Authors: Jorge Molist
Cerré los ojos, ya tranquila, pero me encontré de nuevo con la trágica visión del derrumbe, de los escombros, del pánico de las gentes.
El sueño había cambiado. Ya no ocurría en Nueva York. No era el desplome de las Torres Gemelas. Era algo distinto y las imágenes y sonidos de aquello venían a mí sin que yo pudiera evitarlo.
La gente gritaba. El derribo de las torres había abierto una brecha y hombres portando espadas, lanzas y ballestas, protegidos con cascos de hierro, cotas de malla y escudos, se apresuraban, a través de la polvareda, hacia el boquete de la muralla, animándose unos a otros. Se hundieron en la bruma sucia, en el estruendo, y jamás regresaron. Al poco la neblina vomitó una horda de guerreros aulladores. Eran musulmanes y blandían alfanjes sangrientos. Aun con espada al cinto, yo era incapaz de luchar; notaba mis fuerzas huyendo junto a la sangre de mis heridas abiertas. No podía blandir armas, ni siquiera levantar mi brazo, y me afané en busca de protección. Miré mi mano y allí, en ese sueño, con su rojo profundo estaba el anillo de rubí.
Mujeres, niños y viejos, acarreando fardos, algunos con caballerías, otros con cabras y ovejas, corrían hacia el mar. Los chiquillos lloraban aterrorizados y las lágrimas se deslizaban formando canales por sus caritas sucias de polvo. Los mayores seguían a sus madres y éstas llevaban de la mano, o en brazos, a los más pequeños. Al cargar los asaltantes, acuchillando a los fugitivos, llegó el pánico. La turba chillaba, abandonaba sus pertenencias, algunos dejaban a sus hijos, sólo querían escapar. Sin saber adónde. Era terrible. Sentí una gran pena por ellos, pero no les podía socorrer. ¿Qué sería de los niños sin madres? Quizá salvaran la vida como esclavos. Unos grandes portones de madera, reforzados con metal, se iban cerrando. Detrás había protección, pero la tropa, espada desenvainada, mantenía la multitud a raya; sólo franqueaba la entrada a algunos. Los que se hacinaban fuera empezaron a implorar a voces. Había empujones, llantos, súplicas, insultos. Los guardianes gritaban que se apartaran, que se fueran, que salieran hacia el puerto. Y cuando la muchedumbre amontonada quiso forzar el paso, los de la entrada empezaron a dar tajos a los más cercanos. Pobres infelices, ¡cómo bramaban su dolor y miedo! Se abrió un claro y vi el acceso ya casi cerrado. Me desangraba y temí morir allí, entre el gentío desesperado. Trastabillando me lancé hacia las espadas de los soldados. ¡Debía cruzar esa puerta!
Me incorporé en la cama de un salto. Jadeaba y tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Qué angustia! Más aún que la que sentí cuando el atentado de las Torres Gemelas. El sueño era para mí más real, incluso, que lo ocurrido el 11 de septiembre. No espero que podáis entender eso, pues yo no lo entiendo del todo aún hoy.
Pero una imagen final me quedó grabada. El hombre que mandaba a los sicarios de la puerta vestía de blanco y lucía en su pecho la misma cruz roja que estaba pintada en la pared de la fortaleza. Esa cruz... me recordaba algo.
Me giré hacia Mike en busca de amparo. Ahora estaba boca arriba y continuaba durmiendo feliz, con cara angelical y media sonrisa en la faz. Seguro que sus sueños y los míos eran muy distintos. Yo no podía compartir su paz; esa sortija, no la suya, sino la otra, me tenía inquieta.
Antes dije que estaba desnuda. No del todo. Lucía en mi mano los dos anillos. No estaba habituada a dormir con joyas, pero al acostarme no me quité el aro del puro diamante, símbolo de nuestro amor, de mi promesa, de mi nueva vida. Aún no sé por qué también yacía en la cama con el otro anillo. Ése, el de mi pesadilla. ¿Tanto me obsesionaba esa sortija para que se me apareciera en ese sueño trágico?
La quise ver mejor y, quitándomela, la puse bajo la lamparilla de noche. Fue entonces cuando ocurrió y me quedé boquiabierta de sorpresa.
La luz, al incidir en la piedra, engarzada de tal forma que el metal la sujetaba sólo por los lados, proyectaba una cruz roja sobre las sábanas blancas.
