El ángel rojo (37 page)

Read El ángel rojo Online

Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: El ángel rojo
10.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Hombre sin Rostro, el Ángel Rojo, no tenía nada de humano. Había una pregunta que me mortificaba.

–Seiscientos sesenta y seis es el número del Demonio, ¿verdad?

–De la Bestia, de Lucifer. Cinco demonios poderosos más Lucifer forman el primer seis. Luego, los seis días de sufrimientos terribles del castigo. Finalmente, los seis serán castigados, Lucifer y sus hordas de ogros, por las atrocidades que infligieron a los hombres. Eso da seiscientos sesenta y seis.

–¿En qué fecha exacta tenía que nacer ese bebé, la niña de los seiscientos sesenta y seis demonios?

–El veinticinco de diciembre de 1336.

–Hace seiscientos sesenta y seis años.

Elisabeth movió los labios como si quisiese formular una réplica, pero las palabras se le bloquearon en la punta de la lengua. La calma que hasta aquel momento le había dado entereza la abandonó; sus largas manos temblaron cuando las cruzó sobre el pecho.

–Perseguimos algo, Elisabeth, algo que no es humano, y Doudou Camelia lo sabía -susurré.

–Hay… Hay un detalle que he omitido señalarle, Franck.

–Dígamelo.

–Es que… No puedo creerlo.

–¡Dígamelo!

El silbido repentino de una bocanada de vapor estuvo a punto de detener para siempre los latidos de mi corazón. Elisabeth, por reflejo, se pegó contra una pared, aterrada.
Poupette
borbotaba, vibraba, preparada para enfrentarse al raíl. Me precipité sobre ella y bajé una palanca.

–Seguramente… ha puesto en marcha la presión al manipularla. Creía que estaba estropeada. ¡Cuéntemelo ya!

Se despegó de la pared, con prudencia.

–Antes de morir, el padre Michaélis añadió una última frase, que cierra su autobiografía: «Volveré para salvar el mundo… cuando el Mal vuelva a bajar a la Tierra».

–Seiscientos sesenta y seis años después del nacimiento previsto de esa niña. ¡Dios mío!

El gran vaso de vodka que Elisabeth se bebió de un trago pareció hacerle el efecto de un latigazo. La acompañé con un vaso de Four Roses del que ni siquiera aprecié el sabor. Estaba dispuesto, una vez más, a dejarme llevar por los mares tenebrosos del alcohol, pero una vocecita me instó a seguir luchando por Suzanne y el bebé.

–Tengo que agarrarme a algo o voy a enloquecer -le confié a Elisabeth-. Diablo o no, llegaré hasta el final. Tengo una pequeña pista: el tipo que agredió a Julie Violaine, ese Manchini, ha sido asesinado para evitar que desvelara algo primordial. Se había filmado mientras la agredía.

–¿Me está tomando el pelo?

–¿Tengo pinta de bromear? Creo que, en un momento dado, el grano de arena llamado Manchini se introdujo en la mecánica perfectamente engrasada de una terrible máquina de matar. Así que lo han hecho desaparecer discretamente, simulando un accidente. Al margen de nuestro… Ángel Rojo, por supuesto. Su o sus asesinos no debían de imaginar que lo encontraríamos tan rápido y que, por lo tanto, determinaríamos la hora de la muerte con tanta precisión y podríamos descubrir que no se trataba de un accidente. No veo aún ninguna relación con nuestro caso, pero la hay, estoy convencido.

–¿Alguna idea sobre quiénes puedan ser los autores del asesinato?

–Manchini se marchó de forma precipitada en plena noche, de lo que deduzco que conocía muy bien a quien le llamó. Han sustraído su móvil y borrado los datos de su ordenador. Me marcho a Le Touquet. Voy a visitar a Torpinelli.

–¿A esa gente? Es arriesgado, ¿no cree?

–Quiero comprenderlo todo, Elisabeth, ¿me entiende? No… no quiero morir sin saber.

