El ángel de la oscuridad (46 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Como si no hubiera oído su pregunta, me encogí de hombros, miré al doctor y le repetí lo que le había dicho a Cyrus:

— Me cae bien.

— Ya ves— dijo el señor Moore quitándome dos maletas de las manos—. ¿No dicen que los niños y los perros son los mejores jueces del carácter de las personas? No recuerdo que hayan añadido a los alienistas a la lista recientemente.

— Os aseguro que mi preocupación no tiene nada que ver con el carácter de ese hombre— replicó el doctor—. Parece una persona sincera y agradable, y eso no está nada mal para un abogado. Tampoco digo que su problema tenga una causa mental o emocional, pues podría obedecer a diversas patologías físicas.

— Muy bien— dijo el señor Moore con un gesto de asentimiento—. Dejemos este asunto por ahora.

— Por ahora— convino el doctor. Agarró sus maletas y me inspeccionó el cuello y las manos—. Cielo santo, Stevie— dijo entre ceñudo y divertido—. ¿Qué has estado haciendo? No olvides lavarte antes de bajar a comer, jovencito.

Cuando Cyrus y yo terminamos de entrar el equipaje, escogí una habitación en el segundo piso, junto a las de los sargentos detectives, y entré al cuarto de baño para lavarme. El ruido del agua retumbaba contra el mármol y los azulejos de la amplia estancia, como si estuviera junto a una catarata. Por lo visto, en esa casa todo era grande— incluso sobrecogedor— y mientras me secaba la cara, el cuello y las manos me pregunté quiénes habrían construido un sitio así y qué habría sido de ellos. Pero, curiosamente, el temor había desaparecido de mis cavilaciones; por muy grande y misteriosa que fuera la casa, el señor Picton la llenaba de una frenética pero agradable actividad, y yo había dejado de sentir que me encontraba en un lugar peligroso.

Cuando comencé a bajar hacia el comedor, donde ya se habían reunido los demás, pasé la mano por la gruesa barandilla de la escalera y pensé que era ideal para deslizarse. No sabía por qué se me había ocurrido, pero era consciente de que era la primera idea divertida que tenía en muchos días. Así que miré hacia abajo, y al no ver a nadie en el vestíbulo, decidí probar suerte. Lleno de confianza y entusiasmo, trepé en el primer piso, tomé impulso…

Y un segundo y medio después estaba tendido cuan largo era en el suelo del vestíbulo. La barandilla era aún más perfecta— es decir, resbaladiza— de lo que yo había imaginado y tras salir despedido en el aire aterricé sobre la alfombra a toda velocidad, patiné sobre el suelo encerado y choqué estruendosamente contra la puerta principal. El ruido atrajo a los demás, que salieron corriendo del comedor.

— ¡Stevie!— exclamó el doctor con expresión de alarma—. ¿Qué diablos…?

— ¡Ja!— exclamó Picton. Se quitó la pipa de la boca, soltó una carcajada y se acercó a ayudarme—. Es más resbaladiza de lo que parece, ¿eh, señorito Taggert? No se avergüence… A mí me pasó lo mismo la primera vez que la probé, ¡y no hace tantos años! Espero que no se haya roto ningún hueso. — Negué con la cabeza, sintiendo que el rubor me quemaba la cara. De todos modos, el hecho de que Picton confesara abiertamente que había cometido la misma estupidez me hizo sentirme mucho mejor—. ¡Estupendo!— añadió—. Entonces venga a comer. Después le enseñaré un truco para reducir la velocidad… ¡y para proteger el trasero!

Mientras seguía a los demás al comedor, el doctor me dirigió otra mirada de perplejidad.

Picton nos escoltó uno a uno hasta nuestros respectivos asientos y luego insistió en que el doctor Kreizler ocupara la cabecera de la mesa.

