El ángel rojo (28 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: El ángel rojo
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–Muy bien -replicó-. No haga tonterías, Franck.

Y como si aquel despliegue de desgracias no bastase, Serpetti me anunció, por correo electrónico, que había perdido el rastro de BDSM4Y. La investigación retrocedía de forma inversamente proporcional al número de cadáveres que se amontonaban como ropa sucia a mi alrededor.

Los peores presagios se hacían realidad y, sin embargo, en ese momento, yo solamente pensaba en reparar a
Poupette.
Su influencia crecía, se desplegaba en mi interior como un cáncer. Sentía una necesidad poderosa de ese olor en la habitación, esas oleadas agradables que me invadían cada vez que estaba en marcha, esas reminiscencias de mi mujer. ¿Me estaría sumiendo en la locura?

Sequé el aceite y el agua del suelo, y pasé un trapo por la locomotora. Aparentemente no había fugas. Ninguna pieza estropeada. Volví a llenar los depósitos antes de intentar ponerla en marcha.
Poupette
vibró y se lanzó en línea recta con un silbido de renacimiento. ¿Qué decir pues de esa avería en el momento en que Doudou Camelia agonizaba y de este desbordamiento de energía, hoy? ¿Racional, irracional?

El dulce olor que tanto esperaba se apoderó de la habitación, levantó mi alma en las volutas límpidas de la beatitud. De todas las drogas, la que difuminaba
Poupette
era sin duda alguna la más fulgurante.

La gran nave blanca del hospital Henri-Mondor se alzaba ante nosotros, cargada de enfermos, heridos, moribundos. Nos encaminamos al servicio de curas en el ala derecha, del lado de la maternidad, tras el edificio ultramoderno de cardiología. Delante de las puertas correderas de la entrada, enfermos con el rostro descompuesto fumaban, arropados en batas, con miradas cansadas, vidriosas y perdidas. Subimos al tercer piso, habitación 336. Odiaba los olores químicos que impregnaban el aire, esas salas ciegas pobladas de metal y medicamentos. Todo, allí, recordaba claramente la fragilidad de la vida, el poder de la muerte y la ínfima frontera que separa la una de la otra.

Julie Violaine descansaba destapada sobre la cama, el pecho moteado de pequeños apósitos. Tenía las pupilas dilatadas, que irrumpían en el blanco del ojo por pensamientos aún demasiado violentos. Colgado del techo, un televisor emitía un viejo Tex Avery en blanco y negro. Se volvió despacio en nuestra dirección, antes de sumirse de nuevo en los dibujos animados, que ni siquiera estaba mirando en realidad.

–¿Otra vez los gendarmes? – susurró-. Ya lo he contado todo, por lo menos tres veces seguidas. Estoy más que harta, muy cansada… ¿Pueden entenderlo? Salgan, por favor. No les diré nada.

–Solamente queremos hacerle unas pocas preguntas, señorita Violaine.

–Les he dicho que se vayan. ¡O llamo a una enfermera!

Elisabeth Williams se inclinó sobre la cama.

–¿No le importa si me coloco a su lado, en esa silla? Me gustaría que hablásemos tranquilamente, sólo las dos, entre mujeres. – Se volvió hacia mí-. ¿Puede salir, señor Sharko, por favor?

–Pero ¡Elisabeth! ¡Debo quedarme!

Me llevó del brazo hacia el exterior de la habitación. Le obedecí.

–Escúcheme, comisario. Déjeme un rato a solas con ella. Sé cómo proceder, confíe en mí. Esa chica necesita que alguien la reconforte, ¿lo entiende? Ha sufrido un trauma muy importante, y hay que actuar con suavidad. Vaya a tomarse un café o un chocolate mientras tanto.

–Intente sacarle toda la información que pueda. ¡Tenemos que hacer progresos!

–Vale. Pero no se confiará delante de un hombre, y aún menos de un comisario de policía. ¡Así que lárguese!

