El Año del Diluvio (21 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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Por supuesto, era una operación de Corpsegur. Los laboratorios HelthWyzer habían desarrollado el híbrido y los hombres de Corpsegur eran los vendedores al por mayor. Lo dirigían del modo en que dirigían todo lo que era ilegal, por medio de las mafias. Pensaron que era un chiste poner a uno de los Adanes de tapadera y plantar el cultivo en un edificio que controlaban los Jardineros. Habían pagado muy bien a Burt, pero él había tratado de engañarlos vendiendo por su cuenta. Se estaba saliendo con la suya también eso, explicó Zeb, hasta que Corpsegur recibió una llamada anónima. La llamada los condujo a un teléfono móvil arrojado en un vertedero. No encontraron ADN. Era una voz de mujer, una mujer muy cabreada.

Veena, pensó Toby. ¿De dónde sacó el teléfono? Corría la voz de que se había llevado a Bernice a con el dinero que Corpsegur le había pagado.

—¿Dónde está ahora Adán Trece? —dijo Adán Uno—. El antiguo Adán Trece. ¿Sigue vivo?

—No puedo decírtelo —dijo Zeb—, no se sabe nada.

—Recemos —dijo Adán Uno—. Hablará de nosotros.

—Si estaba tan metido con ellos, ya lo habrá hecho —dijo Zeb.

—¿Sabía lo de las muestras de tejido de Pilar? —preguntó Adán Uno—. ¿Y nuestro contacto en HelthWyzer? ¿Nuestro joven correo con el tarro de miel?

—No —dijo Zeb—. Eso sólo lo sabíamos tú, yo y Pilar. Nunca lo discutimos en el consejo.

—Por fortuna —dijo Adán Uno.

—Esperemos que tenga un accidente con un cuchillo de destripar —dijo Zeb—. Tú no has oído nada de esto —le dijo a Toby.

—¡No temas! —dijo Adán Uno—. Ahora Toby es de verdad una de las nuestras. Va a ser una Eva.

—¡No he obtenido respuesta! —protestó Toby. Un bostezo animal no era muy definitivo en lo que a visiones se refería.

Adán Uno sonrió con benignidad.

—Has tomado la decisión correcta —dijo.

Toby pasó el resto de la tarde preparando una combinación de aromas que sería irresistible para las ratas y que podía sembrarse como un camino desde el taller de coches hasta el Buenavista Condos. El objetivo era eliminar las ratas del primer lugar y realbergarlas en el segundo sin pérdida de vidas: a los Jardineros no les gustaba reubicar a especies compañeras sin ofrecerles un alojamiento de igual valor.

Usó trozos de carne del montón que Pilar guardaba para los gusanos, un poco de miel, un poco de mantequilla de cacahuete —había enviado a Amanda al supermercado a comprarla—, un poco de queso rancio; restos de cerveza como elemento líquido. Cuando estuvo preparado, envió a Shackleton y Crozier y les dio instrucciones.

—Es realmente pútrido —exclamó Shackleton, olisqueando con admiración.

—¿Crees que puedes soportarlo? —preguntó Toby—. Porque si no puedes...

—Lo haremos —dijo Crozier, enderezando los hombros.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó el pequeño Oates, con intención de acompañarlos.

—No queremos a nadie que se chupe el dedo —dijo Crozier.

—Tened cuidado —les advirtió Toby—. No queremos encontraros muertos en un solar. Sin riñones.

—Sé lo que hago —dijo Shackleton, orgulloso—. Zeb nos ayudará. Llevamos ropa de las plebillas, ¿ves? Se abrió la camisa de Jardinero: debajo llevaba una camiseta negra que decía: «Muerte: ¡la mejor manera de perder peso!» Debajo del eslogan había una calavera y unas tibias cruzadas, en color plata.

—Esos tipos de las corpos son idiotas —dijo Crozier, sonriendo. Él también llevaba una camiseta: «A las
strippers
les encanta mi barra»—. Pasaremos por delante de sus narices.

—No me chupo el dedo —dijo Oates, dándole una patada en la espinilla a Crozier.