— Estaré perfectamente cómodo en el otro extremo— dijo cuando el doctor protestó—, y ésta es su investigación, doctor. No vaya a pensar que lo he olvidado. Tenemos mucho que discutir durante la comida, y quiero que me vea como a su último aliado… como a un alumno.

— Muy amable de su parte, señor Picton— respondió el doctor mientras estudiaba con atención y curiosidad a nuestro anfitrión.

Picton se sentó en el extremo de la mesa opuesto a la cabecera y tocó una campanilla. Por la puerta basculante que conducía a la cocina apareció de inmediato la señora Hastings con la primera fuente de comida.

— Todo viene de las granjas y los arroyos de mi tierra— explicó el señor Picton—. Y aunque está preparado con sencillez, no por ello es menos apetitoso. John, hay un buen clarete en la mesa auxiliar. Si no te importa servirlo…— Mientras el señor Moore cumplía la orden de buena gana, Picton me miró a mí—. Y en la cocina tenemos una caja entera de refresco de raíces, señorito Taggert. La señora Hastings le traerá una botella. John me ha dicho que le gusta mucho, y confieso que yo también siento debilidad por ese brebaje.

Mientras los demás empezábamos a servirnos pollo, trucha, guisantes, zanahorias y puré de patatas, Picton alzó su copa.

— ¡Bienvenidos!— Bebió un largo sorbo y abrió desmesuradamente sus ojos plateados—. Y ahora les contaré todo lo que sé de Libby Hatch…

29

— Según tengo entendido— comenzó Picton al tiempo que llenaba su plato—, llegó aquí hace poco más de diez años procedente de Stillwater.

— Sí— dijo la señorita Howard—. En uno de los formularios del hospital, puso que había nacido allí.

— ¿De veras?— preguntó Picton—. Pues me temo que es otra mentira. He estado en todos los registros civiles de este condado. En ninguno consta el nacimiento de Elspeth Fraser, que es como se llamaba entonces. Sin embargo, es verdad que vivió en Stillwater, aunque no sé cuánto tiempo.

— ¿Y durante su investigación no pudo averiguar dónde nació?— preguntó el doctor.

— Usted parece dar por sentado que se me autorizó para llevar a cabo dicha investigación, doctor. Pero el caso de Libby Hatch, sus hijos y el fantasma negro nunca pasó de la vista para determinar la causa de la muerte. Ni el que por entonces era mi jefe ni la policía local creyeron que el caso justificara los gastos o los esfuerzos de una investigación formal.

— Por desgracia, eso no es inusual— dijo Marcus—. En los casos de niños asesinados, dudo que uno entre veinte pasen de la vista preliminar. Son crímenes domésticos, y es muy difícil determinar las causas o los culpables.

Picton miró a Marcus con interés.

— Se diría que usted ha recibido una buena formación legal, detective.

Marcus acababa de llenarse la boca con guisantes, así que Lucius respondió en su lugar:

— Marcus estudiaba derecho antes de que nos interesáramos por el trabajo policial. Y yo iba para médico.

— Ya veo— dijo Picton con una sonrisa y evidente interés—. Bien, su análisis es correcto, aunque yo diría que se ha quedado corto en sus cálculos. Me sorprendería descubrir que se investiga uno de cada cien casos de asesinatos de niños. Y cuando una mujer blanca afirma que el responsable es un hombre de color… Supongo que el señor Montrose será consciente de que los prejuicios raciales no se han erradicado en el norte.

Cyrus se limitó a asentir con la cabeza, como diciendo que nadie lo sabía mejor que él.

— Así que no me sorprendió— continuó el señor Picton— que el fiscal del distrito y la policía aceptaran de tan buena gana la versión de los hechos de Libby. En lo que a mí respecta, confieso que todavía desconocía la influencia que podría haber ejercido el entorno en los actos de esa mujer. Verá, doctor Kreizler, yo aún no conocía su obra, su teoría del contexto, y me concentré únicamente en las pruebas circunstanciales.