Ella dejó el vaso vacío al revés sobre la mesa, como los rusos, anunciando con una voz animada por el alcohol:

–Seré sus ojos y sus oídos en el caso. Todos los informes pasan por mis manos; le mantendré al corriente.

–¿Sabe que se está jugando su puesto?

–Usted es el único que ha creído realmente en mí y no quiero dejarle en la estacada. A partir de ahora lucharemos los dos contra él. Sea quien sea.

En el momento en que me disponía a embarcarme hacia Le Touquet, sonó el teléfono.

–¿Comisario… Sharko? – dijo una voz febril y dubitativa.

–Yo mismo.

–Soy la vecina de Alfredo Manchini. ¿Lo recuerda? La chica de… la gastroenteritis.

–Por supuesto. Le dejé mi tarjeta.

–He dudado mucho tiempo antes de llamarle… -Sollozos-. Me he enterado… de que ha habido… un accidente… Pero no acabo de creérmelo.

–¿Por qué?

–Venga; se lo explicaré.

Su estado no había mejorado mucho. Debía de ser una chica guapa cuando estaba en forma pero, ahora, los ojos estriados inyectados de sangre y la tez cerosa le daban el aspecto de una zombi versión peli mala de los años sesenta.

–No se me acerque mucho, si no… -dijo guardando la distancias.

–No se preocupe. ¡Los microbios tienen más miedo de mi presencia que yo de la suya! Cuénteme.

La habitación se parecía sorprendentemente a la de Manchini. Cualquiera diría que el edificio entero servía de refugio al populacho rico de todo París. Humedeció la punta de la lengua en un vaso donde bailaba una aspirina, hizo una mueca y a continuación se lo tragó todo.

–Alfredo me confió una llave hace tres días, pidiéndome que la guardase y que se la entregase a la policía si le ocurría algo. Pero…

Me tendió la llavecita.

–¿Tiene alguna idea de lo que abre?

–Mencionó una caja fuerte disimulada en el despacho del chalé de sus padres. Son CD Rom importantes.

–¿Sabe lo que contienen?

–No.

Apreté los puños.

–¡Tendría que habérnoslo dicho la primera vez!

–¡Quería que la entregase tan sólo si le ocurría una desgracia! ¡Confiaba en mí!

Volvió a llorar.

–Antes, por teléfono, me ha dicho que no creía que fuese un accidente -aventuré suavemente.

–Así es. La historia de la llave, de entrada, y luego los ruidos, esa noche. Alfredo ya no era el mismo últimamente. Parecía que algo le tenía preocupado, que tenía miedo.

–¿De qué, según usted?

–Es difícil de decir. Cenábamos juntos bastante a menudo y lo notaba distante, más silencioso. Ya casi no comía, tampoco salía…

–¿Salían juntos?

–Tan sólo éramos amigos -dijo, después de dudar una fracción de segundo.

–¿No se sentía atraída por él, ni él por usted?

–Alfredo no era mi tipo de chico -repuso tras otra indecisión, más clara.

–¿Y usted no era su tipo de chica?

–Así es.

Me acerqué a ella y le tomé de la mano.

–¿Me está diciendo la verdad ahora? Alfredo está muerto y, al igual que usted, estoy convencido de que lo han asesinado. Si queremos castigar a los autores del crimen, tiene que contármelo todo.

Se dejó caer en una butaca orejera, la cabeza echada hacia atrás.

–Está bien. Estaba bastante enganchada a Alfredo. Era un chico guapo, italiano y cachas, encima. Pero… siempre se negó, no sé por qué…

Sus ojos se perdieron en las brumas. Pensé en la película de Manchini, en esas escenas sórdidas de la agresión de Violaine. Le ofrecí un pañuelo de papel con el que se enjugó la frente, chorreante de sudor.

–¿Alfredo sabía mucho de informática? – le pregunté.

