana Khouri, probó a dar un sorbo a esa pócima como melaza que pretendía pasar por café.
—Has contado con la ventaja de una diestra labor de desinformación, Ilia... —Se detuvo y miró a su alrededor, comprendiendo mientras lo hacía lo sospechosa y teatral que debía de parecer—. ¿Puedo llamarte Ilia?
—Ese es el nombre que uso. Pero mejor que por ahora dejes a un lado lo de Volyova. No tiene sentido abusar de nuestra suerte.
—Ninguno en absoluto. Imagino que debería decir... —De nuevo miró alrededor. No podía evitarlo—. Es bueno volver a verte, Ilia. Mentiría si dijera lo contrario.
—Yo también te he echado de menos. Es curioso pensar que empezásemos casi matándonos la una a la otra. Aunque eso es ya agua pasada, por supuesto. —Comenzaba a preocuparme. Llevas tanto tiempo sin contactar... —Tenía buenos motivos para no llamar la atención, ¿no crees? —Supongo que sí.
Durante varios minutos, ninguna de las dos dijo nada. Khouri, que poco a poco volvía a reconocerse a sí misma en ese nombre, se encontró recordando los comienzos del audaz juego que ambas se llevaban entre manos. Lo habían diseñado por sí solas, sorprendiéndose la una a la otra con su valor e ingenio. Juntas habían constituido una pareja llena de recursos. Pero para alcanzar la máxima eficacia, comprendieron que tenían que trabajar solas.
Khouri rompió el silencio, incapaz de esperar más.
—¿De qué se trata, Ilia? ¿Buenas o malas noticias?
—Conociendo mi historial, ¿tú qué crees?
—¿Una punzada repentina en la noche? Malas noticias. Muy malas, seguro.
—Has dado en el clavo.
—Es por los inhibidores, ¿verdad?
—Lamento ser tan predecible, pero tienes razón.
—¿Están aquí?
—Eso creo. —Volyova bajó entonces la voz—. En todo caso, está sucediendo algo. Lo he visto con mis propios ojos. —Cuéntamelo.
La voz de Volyova se tornó aún más débil, si eso era posible. Khouri tuvo que estirarse para poder oírla.
—Máquinas, Ana, enormes máquinas negras. Han entrado en el sistema. Pero no las vi llegar. Simplemente estaban... aquí.
Khouri ya había tanteado fugazmente las mentes de esas máquinas, y había sentido su terrible frío depredador recogido en antiguas grabaciones. Eran como el cerebro de los animales que van en manada, antiguos y pacientes, atraídos a la oscuridad. Sus mentes eran un laberinto de inteligencia instintiva y devoradora, totalmente desprovistas de la carga de la simpatía o las emociones. Se aullaban las unas a las otras a través de las silenciosas estepas de la galaxia, convocándose en gran número cuando el olor sangriento de los seres vivos volvía a inquietar su letargo invernal.
—Dios mío.
—No podemos decir que no lo esperáramos, Ana. Desde el momento en que Sylveste comenzó a trastear con cosas que no conocía, solo era cuestión de saber cuándo y dónde.
Khouri miró fijamente a su amiga y se preguntó por qué la temperatura de la sala parecía haber descendido diez o quince grados. La temida y odiada triunviro parecía ahora pequeña y algo mugrienta, casi una vagabunda. El pelo de Volyova era una mata cada vez más cana y corta, por encima de un rostro redondo de ojos duros que traicionaba sus lejanos orígenes mongoles. Como heraldo del juicio final, no parecía muy convincente.
—Estoy aterrada, Ilia.
—Y creo que tienes excelentes motivos para estarlo. Pero trata de no exteriorizarlo, ¿vale? Todavía no queremos meter miedo a los lugareños. —¿Qué podemos hacer?
—¿Contra los inhibidores? —Volyova miró al infinito a través de su vaso y frunció ligeramente el ceño, como si fuera la primera vez que se planteaba en serio la cuestión—. No lo sé. Los amarantinos no tuvieron demasiado éxito en ese apartado.
—Nosotros no somos pájaros que no pueden volar.
—No, somos humanos... el azote de la galaxia, o algo así. No lo sé, Ana, de verdad que no. Si solo se tratara de ti y de mí, y lográramos persuadirá la nave, al capitán, para que saliera de su concha, podríamos al menos considerar la posibilidad de huir. Incluso podríamos plantearnos usar las armas, si eso sirviera de algo.
Khouri se estremeció.