Crozier le arreó en la sien.

—Volamos por debajo de su radar —dijo Shackleton—. Ni siquiera nos verán.

—Comecerdos —dijo Oates.

—Oates, ya has soltado bastantes palabrotas —le reprendió Toby—. Tú puedes ayudarme a alimentar a los gusanos. Y vosotros largaos —les dijo a los otros dos—. Aquí está la botella. Que no se os caiga dentro del taller, y sobre todo que no caiga en la madera, o algún pobre desgraciado tendrá que vivir con ese olor mucho tiempo. —Y dirigiéndose a Shackleton añadió—. Dependemos de vosotros.

Era bueno dejar que los chicos de esa edad creyeran que hacían trabajo de hombres, siempre y cuando no se emocionaran demasiado.

—Adiós, mojacolchones —dijo Crozier.

—Das asco —dijo Oates.

34

A la mañana siguiente, Toby estaba dando una clase en de Estética: Hierbas Afectivas, para chicos de entre doce y quince años. Botánica Maníaca, lo llamaban los chicos, que era mejor de cómo llamaban a algunas otras asignaturas: Caca de Vaca a las normas de uso del biodoro violeta, Bosta y Boñiga al Apilado de Compost.

—Sauce —dijo—. Analgésico. A-N-A-L-G-É-S-I-C-O, deletreadlo en vuestras pizarras.

Hubo chirriar de tiza, demasiados chirridos.

—Basta con eso, Crozier —dijo Toby, sin mirar.

Crozier era un chirriador crónico. ¿Había oído que susurraban «Bruja Seca»?

—He oído eso, Shackleton —dijo.

La clase estaba más inquieta que de costumbre: réplicas del terremoto causado por Veena.

—Analgésico, ¿qué significa?

—Calmante —dijo Amanda.

—Exacto, Amanda —dijo Toby.

Amanda, que siempre se comportaba sospechosamente bien en clase, se estaba portando aún mejor. Amanda se las sabía todas. Estaba demasiado versada en las artimañas del mundo exfernal. Sin embargo, Adán Uno creía que los Jardineros habían sido de gran beneficio para ella, y ¿quién iba a decir que Amanda no estaba experimentando un cambio vital?

Aun así, era desafortunado que Ren hubiera sido atraída a la órbita hiperatractiva de Amanda. Ren era muy maleable: se arriesgaba a estar siempre bajo el dominio de alguien.

—¿Qué parte del sauce usamos para fabricar el analgésico? —continuó Toby.

—¿Las hojas? —dijo Ren.

Demasiado ansiosa por complacer, y respuesta equivocada de todos modos, e incluso más ansiosa de lo habitual. Ren debía de estar sintiendo la pérdida de Bernice, o quizá la culpa: de qué forma tan despiadada habían dejado de lado a Bernice en cuanto apareció Amanda. Se creen que no los vemos, pensó Toby. Suponen que no sabemos lo que pretenden. Sus presuntuosidades, sus crueldades, sus tramas.

Nuala asomó la cabeza por la puerta.

—Toby, querida —dijo—, ¿puedo hablar un momento contigo?

Su tono era lúgubre. Toby salió al pasillo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Has de ir a ver a Pilar —dijo Nuala—. Ahora mismo. Ha elegido su hora.

Toby sintió que se le encogía el corazón. Así que Pilar le había mentido. No, no mentido; simplemente no le había contado toda la verdad. Había sido algo que había comido, pero no por accidente. Nuala apretó el brazo de Toby para mostrarle su compasión. Aparta tus manos húmedas de mí, pensó Toby. No soy un hombre.

—¿Puedes ocuparte de mi clase? —le pidió—. Por favor. Estoy enseñando las propiedades del sauce.

—Por supuesto, Toby, querida —dijo Nuala—. Haré el sauce llorón con ellos.

Esa canción almibarada era una de las favoritas de Nuala; la había compuesto para niños pequeños. Toby se imaginaba las caras que le pondrían los chicos más mayores. Pero como Nuala no sabía mucho de botánica, hacerles cantar al menos ocuparía el tiempo.