–¿Está de guasa? ¡Era un dios! Capaz de piratear cualquier tipo de servidor en menos de una hora. Se pasaba el tiempo pirateando sitios porno, recuperando listas de contraseñas y colgándolas gratis en foros.

–Ha hecho lo que debía, me refiero a la llave. Mire, creo que Manchini se negaba a acostarse con usted porque quería protegerla de sí mismo, de lo que era realmente.

–¿Sabe usted cosas que ignoro? ¡Dígame lo que ha descubierto!

Me levanté en dirección a la puerta.

–Manchini estaba enfermo, a dos pasos de sucumbir a la locura asesina. Podría haber hecho daño a muchísimas personas, usted incluida…

Dos plantones pasaban el tiempo en la entrada del chalé de Manchini fumando un cigarrillo, la espalda pegada contra la chapa de un coche patrulla.

–¡Comisario! ¿Qué hace aquí? Sabe que no tiene…

–¿Qué no tengo qué?

–Se trata del comisario de división. Nos ha prohibido que…

–Tengo que comprobar una cosa… muy, muy importante. Tan sólo serán unos minutos.

El plantón dirigió una mirada perdida a su colega, que hizo como si no oyese nada.

–¿Está… está seguro de que no va a meternos en un lío, comisario? ¿Tan sólo unos minutos?

–Sí. Entro y salgo, ¡cómo una exhalación!

Entré y subí directamente a la planta superior.

Tras haber echado un vistazo rápido a las diferentes habitaciones, descubrí un amplio despacho. La habitación permanecía oscura a pesar de la ventana, por la que brillaba el sol tímido de otoño. Ni rastro de la caja fuerte. Me dirigí hacia la biblioteca maciza pegada a una pared, enfrente de la mesa. Libros de economía, marketing, informática, con toda probabilidad nunca abiertos, alineados perfectamente y colocados alfabéticamente por temas.

El mueble de roble era demasiado imponente para intentar moverlo, e incluso echando una mirada entre la biblioteca y la pared, no descubrí ningún relieve que hiciese pensar en la presencia de una caja fuerte. Al pasar una mano por el contorno del mueble, y luego entre los estantes, sentí, bajo el panel que sostenía la segunda hilera de libros, un pequeño interruptor, que apreté sin demora.

Ruido de émbolo, y un sistema mecánico partió la estantería en dos. La parte izquierda se despegó de la derecha y apareció la caja fuerte, una AL-KO AMC empotrada en una zona de la pared disimulada por la biblioteca.

No necesité utilizar la llave. Alguien había pasado por allí antes que yo. Habían perforado la cerradura y la puerta estaba ligeramente abierta.

Por supuesto, la caja fuerte estaba vacía.

Una oleada de rabia me crispó los puños. Mis predecesores no habían hecho el trabajo a medias: ni rastro del polvo de acero dejado por la perforación, ya fuese encima de los libros, en el suelo o en la pared.

La posibilidad de acercarme a la verdad acababa de pasar delante de mí y escapárseme. Pero ahora sabía que no me desplazaría en vano a Le Touquet.

Capítulo 14

Alphonso Torpinelli Junior. Una serpiente que había escapado del Infierno, una bestia maléfica, curiosa y hambrienta que aplastaba a golpe de pezuñas los microbios que se atrevían a alzarse ante él. Un hombre poderoso, mucho; un espíritu maligno que manejaba millardos de euros en el mercado más prolífico de todos los tiempos: el del sexo.

Había sabido excluir del circuito a su anciano padre, un hombre más bien respetable. El patriarca, que padecía un tumor cerebral, se había sometido a una primera operación con éxito; pero el glioma había vuelto a desarrollarse y su ubicación hacía demasiado arriesgada la extracción. Los especialistas le habían dado a lo sumo cuatro meses de vida.