Era hermoso, pero inquietante. Era una cruz muy singular; tenía los cuatro brazos iguales, pero se abrían en sus extremos formando dos pequeños arcos, ensanchándose al final.
En aquel momento me di cuenta: ¡era la misma cruz del sueño!, esa del uniforme de los soldados que cargaban contra la multitud, la pintada en la pared de la fortaleza.
Cerré los ojos y respiré hondo. No podía ser, ¿estaría aún soñando? Quise serenarme y apagando la luz, busqué refugio junto a Mike, que, dormido, se había girado de espaldas. Le abracé. Eso me serenó algo, pero mis pensamientos continuaban a toda velocidad.
Todo lo referente a aquel anillo era misterioso: la forma en la que había llegado a mí, su aparición en mi sueño, la visión de esa cruz antes de encontrarla también en la sortija...
Me dije que aquella joya tenía una historia que contar, no era un regalo cualquiera, escondía algo...
Y sentí más curiosidad. Y miedo. Algo me decía que aquel inesperado regalo no había llegado a mí por azar, que era un reto del destino, una vida paralela a la que yo vivía y que, como una puerta secreta, se revelaba de repente, abriéndose a mi paso y tentándome a cruzar un umbral oscuro...
Intuía que aquel aro convulsionaría esa vida confortable, previsible, llena de promesas de felicidad que empezaba a vivir. Era una amenaza, una tentación. ¡Maldito anillo! Acababa de llegar y no me dejaba dormir en la que se suponía debía ser una noche feliz.
Encendí de nuevo la luz y puse mi atención en la roja piedra; tenía un fulgor extraño, interior, y formaba una estrella de seis puntas que parecía moverse por debajo de la superficie conforme yo giraba el anillo, de forma que su brillo de lucero siempre estaba frente a mis ojos.
Examiné su parte interior. Tenía una incrustación de marfil en la base, tallada de tal manera que formaba un diseño vacío en el reverso del rubí, haciendo que la luz, al atravesar el cristal, proyectara por atrás aquella hermosa cruz roja de sangre.
Bien, había logrado entender cómo funcionaba físicamente aquella pequeña maravilla, pero mi curiosidad por saber de dónde venía y por qué motivo me la habían mandado aumentaba por momentos.
De pronto, mis ojos se abrieron como platos cuando aquel pensamiento estalló en mi mente:
¡El aro!, el del rojo rubí. ¡Yo lo había visto antes!
Era como una imagen que regresaba de las brumas de los recuerdos de infancia; tuve la convicción, la absoluta seguridad. Lo podía ver en algún lugar de mi pasado, alguien lo estaba luciendo en su mano.
Me revolví inquieta en la cama. Ocurrió cuando era niña, en Barcelona. De eso no tenía dudas. ¿Pero quién lo llevaba?
Me esforcé, pero no era capaz de recordar.
Estaba ya segura de que procedía de mi infancia, y quizá de un pasado mucho más remoto, pero ¿quién me la enviaba? ¿Por qué razón? Si le quieres regalar algo a alguien por su cumpleaños no te andas con tantos misterios, te das a conocer. ¿No es cierto?
Y entonces me vino, otra vez, esa pregunta que siempre he querido hacerle a mi madre pero que nunca llegué a formular en voz alta. Era un pequeño enigma, una de esas curiosidades a las que no le das importancia pero que se mantienen zumbando bajito en algún lugar de tu mente y que de pronto un día se convierten en toda una incógnita.
¿Por qué nunca volvimos a la ciudad donde yo nací?
Nos mudamos de Barcelona a Nueva York cuando tenía trece años. Mi padre es de Michigan y fue, durante un montón de años, responsable de la subsidiaria española de una compañía americana. Mi madre es hija única de una «buena» familia de la antigua burguesía catalana. Mis abuelos maternos murieron y todos mis parientes en España son lejanos, no nos tratamos.
Fue en Barcelona donde mis padres se conocieron, sintieron el flechazo, se casaron y nació ésta que relata.
Mi padre me ha hablado en inglés toda la vida y yo le llamo Daddy, que quiere decir papá, y él a María del Mar, mi madre, Mary. Pues bien, siempre tuve intención de preguntarle a Mary por qué jamás volvimos, pero ella rehuía el tema. ¿Tendrá algún motivo?, me preguntaba.