–Ella no sabe que soy comisario, ¡supone que somos gendarmes!

–¿Cree que es mejor? ¡Váyase!

–A sus órdenes, señora.

Volví a bajar al vestíbulo, metí una moneda en la máquina expendedora de bebidas y me encaminé con el chocolate caliente a la puerta del hospital, al aire fresco. Una mujer mayor con la espalda como un caparazón de tortuga, tocada con un tazón de cabello graso, me dedicó una sonrisa que desveló un cementerio de dientes comidos por el tabaco. Se arrastró hacia mí cojeando.

–¿Un cigarrillo? – dijo con voz carraspeante por la tos.

Escudriñé el paquete azulado y descantarillado de Gitanes. Las ganas me asediaron, tan imperiosas que el rechazo no era factible.

–Por qué no. Hace ocho años que lo he dejado, pero creo que hoy es un buen día para volver a empezar.

–Seguro que sí, hombre -dijo con un estertor.

A la primera bocanada, tuve la sensación de tragarme un cardo. Me quedé sin respiración unos diez segundos, pero pareció un milenio. Los siete colores del arco iris desfilaron por mi rostro, del violeta al rojo.

La mujer mayor me golpeó en la espalda con sus delgadas manos, cada vez más fuerte hasta que, finalmente, el reflejo de la respiración volvió por sí mismo. Un hilillo de saliva colgaba entre mi boca y el suelo.

–¡Vaya, hombre, ya creía que iba a tumbarte!

Prorrumpí en risa, una risa franca y agridulce que deshizo el nudo que tenía en el estómago.

–Señora, ¡se necesitará algo más que un cigarrillo para tumbarme!

–Pues a mí, es el cigarrillo lo que me tumbará. ¡Tengo cáncer de pulmón, un maldito cáncer de pulmón!

–¿Y sigue fumando?

–Hay que combatir la enfermedad de alguna manera, ¿no?

Me soltó una risa que terminó con una tos espantosa. Doblada en dos, escupió sobre el suelo lo que parecía un trozo de pulmón, pero más oscuro. Aplastó el pitillo en un arriate de flores antes de encender otro cigarrillo sin filtro. Asqueado, tiré mi colilla apenas consumida a una papelera y volví a entrar. Decidí subir a pie los tres pisos en vez de tomar el ascensor.

A medio camino, volví a bajar a toda prisa a recepción y pregunté si una tal señora Sibersky había sido ingresada en la maternidad. Me encaminaron hacia otra recepción, en el ala oeste, donde me informaron de que, efectivamente, había sido transferida de la unidad de curas hacia la maternidad dos días antes.

Llamé a la puerta y una voz cansada me invitó a entrar. Laurence Sibersky me gratificó con una amplia sonrisa de joven mamá muy satisfecha.

El minúsculo ser descansaba sobre su pecho, la cabeza inclinada sobre el corazón de su madre. Charlie dormía un sueño profundo, sosegado, y su boquita se movía a veces, como si quisiera mamar.

–Entre, Franck -me susurró-. Mis dos bebés duermen. – Dirigió la mirada hacia el rincón detrás de la puerta, donde el teniente Sibersky, acurrucado sobre una silla plegable, tenía la cabeza aplastada en la mano derecha. La pesadez del sueño le impedía despertarse a pesar del ruido de mis pasos.

–La próxima vez le traeré un regalo -murmuré-. Pronto debería recibirlo. A decir verdad, he pasado por casualidad; había venido a visitar a otra persona y la providencia ha querido que se hallase en el mismo hospital. ¿Cómo se encuentra? – Posé la mano encima de los deditos minúsculos, parecidos a finas agujas-. ¡Es precioso! Es un bebé muy guapo…

–Gracias, Franck. Estoy contenta de verle, después de tanto tiempo. David me habla a menudo de usted, ¿sabe?

–Para bien, espero.