Alphonso Torpinelli era sospechoso de todas las corrupciones posibles e imaginables: trata de blancas, redes de prostitutas en los países del Este, pedofilia y todo cuanto el vicio pudiese engendrar en este mundo. Pero los desgraciados que habían intentado meter las narices en sus negocios en esos momentos debían de servir de alimento a unos cincuenta grandes tiburones blancos del océano Pacífico.

En la explanada de Le Touquet, la luna ya alta en el cielo jugaba con las olas, haciéndolas brillar en el momento en que rompían sobre la playa desierta. Más cerca de Stella-Plage, al final de una escollera a la que se agarraba un montón de mejillones, adiviné el batir de alas de las últimas gaviotas ocupadas en recoger las cabezas cortadas de las caballas, abandonadas por los pescadores en el gran lomo del mar. Un vientecillo de tierra levantaba torbellinos de arena, depositando los granos sobre las cabinas cerradas de los veraneantes antes de llevárselos otra vez hacia el mar abierto.

En la habitación del hotel leí, fui leyendo página a página, de horror en horror, la obra fotocopiada del padre Michaélis, y la gran mano corva de la amargura se abalanzó sobre mis hombros como una ola gigante. Rogué a Dios que ese relato sólo fuese fruto de su imaginación, pero no pude dejar de pensar que aquel itinerario sangriento seguramente había existido de verdad y que… el Ángel Rojo quizás había vuelto.

Recé por esas víctimas que no conocía, recé por quienes se habían cruzado en el camino del Hombre sin Rostro, recé por mi mujer y mi futuro bebé. Si hubiese aparecido un genio de una lámpara, que habría frotado un poco demasiado fuerte para pedir uno solo de mis deseos, le habría suplicado que nos llevase a los tres lejos de aquí, que nos dejase en una isla desierta donde no hubiera ni teléfono ni radio. Tan sólo nosotros tres, alejados del aliento fétido de este mundo, de estos caminos de sangre y de esos rostros espantosos que mirar…

Intenté una vez más trenzar las hebras de la cuerda, unir los trozos para formar un ensamblaje sólido, pero no lo conseguía. Manchini, el Ángel Rojo, BDSM4Y… Unidos por el vicio, deslizándose por el universo secreto de lo que no hay que ver, de lo que es mejor ignorar si uno quiere envejecer en paz.

Pensé en el descubrimiento de Elisabeth, en la manera como su investigación literaria la había llevado hasta los brazos del padre Michaélis. Había buscado un paralelismo con las pistas. El marco del faro colgado de la pared. La foto del granjero, y luego la carta que nos había guiado hacia la pista religiosa. La escena del crimen, la expresión del rostro de Martine Prieur que nos permitió realizar una comparación con el busto esculpido por Juan de Juni. Habíamos deducido una relación entre las víctimas, esa voluntad de castigar el dolor con el dolor. Luego el asesino me había desvelado, mediante la horquilla de pelo, que tenía a mi mujer. Y a continuación esa frase, demasiado flagrante, en que repetía palabra por palabra las declaraciones de un sacerdote asesino.

Nos manipulaba, trazaba él mismo el hilo de la investigación, orientándonos en las direcciones que había escogido para nosotros. Habíamos entrado en su plan diabólico sin ni siquiera darnos cuenta. Jugaba con nuestras mentes y tensaba los hilos de nuestras almas a su manera. Poseía evidentes dotes para la psicología, un talento maquiavélico.

¡Y si tan sólo hubiese sido eso! ¡Pero había adivinado el don de Doudou Camelia, se había enterado de que Suzanne estaba embarazada! Iba siempre un soplo por delante de mí, que únicamente progresaba en su estela mortal, incapaz de tomar la delantera. Perseguía una sombra, una entidad con la fuerza de lo imposible.

Other books

Public Enemies by Ann Aguirre
Perfectly Hopeless by Hood, Holly
Hot Lava by Rob Rosen
New York Dead by Stuart Woods
Man of Wax by Robert Swartwood
A Clean Kill by Mike Stewart