—Pero aunque lo hiciéramos, aunque lográsemos escapar, eso no ayudaría gran cosa a Resurgam, ¿no crees?
—No. Y no sé por lo que a ti respecta, Ana, pero mi conciencia ya no está demasiado limpia.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Eso es lo más curioso. Los inhibidores ya podrían haber destruido Resurgam, si eso es todo lo que pretenden. Hasta con nuestra tecnología se puede lograr algo así, por lo que dudo mucho que les supusiera ninguna dificultad.
—Entonces puede que, al fin y al cabo, no hayan venido a matarnos. Volyova volvió a alzar su bebida. —O quizá..., solo quizá..., sí.
En el corazón hirviente de las máquinas negras, unos procesadores que no eran en sí inteligentes determinaron que había que despertar a la consciencia una mente supervisora.
La decisión no se tomó a la ligera. La mayor parte de las operaciones de limpieza se lograban llevar a cabo sin evocar el fantasma de eso mismo que las máquinas habían sido creadas para eliminar. Pero ese sistema resultaba problemático. Los registros mostraban que se había realizado allí una limpieza previa, apenas cuatro coma cinco milésimas partes de una rotación galáctica antes. El hecho de que las máquinas hubiesen vuelto a ser activadas demostraba claramente que era necesario tomar medidas adicionales.
La tarea del supervisor consistía en enfrentarse a las características específicas de esa infestación en particular. No había dos limpiezas iguales, y era un hecho lamentable, pero indiscutible, que el mejor modo de aniquilar la inteligencia era mediante una dosis opuesta de inteligencia. Pero cuando la limpieza concluyera, cuando el brote actual fuese rastreado hasta su origen y todas sus esporas desinfectadas (lo que podía llevar otras dos milésimas de rotación galáctica, medio millón de años más), el supervisor perdería su inteligencia y su conciencia de sí mismo se estacionaría hasta que fuese de nuevo necesaria.
Lo cual podía no volver a ocurrir nunca.
El supervisor nunca ponía en tela de juicio su trabajo, solo sabía que actuaba por el bien último de la vida inteligente. No le preocupaba en absoluto que la crisis que trataba de impedir con su actuación, la crisis que se convertiría en un desastre cósmico inimaginable si se permitía que se extendiera la vida inteligente, aguardaba más de trece giros (tres mil millones de años) en el futuro.
No le importaba.
El tiempo no significaba nada para los inhibidores.
[Skade, me temo que se ha producido otro accidente]. ¿Qué clase de accidente? [Una incursión en el estado dos]. ¿Cuánto ha durado?
[Solo unos pocos milisegundos, pero ha sido suficiente].
Los dos (Skade y su primer técnico de propulsión) se acurrucaban en un espacio de paredes negras cerca de la popa de la Sombra Nocturna, mientras el prototipo seguía atracado en el Nido Madre. Estaban apretados en ese rincón con las espaldas arqueadas y las rodillas flexionadas contra el pecho. Era incómodo pero, después de sus primeras visitas, Skade había borrado la sensación de comodidad postural y la había sustituido por una relajante calma parecida al zen. Podía aguantar días enteros apretujada en escondrijos inhumanamente pequeños... y lo había demostrado. Detrás de las paredes, aislados en numerosas aberturas estrechas, estaban los intrincados y desconcertantes elementos de la maquinaria. El control directo y los ajustes del artefacto solo eran posibles desde allí, donde solo contaban con los vínculos más rudimentarios con la red de mando normal de la nave.
¿Sigue aquí el cuerpo?
[Sí].
Me gustaría verlo.
[No ha quedado gran cosa que ver].
Pero el hombre desenchufó su compad y la guió, arrastrándose de lado a semejanza de los cangrejos. Skade lo siguió. Pasaron de un escondrijo a otro, y a veces tenían que encogerse para atravesar la angostura que originaban los elementos salientes de la maquinaria. Esta los rodeaba por completo, y ejercía un efecto sutil pero innegable en el propio espacio tiempo en el que estaban inmersos.
Nadie, ni siquiera Skade, comprendía en realidad cómo funcionaba la maquinaria. Había suposiciones, algunas de ellas muy eruditas y plausibles, pero en el fondo persistía un abismo enorme de ignorancia conceptual. Casi todo lo que conocía Skade de la maquinaria consistía en los registros de causa y efecto, con escasa comprensión de los mecanismos físicos que sustentaban ese comportamiento. Sabía que, cuando la maquinaria funcionaba, tendía a asentarse en varios estados discretos, cada uno de los cuales se asociaba a un cambio mensurable en la métrica local... pero los estados no estaban rígidamente aislados y se sabía que el aparato podía oscilar de forma salvaje entre unos y otros. Y también estaba el problema relacionado de las diversas geometrías de campo, y el modo tortuoso y complejo en que retornaban a la estabilidad de fase...