Daddy se integró bastante bien en el grupo de amigos de mi madre, le encanta España, pero parece que era ella quien insistía en venirnos a vivir a los Estados Unidos. Y al final ganó en su empeño; le dieron a mi padre un puesto en la central corporativa en Long Island, Nueva York. Y nos mudamos. María del Mar dejó su familia, sus amigos, su ciudad y se fue contenta a América. No regresamos nunca más, ni de visita. Qué extraño, ¿verdad?
Di una vuelta en la cama y miré de nuevo el despertador. Era ya madrugada del domingo, y ese día íbamos a visitar a mis padres en su casa de Long Island para celebrar mi cumpleaños. Pensé que mi madre y yo teníamos mucho de qué hablar. Si ella quería, claro.
—Te quiero —me dijo Mike apartando la mirada de la carretera por un momento; acariciaba mi rodilla.
—Te quiero, amorcito —repuse y me llevé su mano a la boca para besarla.
Era una hermosa mañana invernal y Mike conducía relajado y feliz. El sol hacía brillar los troncos y las ramas desnudas de los árboles caducos y se perdía en el verde de los abetos. La transparencia y luminosidad del día engañaban; nadie adivinaría desde el interior del vehículo, caldeado por el astro rey, el frío exterior.
—Tendremos que decidir una fecha —me dijo.
—¿Una fecha?
—Sí, claro. Una fecha para la boda —me miraba como sorprendido por mi despiste.
—Sí, claro —respondí pensativa. ¿Dónde tenía yo la cabeza? «Después de prometerse hay que casarse», reflexioné. «Y si Mike me ha regalado el anillo es porque se quiere casar. Y si le dije que sí es porque yo también quiero.»
Debería estar ansiosa por celebrar la boda. Pero en lugar de ocupar mis neuronas en hacer planes, llenos de ilusión, sobre mi traje blanco, el de las damas de honor, la tarta y todo lo necesario para el día más feliz de mi vida, Mike me había pillado pensando en el anillo. Y no precisamente en el suyo. Pensaba en el otro, en el del misterio. Pero claro, eso no se lo iba a confesar.
—Y cuando decidamos la fecha —añadí— tendremos que preparar las invitaciones, los trajes, el banquete, la iglesia...
—Naturalmente.
—¡Qué bien! —afirmé risueña. «Vaya lío», me dije a mí misma. «¿Cómo habré llegado hasta aquí?» Y recordé el día en que empezó todo...
En la mañana llegaron los pájaros de muerte, tripulados por muertos, y con su fuego segaron miles de vidas, hundieron los símbolos de nuestra ciudad, pusieron nuestro corazón de luto.
Venían de la noche oscura, lejana en mil años, donde sólo una media luna de sangre da luz a los iluminados. Y ahora duele. Esas torres hundidas nos duelen. Como dicen que duelen los miembros amputados que ya no están. Sólo queda de ellos su dolor.
El inmenso hueco continúa allí y sus fantasmas parecen poblar la noche de la ciudad. No es la misma. Jamás volverá a ser la misma. Pero aún es Nueva York. Eso lo será siempre.
Ese día y su noche cambiaron mi ciudad, cambiaron el mundo, me cambiaron a mí, cambiaron mi vida.
Aquella mañana debía ir al juzgado por un enrevesado caso de divorcio y cruzaba la recepción de mi bufete, cercano al Rockefeller Center, cuando noté algo. Un impacto, una sacudida sin importancia. Extraño, pensé, no hay terremotos en Nueva York. Subí a la oficina, acababa de saludar y estaba entrando a mi despacho cuando llegó la noticia. Una secretaria al teléfono chilló: «Oh, my God!», se formó un corro de incrédulos alrededor de la chica y subimos a comprobarlo a la terraza del edificio desde donde, como en tantas otras de Nueva York, se divisaban las torres. Vimos el humo y gritamos horrorizados a la llegada del segundo avión y de su fuego; a partir de ese momento fue la locura. No era un accidente, era un ataque, cualquier cosa podía ocurrir. Las noticias eran primero confusas, luego trágicas, y después vino la orden de abandonar el edificio y la recomendación de salir de Manhattan. El zumbido de las aspas de helicópteros golpeando el cielo daba contrapunto al ulular angustioso de sirenas de bomberos, ambulancias y policía, que recorrían las calles como hormigas en hormiguero revuelto, en intento inútil de hacer algo.