–Le admira muchísimo. Trabaja duro para usted y pasa por el hospital deprisa y corriendo. Regresa tarde, tan tarde…

Sentí un deje de amargura en sus palabras, esa sal picante que quema los labios de todas las esposas de polis.

–David es muy buena persona. Un gran amigo también. Sé que no debe de resultar fácil, pero sepa que piensa constantemente en usted, incluso durante nuestras misiones, a veces delicadas.

–Ahora formamos una familia de verdad. Tiene que cuidarle, Franck. No quiero que una noche vengan a anunciarme que nunca más volveré a ver a mi marido si no es en un ataúd.

Acarició con el dorso de la mano las mejillas albaricoque del recién nacido, con ojos humedecidos. El silencio infernal de la habitación me incomodó; experimentaba la triste sensación de no tener mi sitio en un lugar donde, normalmente, se erigen los fuegos de la alegría. Me levanté despacito, casi de puntillas, y besando la mano de la joven mamá, susurré:

–Descanse mucho, Laurence. Seguro que van a necesitar toda su ternura…

–Pásese esta noche por casa. Le diré a David que le espere allí, así podrán hablar…

Desaparecí, espalda encorvada, hombros caídos, minado por la pena.

Me crucé de nuevo con enfermos en mal estado, rostros apagados, estremecidos por el dolor. Los efluvios medicamentosos y el sabor del cigarrillo aún agarrado a la lengua me subieron a la cabeza.

Me encerré en el cuarto de baño, impelido por las ganas de vomitar pero sin tener nada que regurgitar. El mundo daba vueltas; las paredes, a mi alrededor, se acercaban y luego se alejaban, como si aún estuviese bajo la influencia de la quetamina.

Los espectros de rostros apagados desfilaron delante de mis ojos: Prieur, Gad, Marival, Doudou Camelia. Y mi corazón se hinchó de dolor, mi alma de impotencia, mi cuerpo entero me respondió que nada me devolvería a los seres que habían pasado bajo el escalpelo del Hombre sin Rostro.

Y, sin cesar, como una canción infantil amarga, el canto del cisne me martilleaba los tímpanos, me devolvía ante los ojos la imagen borrosa de mi mujer encerrada en algún sitio, desnuda, los pies en el agua y el cuerpo cubierto de sanguijuelas. Creía que estaba viva, sabía que estaba muerta… o lo contrario. No lo entendía. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Nunca debería haber metido los pies en el hospital, en aquel lugar que me recordaba demasiado bien de qué estaba hecha la realidad, mi realidad. Volví a subir los peldaños, bordeé los pasillos repellados por la enfermedad, eché un vistazo por la ventana de la habitación de Julie Violaine y llamé a la puerta. Elisabeth Williams, con un movimiento de la cabeza, me animó a entrar.

La mujer con el pecho constelado de apósitos, con las pupilas aún dilatadas, había recuperado una expresión serena.

Elisabeth me resumió la situación.

–Julie y yo hemos hablado bastante. Me ha contado cuanto ocurrió esa noche, con todo lujo de detalles. Mañana regresaré aquí para charlar un poquito más con usted, Julie, ¿le parece bien?

–Por supuesto -murmuró la chica-. Su presencia me ha sido muy beneficiosa. Necesitaba hablar, pero no solamente de la agresión…

Las imágenes de una serie de televisión captaron su mirada y se abandonó al flujo tumultuoso de sus pensamientos. Salimos en silencio.

–Bueno, ¿qué, Elisabeth? ¡La espera ha sido espantosa!

–¿Me invita a un café?

–Sí. Pero no valen nada aquí, parecen agua chirle. He visto un pequeño bistró no muy lejos del hospital. Vamos allí; tengo ganas de cambiar de aires.

En el bar escogimos una mesa cerca del billar, al fondo.