El doctor se encogió de hombros con cortesía.

— Las pruebas circunstanciales y forenses son inestimables, señor Picton, por eso confiamos tanto en los sargentos detectives. Pero hay crímenes que ofrecen pocas pistas de esa naturaleza y que no pueden resolverse sin estudiar en profundidad la vida de los implicados.

— Ahora estoy completamente de acuerdo con usted— respondió Picton, que comía como una ardilla o un pájaro, con bocados pequeños y rápidos—, pero en esa época aún no estaba familiarizado con esa teoría. Pensaba que la única manera de probar o refutar la versión de los hechos de la señora Hatch era apresar al misterioso negro, y extraoficialmente insistí para que la búsqueda se prolongara el máximo posible. Pero pasado un tiempo el fiscal del distrito me ordenó que abandonara las pesquisas y me olvidara del asunto. Sin embargo, ahora creo que los escasos datos sobre la señora Hatch que conseguí reunir durante aquella breve temporada podrían ser relevantes.

— Desde luego— respondió el doctor—. ¿Sargento detective?

Lucius ya había sacado su pequeño bloc de notas.

— Sí, señor. Estoy preparado.

— Ah, señor Picton— el doctor hizo una pausa para beber un sorbo de vino—, ¿hay alguna tienda en el pueblo donde podamos comprar una pizarra?

— ¿Una pizarra?— repitió Picton—. ¿De qué tamaño?

— Lo más grande posible. Y cuanto antes la tengamos mejor.

Picton reflexionó unos instantes.

— No… no se me ocurre…— Entonces su cara se iluminó—. Un momento, ¡señora Hastings!— El ama de llaves apareció de inmediato—. Señora Hastings, telefonee a la escuela y pregúntele al señor Quinn si le importaría dejarme en préstamo una de sus pizarras más grandes.

— ¿Una pizarra?— preguntó la señora Hastings mientras caminaba alrededor de la mesa sirviendo más vino—. ¿Para qué quiere una pizarra, señoría? ¿Y dónde vamos a ponerla?

— Señora Hastings, por favor, es muy urgente— dijo el señor Picton—. Además, ¿cuántas veces tendré que repetirle que soy ayudante del fiscal del distrito y no un juez? Y no estamos en una sala de los tribunales. No tiene por qué llamarme «señoría».

— Hummm— gruñó la señora Hastings mientras enfilaba hacia la cocina—. ¡De no ser por usted, ese estúpido jurado jamás habría condenado a esos críos!— exclamó y empujó con violencia la puerta basculante.

Nuestro anfitrión nos dedicó una de sus rápidas y nerviosas sonrisas, se tiró de la barba y luego del cabello.

— Creo que encontraremos una pizarra adecuada, doctor. Bien, volvamos a los antecedentes de Libby Hatch, o al menos a los fragmentos que he conseguido reunir. Como he dicho, cuando llegó aquí se llamaba Libby Fraser. Probó toda clase de empleos en el pueblo, pero ninguno le duraba. Era demasiado rebelde para observar los modales que exigen a las operadoras telefónicas, expresaba demasiadas opiniones personales sobre los gustos de los clientes para conservar el puesto de dependienta en la sección de ropa femenina de los almacenes Mosher y no tenía formación académica, de modo que no le quedaba otra opción que las labores domésticas. Sin embargo, tenía más prejuicios hacia esa clase de trabajo que hacia cualquier otro. En tres meses, aceptó y perdió otros tantos empleos de doncella.

— En cambio Vanderbilt sólo tenía palabras de elogio para ella— observó el señor Moore.