Yo dudé si abandonar la isla andando por uno de los puentes y tomar un taxi hasta la casa de mis padres, en Long Beach, pero finalmente decidí ir a mi apartamento y ver lo que ocurría por televisión.
Sentía un agobio horrendo. Y empecé a llamar a conocidos con oficinas en las Gemelas o cercanías. Muchos comunicaban, era difícil hablar con la gente y cuando pude contactar con Mike, lo encontré abatido. Trabajando en Wall Street, tenía muchos amigos en las Torres y pasó la mañana intentando localizarlos con escaso éxito. Hacía meses que nos conocíamos y yo sabía que le gustaba. Mucho. Aceptaba que era un tipo bien parecido y simpático, pero hasta aquí llegaba la cosa. Los ingredientes estaban pero no había catalizador que los hiciera cuajar. Él quería que nos viéramos más, que intimáramos, pero yo frenaba. A veces salíamos solos, otras en grupo; precisamente el sábado anterior nos habíamos juntado con varios amigos.
—Eres demasiado exigente con los hombres —me repetía mi madre—. Les encuentras pegas a todos —insistía—. A ver si consigues que alguno te dure más de seis meses... —y así una vez y otra. Hay ocasiones en que la pobre me carga...
—Tranquila, Mary —terciaba Daddy—. Un día de éstos aparecerá el hombre maravilloso. No hay que conformarse con lo primero que uno encuentra, ¿verdad? —y me guiñaba el ojo, cómplice.
Mi madre estaba en lo cierto. Yo disfruto de la compañía masculina, pero me agobian cuando pretenden limitar mi vida, pidiendo más y más; entonces me canso y me da por cortar. Por suerte tengo facilidad para hacer nuevos amigos y mi Daddy tenía razón: no había encontrado aún a mi hombre. O si lo había hecho, yo estaba por enterarme.
No sé qué sentí aquella mañana al hablar con Mike, quizá noté en él la misma angustia que oprimía mi corazón, pero le dije que viniera a mi casa, que compartiríamos lo que encontráramos en el refrigerador para la cena. Sabía que aceptaría y lo hizo.
Le esperé con una botella de
cabernet-sauvignon
californiano abierta y al entrar me contó que su mejor amigo trabajaba en uno de los pisos de la segunda torre, por encima del impacto. Estaba desaparecido. Nos sentamos frente al televisor tomando vino y susurrando nuestro estupor. En ese día, sin publicidad, la televisión repetía, a veces con tomas nuevas, los mismos impactos, la gente arrojándose por las ventanas, la tensa espera, el derrumbe... la tragedia. Estábamos como hipnotizados, no podíamos apartar los ojos de la pantalla. De pronto, viendo esas imágenes de pavor, él empezó a llorar. Eso me alivió porque hacía rato que yo deseaba hacerlo y me uní a él. Y llorando le acaricié la mejilla, y él me acarició llorando. Y me besó. Suave, sólo en los labios. Y yo le besé hasta en la campanilla. Era la primera vez que profundizábamos tanto. No sé si habréis hecho eso alguna vez con alguien en plena llorera; es un baboseo algo cochino con moquillo lacrimal. Pero necesitaba olvidarme de todo en sus brazos. A veces me digo con remordimiento que quizá lo hubiera hecho también con otro. Pero, extraño en mí, aquella tarde necesitaba la protección de un hombre, no como a veces me divertía fingir, sino de verdad. O quizá la hubiera aceptado también de una mujer. No lo sé. Y él también necesitaba amparo. Puso la mano dentro de mi blusa y halló mi seno desnudo de sujetador. Yo entreabrí los botones de su camisa y mi mano se fue deslizando primero por su torso y luego hacia abajo. Cuando al rato decidí bajar más, me encontré con su miembro intentando romper el pantalón. Él, entre suspiros de esos de después del llanto, iba besándome los pezones. Hicimos el amor en el sofá con desesperación, como
yonquies
buscando droga para olvidar el mundo. No tuvimos tiempo de apagar el televisor, ventana sobre lo que queríamos ignorar, y así nuestro murmullo erótico se mezcló con las exclamaciones de asombro y terror de la gente. Él llegaba a su clímax cuando algo me distrajo y abriendo los ojos vi algunos infelices lanzándose al vacío. Los cerré de inmediato y me puse a rezar.