Toby se apresuró a alejarse al oír el sonido de la voz de Nuala:

—Toby ha tenido que ir a hacer una misión caritativa, así que ¡vamos a ayudarla cantando la canción del sauce llorón!

Su voz intensa y un poco desafinada de contralto se elevó por encima de las voces carentes de lustre de los niños:

Sauce llorón, sauce llorón,

ramas que ondean como el mar,

mientras descanso en mi cama,

ven y quítame el penar...

El infierno sería una eternidad de las letras de Nuala, pensó Toby. De todos modos, no se trataba del sauce llorón sino del sauce blanco,
Salix alba,
con su ácido salicílico. Eso era lo que calmaba el dolor.

Pilar estaba tumbada en su cubículo, en su cama, con una vela de cera de abeja ardiendo todavía en su recipiente de lata. Estiró sus delgados dedos marrones.

—Querida, Toby —dijo—. Gracias por venir. Quería verte.

—¡Lo has hecho tú! —dijo Toby—. ¡No me lo dijiste! —De tan triste, estaba enfadada.

—No quería hacerte perder tiempo preocupándote —dijo Pilar. Su voz había menguado a un susurro—. Quería que tuvieras una buena vigilia. Ahora ven a sentarte a mi lado y cuéntame lo que viste anoche.

—Un animal —dijo Toby—. Una especie de león, pero no un león.

—Bueno —susurró Pilar—. Es una buena señal. Tendrás la ayuda de la fortaleza cuando la necesites. Estoy contenta de que no fuera un gusano. —Se rio por lo bajo; luego su rostro se contorsionó de dolor.

—¿Por qué? —preguntó Toby—. ¿Por qué lo has hecho?

—Recibí el diagnóstico —dijo Pilar—. Es cáncer. Muy avanzado. Así que es mejor irse ahora mientras todavía sé lo que estoy haciendo. ¿Para qué demorarlo?

—¿Qué diagnóstico? —dijo Toby.

—Envié unas muestras de biopsia —dijo Pilar—. Katuro me la hizo, tomó las muestras de tejido. Las escondimos en un tarro de miel y las llevamos clandestinamente a los laboratorios de diagnóstico de HelthWyzer West, bajo una identidad diferente, por supuesto.

—¿Quién las pasó? —dijo Toby—. ¿Fue Zeb?

Pilar sonrió como si disfrutara de un chiste privado.

—Un amigo —dijo—. Tenemos muchos amigos.

—Podemos llevarte a un hospital —dijo Toby—. Estoy segura de que Adán Uno lo autorizaría...

—No reincidas, mi Toby —dijo Pilar—. Conoces nuestra opinión de los hospitales. Es lo mismo que si me arrojaran a un pozo ciego. Además, no hay cura para lo que me he tomado. Ahora, por favor, pásame ese vaso, el azul.

—¡Todavía no! —exclamó Toby. ¿Cómo posponerlo, retrasarlo? ¿Cómo mantener a Pilar con ella?

—Es sólo agua, y un poco de sauce y adormidera —susurró Pilar—. Alivia el dolor sin dejarte fuera de combate. Quiero mantenerme despierta lo máximo posible. Estaré bien durante un rato.

Toby observó a Pilar mientras ésta bebía.

—Dame otra almohada —pidió Pilar.

Toby le pasó uno de los sacos rellenos de farfolla que había a los pies de la cama.

—Has sido mi familia aquí —dijo—. Más que los demás.

Le costaba hablar, pero se resistía a llorar.

—Y tú has sido la mía —dijo Pilar con sencillez—. Acuérdate de cuidar del Ararat del Buenavista. Mantenlo renovado.

Toby no quiso contarle que habían perdido el Ararat del Buenavista por culpa de Burt. ¿Para qué disgustarla? Apoyó a Pilar en la almohada: era extrañamente pesada.

—¿Qué has usado? —preguntó. Se le estaba cerrando la garganta.

—Te he enseñado bien —dijo Pilar. Los ojos se le arrugaron en las comisuras, como si todo fuera una broma—. A ver si lo adivinas. Síntomas: calambres y vómitos. Luego un periodo de respiro en el cual el paciente parece mejorar. Pero entretanto, el hígado se va destruyendo lentamente. No hay antídoto.