–¿Jugamos una partida? – me preguntó señalando la superficie aterciopelada-. A los veintidós disputé algunos campeonatos de billar, el Magic Billiard Junior 8 Ball Tournament en Florida. He dado grandes palizas a los más machotes que hayan existido nunca. ¡Les cerré la boca de tal manera que se marcharon con la cola entre las piernas, perdone la expresión!

–La imagen es bastante exacta, no hay duda.

–No he vuelto a jugar desde hace unos treinta años, ¿se hace una idea?

–¡Vamos allá! Pero no soy ningún campeón. Me defiendo, eso es todo. – Agité mi mano vendada-. Y además, ¡sale con gran ventaja, no lo negará!

Metí una moneda en la rendija y dejé que Elisabeth colocase las bolas sobre la mesa. Rompió la formación y metió directamente dos bolas en las troneras, mientras me explicaba:

–A Julie Violaine la agredieron justo antes de entrar en su chalé; el agresor, emboscado en el exterior, la estaba esperando. Fue inmovilizada con firmeza y luego perdió el conocimiento cuando le metieron un pañuelo empapado bajo la nariz. Éter, según los análisis, como el que se encuentra en cualquier farmacia. Se despertó atada y amordazada en su cama, en el dormitorio. Por supuesto, le habían vendado los ojos.

Metió la bola número 7 en la tronera del medio.

–La acarició durante mucho rato y luego se puso a engancharle pinzas cocodrilo con los dientes muy afilados en la punta de los senos. Primero el derecho, luego el izquierdo. Gritó, pero la mordaza ahogaba sus gritos. Mientras sucedía aquello, perdió la noción del tiempo, pero por lo visto la tortura no duró mucho. Luego lo oyó masturbarse y después se escapó, sin pronunciar ni una palabra en ningún momento. – La bola número 4 tocó la 14 antes de fallar el agujero por poco-. ¡Vaya! Parece que he perdido un poco de práctica. ¡Le toca, Franck!

–¡Quince directo! – anuncié.

La bola chocó contra los bordes de la tronera antes de entrar.

–¡Buen golpe! – admitió Elisabeth-. En mi opinión, dada la conversación que he mantenido, no se trata del asesino. Oyó que el tipo efectuaba sin parar idas y venidas hasta la ventana de la habitación, sin duda para comprobar que nadie se acercaba a la casa. Lo notó nerviosísimo, más estresado que excitado, lo que va en contra de lo que hemos averiguado de nuestro hombre.

La 13 se me resistió y Elisabeth no desaprovechó la ocasión para echarla de la mesa. Acometió contra la 4, pegada a una llanda.

–Cuando un individuo se masturba, el deseo se pierde y el acto de matar, en ese caso, es difícil que se lleve a cabo.

–¿Cómo?

–¿Por qué la mayoría de los asesinos en serie violan a sus víctimas una vez muertas? Simplemente porque el poder de la fantasía es proporcional al deseo sexual. Lo que busca ese tipo de individuos es justamente mantener la fantasía el mayor tiempo posible, de manera que el placer de torturar a la víctima, humillarla y matarla no decaiga. En el caso de Julie Violaine, cuando el agresor se masturbó, no consideró necesario continuar, ni siquiera matar. Ya no tenía ganas, así que, simplemente, se marchó. El Hombre sin Rostro, como le conocemos, nunca habría actuado así.

Fue un momento hasta la mesa para beber un trago de Brazil. Apoyados en la barra, en la entrada, unos aficionados observaban la posición de nuestras bolas. Espolvoreó una capa de tiza azul en la punta del taco.

–Muy importante, la tiza -anunció-. Evita que el taco patine sobre la bola en el momento del impacto. Un poco como el talco que los gimnastas se ponen en las manos.

Dos bolas más se metieron en su madriguera, al acto.

–¿Tiene la menor idea de quién podría tratarse? – pregunté.

–Parece una chica muy honesta y formal. El campo de investigaciones es amplio, sobre todo si consideramos el vivero de estudiantes con que se codea cada día.

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