— Sí, me lo comentaste en tu último telegrama, John— respondió Picton—. Es curioso. Debía de estar interpretando un papel o de algún modo consiguió que la parte menos agresiva de su personalidad prevaleciera durante una temporada. Al fin y al cabo, la mayoría de quienes la conocieron en su primera época en Ballston no la tenían por mala persona, sino simplemente por una mujer demasiado empeñada en hacer las cosas a su manera. Claro que todo el mundo esperaba que se le bajaran los humos cuando aceptó el puesto de ama de llaves en casa de Daniel Hatch. Era el avaro local. Casi todos los pueblos pequeños tienen un personaje parecido. Vivía en una casa grande y desvencijada en las afueras, con la única compañía de sus criados. Se vestía con harapos, no se bañaba nunca y se rumoreaba que tenía una fortuna escondida detrás de todas las paredes y dentro de todos los cojines de la casa. Era más agarrado que un clavo y cambiaba de ama de llaves más a menudo que de camisa. Pero Libby conservó el empleo y ésa fue la primera de una sucesión de sorpresas.

— ¿Sorpresas?— preguntó el doctor.

— Sí, doctor Kreizler. ¡Sorpresas! Al cabo de unos meses, el viejo avaro y su ama de llaves estaban prometidos. La boda se celebró pocas semanas después. Quizás eso no debería haber sorprendido a nadie, ya que aunque Libby Fraser acababa de cumplir los treinta, era una mujer juvenil y atractiva. Bonita a su manera, a pesar de sus modales bruscos. Hatch, por su parte, era más viejo que Matusalén, pero tenía dinero. Pero cuando nueve meses después de la boda tuvieron una hija… En fin, Hatch tenía setenta y tres años. Y cuando a esa hija le siguieron otros dos en un período de treinta meses, como imaginará, las malas lenguas se dispararon. Algunos creían que era un milagro divino y otros lo veían como obra del diablo. Pero unos pocos, como yo, no fuimos tan lejos y simplemente tratamos de determinar si Libby Hatch tenía intenciones malignas.

— ¿Intenciones malignas?— repitió el doctor arqueando las cejas.

Picton rió y se apartó de la mesa, aunque sólo había comido la mitad de lo que tenía en el plato.

— Caramba— dijo. Se puso de pie, volvió a consultar su reloj y sacó la pipa del bolsillo de la chaqueta—. Olvidaba que a usted no le gusta esa palabra, ¿verdad, doctor Kreizler?

El doctor se encogió de hombros.

— No es que no me guste— respondió—, sencillamente me parece un concepto ambiguo que nunca me ha resultado útil.

— Porque cree que contradice su teoría del contexto— sentenció Picton con un gesto de asentimiento. Comenzó a pasearse alrededor de la mesa, mordiendo la pipa—. Quizá le sorprenda saber que discrepo con usted en ese punto, doctor.

— ¿De veras?

— De veras. Acepto su idea de que es imposible comprender las acciones de los seres humanos a menos que se las estudie dentro del contexto de su vida. Pero ¿y si dicho contexto ha producido una persona que es lisa y llanamente mala? Perversa, maligna, amenazadora, para usar sólo algunas de las definiciones del señor Webster.

— Bueno— respondió el doctor—, no estoy seguro de que…

— No es simplemente una cuestión académica, doctor Kreizler. Créame si le digo que este tema será crucial si algún día llevamos el caso a los tribunales. — Se detuvo a mirar todos los platos, girando la cabeza como una ardilla asustada, y finalmente preguntó—: ¿Han terminado todos? ¿Les molesta que fume? ¿No? Estupendo.— Encendió una cerilla raspándola contra sus pantalones y encendió la pipa con movimientos rápidos y bruscos—. Como decía, sé que usted no busca excusas para la conducta criminal, doctor, sino una explicación. Pero en un caso como éste y en un pueblo como Ballston Spa, debemos tener especial cuidado con la forma en que presentamos nuestros argumentos para evitar que esa mujer inspire compasión al jurado y a la población en general. Porque le aseguro que se sentirán inclinados a compadecerla y se resistirán a aceptar los cargos que se le imputen. Cualquier explicación psicológica deberá subrayar la idea de que es maligna por naturaleza.

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