¿Has dicho estado dos? ¿Exactamente en qué modo estabais antes del accidente?
[En estado uno, según las instrucciones. Estábamos explorando algunas de las geometrías de campo no lineales].
¿Y qué ha sido esta vez? ¿Un fallo cardiaco, como el último?
[No. O, al menos, no creo que un ataque al corazón fuera la causa principal. Como he dicho, no ha quedado mucho que podamos investigar].
Skade y el técnico avanzaban con esfuerzo y se retorcían a través de un estrecho codo entre secciones casi colindantes de la maquinaria. El campo se encontraba en esos momentos en estado cero, para el cual no había efectos fisiológicos mensurables, pero Skade no pudo evitar por completo la impresión de que algo estaba mal, la irritante sensación de que el mundo había sido ligeramente desviado de la normalidad. Era pura imaginación, hubiese necesitado sondas de vacío cuántico en extremo sensibles para detectar la influencia del aparato, pero la sensación no se esfumaba.
[Ya hemos llegado].
Skade miró a su alrededor. Habían asomado a uno de los espacios abiertos de mayor tamaño que había en las entrañas del artefacto. Era una cámara rodeada de paredes negras, apenas lo bastante alta para ponerse de pie. Numerosas tomas de conexión de compads carcomían las paredes.
¿Aquí es donde ha sucedido?
[Sí. La deformación del campo alcanzaba aquí su máximo]. No veo ningún cuerpo.
[Eso es porque no mira con la suficiente atención].
Skade siguió su gesto con la mirada: le señalaba una zona específica de la pared. Fue hasta allí y la tocó con las yemas enguantadas de los dedos. Lo que parecía el mismo negro brillante del resto de la cámara resultó ser escarlata y pegajoso. Había aproximadamente seis milímetros de algo aglutinado a casi todo el tabique de un lateral de la cámara.
Por favor, dime que esto no es lo que creo.
[Me temo que es justo lo que cree].
Skade removió la sustancia rojiza con la mano. La capa tenía la consistencia necesaria para formar una masa compacta y viscosa, incluso en gravedad cero. En algunos puntos aislados se notaba algo más duro: una astilla de hueso o de maquinaria. Pero nada mayor que una uña había aguantado de una sola pieza.
Cuéntame lo que ha pasado.
[Se hallaba cerca del centro del campo. La excursión al estado dos fue solo momentánea, pero eso bastó. Cualquier movimiento hubiese resultado fatal, hasta un tic involuntario. Quizá ya estaba muerto antes de golpear la pared].
¿A qué velocidad se desplazó?
[Como mínimo, unos cuantos kilómetros por segundo]. Me imagino que fue indoloro. ¿Notasteis el impacto? [Por toda la nave. Fue como una pequeña detonación].
Skade ordenó a sus guantes que se limpiaran solos, y los restos volvieron a fluir a la pared. Pensó en Clavain y deseó tener parte de su aguante para escenas como aquella. Clavain había visto cosas terribles durante su época de soldado, tantas que había desarrollado la coraza necesaria para soportarlas. Salvo una o dos excepciones, Skade había entablado todas sus batallas desde una distancia prudencial.
[¿Skade...?].
La cresta debía de haber reflejado su turbación.
No te preocupes por mí. Trata de descubrir qué ha fallado y asegúrate de que no vuelva a ocurrir.
[¿Y el programa de pruebas?].
El programa continúa, por supuesto. Ahora haz que despejen este desastre.
Felka levitaba por una de las salas de su tranquilo palo residencial. Donde antes llevaba las herramientas atadas a la cintura, ahora orbitaban numerosas jaulas de metal de pequeño tamaño, que chocaban suavemente entre sí al moverse su dueña. Cada jaula contenía un puñado de ratones blancos, que arañaban y olisqueaban sus celdas. Felka no les prestó atención; no llevaban demasiado tiempo enjaulados, todos estaban bien alimentados y pronto disfrutarían de una especie de libertad.
Escudriñó la penumbra. La única fuente de luz era el débil resplandor de la sala adyacente, separada de aquella por un retorcido codo de madera muy pulida, del color del caramelo quemado. Encontró la lámpara de rayos ultravioleta fijada a una pared y la encendió.