—Una de las amanitas —dijo Toby.

—Chica lista —susurró Pilar—. El Ángel de es un amigo para cuando lo necesitas.

—Pero será muy doloroso —dijo Toby.

—No te preocupes por eso —dijo Pilar—. Siempre está la adormidera concentrada. Es la botella roja, ésa. Ya te diré el momento. Ahora, escúchame con atención. Esta es mi voluntad. Como decimos, las mortajas no tienen bolsillos. Los moribundos deben legar a los vivos todas las cosas terrenas, y eso incluye el conocimiento.

Quiero que tengas todo lo que he reunido aquí: todos mis materiales. Es una buena colección y confiere un gran poder. Guárdalo bien y úsalo bien. Confío en que lo hagas. Ya conoces algunas de estas botellas. He hecho una lista en papel del resto, has de memorizarla y destruirla. La lista está dentro del tarro verde: ése. ¿Lo prometes?

—Sí —dijo Toby—. Lo prometo.

—Las promesas en el lecho de muerte son sagradas entre nosotros —dijo Pilar—. Eso lo sabes. No llores. Mírame. No estoy triste.

Toby conocía la teoría: Pilar creía que estaba donándose a la matriz de la vida por propia voluntad, y también creía que eso debería ser cuestión de celebración.

Pero ¿qué pasa conmigo?, pensó Toby. Me están abandonando. Era como cuando había fallecido su madre, y luego su padre. ¿Cuántas veces tendría que pasar por el proceso de quedarse huérfana? No gimas, se dijo con gravedad.

—Quiero que seas Eva Seis —dijo Pilar—. En mi lugar. Nadie más posee ni el talento ni el conocimiento. ¿Puedes hacer eso por mí? ¿Me lo prometes?

Toby lo prometió. ¿Qué más podía decir?

—Bien —susurró Pilar, soltando el aire—. Ahora, creo que es el momento de la adormidera. La botella roja, ésa es. Deséame lo mejor en mi viaje.

—Gracias por todo lo que me has enseñado —dijo Toby.

No puedo soportarlo, pensó. La voy a matar. No. Voy a ayudarla a morir. Estoy cumpliendo sus deseos.

Observó mientras Pilar bebía.

—Gracias a ti por aprender —dijo Pilar—. Ahora voy a dormir. No olvides decírselo a las abejas.

Toby se sentó junto a Pilar hasta que ésta dejó de respirar. Entonces colocó la colcha por encima de su cara calmada y apagó la vela. ¿Era imaginación suya o la vela se había avivado en el momento de la muerte de Pilar como si le hubiera insuflado un soplo de aire? Espíritu, diría Adán Uno. Una energía que no puede aferrarse ni medirse. El inconmensurable espíritu de Pilar. Se había ido.

Pero si el espíritu no era material, podía influir en la llama de una vela. ¿Podía?

Me estoy volviendo tan ñoña como todos los demás, pensó Toby. Estoy podrida. Lo siguiente que haré será hablar con las plantas. O con los caracoles, como Nuala.

Sin embargo, Toby fue a contárselo a las abejas. Se sintió como una idiota al hacerlo, pero lo había prometido. Recordó que no bastaba con pensarlo: tenías que pronunciar las palabras en voz alta. Las abejas eran las mensajeras entre este mundo y los otros mundos, le había dicho Pilar. Entre los vivos y los muertos. Llevaban la palabra hecha aire.

Toby se cubrió la cabeza —como era costumbre, decía Pilar— y se quedó de pie delante de las colmenas del tejado. Las abejas estaban volando como de costumbre, yendo y viniendo, acarreando el polen en las patas, moviéndose en sus danzas semafóricas en figuras de ocho. Desde el interior de las colmenas llegaba el zumbido de las alas al batir en el aire, enfriándolo, ventilando las celdas y los pasajes. Una abeja son todas las abejas, solía decir Pilar, así que lo que es bueno para la colmena es bueno para la abeja.

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