Authors: Brian Keene
—No me gusta —gruñó Miller—. Aquí no hay nada: ni zombis ni supervivientes. Nada.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Kramer.
—Vamos a entrar —respondió Miller—. Skip, tú controla la calibre cincuenta.
Skip pegó un brinco en el asiento.
—¿Y que un zombi con un fusil de francotirador me vuele la cabeza? ¡No, gracias! ¿Y esos putos pájaros zombi?
Miller deslizó la mano hacia la pistolera.
—¿Está desobedeciendo una orden, soldado?
Todos los ocupantes del Humvee se pararon en seco, atentos a la situación. A Miccelli la expectación le hizo brillar los ojos. Kramer se encendió un cigarro como si nada y negó con la cabeza.
—No, sargento —dijo Skip en voz baja—. Sólo informaba de los riesgos.
—El único riesgo que debe preocuparle es que estoy a diez segundos de meterle una bala por el culo. ¿Entendido?
Skip no respondió.
—¿ENTENDIDO?
—Sí, sargento.
De camino a la torreta oyó murmurar a Miccelli.
—Debería haberle pegado un tiro al muy gilipollas.
Skip se apostó tras el arma y miró, nervioso, hacia el cielo. Sabía que se le estaba acabando el tiempo. Si no le mataban los no muertos, lo harían los hombres de su propia unidad. Había leído sobre aquel tipo de psicosis colectiva, historias de escuadrones que, durante la guerra de Vietnam, quemaban pueblos enteros y coleccionaban orejas. O los siete soldados de Fort Bragg que acabaron con sus mujeres una semana después de volver de Afganistán. Vivir una constante batalla hacía que los hombres se volviesen locos... malvados.
El Humvee avanzó y Partridge le siguió de cerca. Skip miraba en todas las direcciones, controlando cualquier movimiento.
Pasaron por delante de la iglesia y su pintoresco cementerio y Skip empezó a pensar en quienes yacían en su interior. Los muertos recientes podían volver a la vida, ¿pero aquellos que habían sido enterrados? ¿Y si estaban descompuestos hasta el punto de no poder salir de su prisión? ¿Seguirían conscientes, reposando inmóviles bajo la tierra, incapaces de cavar para salir al exterior?
La idea le hizo temblar de miedo mientras vigilaba atentamente las casas ante cualquier signo de amenaza. Algunas tenían las puertas y ventanas cubiertas con tablas, pero la mayoría seguía igual, como si todos los habitantes hubiesen salido a dar una vuelta. Había varios coches impecablemente aparcados en la carretera y las aceras. Los céspedes, pese a estar muy descuidados, seguían verdes.
«¿Dónde está todo el mundo?», se preguntó. Incluso si estuviesen muertos, sus cadáveres reanimados deberían estar rondando por la zona. ¿Se habrían trasladado los zombis a una zona donde la caza fuese más abundante?
Estaba inmerso en aquel pensamiento cuando oyó un motor encenderse. Un coche surgió del camino de entrada de una de las casas que acababan de pasar y se estrelló con gran estrépito contra el lado del copiloto de la furgoneta. Skip giró a tiempo para ver a Partridge peleando con el volante hasta que los dos vehículos se estrellaron contra un coche aparcado.
Las puertas de las casas cercanas se abrieron y los muertos vivientes se abalanzaron sobre ellos.
—¡Emboscada! —gritó Skip.
La calle empezó a llenarse de zombis. Otros aparecieron de los tejados, armados con fusiles, pistolas y hasta una ballesta.
—¡Mierda!
Empezó a disparar en círculos, apuntando primero a las criaturas de los tejados. Ni siquiera los atronadores disparos de la ametralladora bastaron para ahogar los terribles gritos de Partridge, al que sacaron de la furgoneta y tiraron a la carretera.
—¡Vamos! —gritó Miller, y el Humvee salió disparado hacia delante.
Skip disparó otra ráfaga y saltó del vehículo para aterrizar en la calle.
Se agachó, mirando nervioso alrededor. Había acabado con la mayoría de los zombis de los tejados, y los de la calle estaban ocupados comiéndose a Partridge y esquivando el Humvee, pues el coloso iba directo hacia ellos, atropellándolos bajo su peso.
Skip vio que se le presentaba una oportunidad y la aprovechó. Pensó un instante en el M-16 que se había dejado en el Humvee, se agachó y huyó entre las casas, alejándose de los zombis y de sus compañeros.
Los últimos gritos de Partridge y una nueva ráfaga de disparos resonaron en sus oídos.
* * *
En cuanto cruzaron la frontera de Pensilvania, John Colorines pareció experimentar un momento de lucidez, como si acabase de despertar de un sueño. Pasó de catalogar los colores de las señales que se iban encontrando a mirar fijamente a Frankie en un instante.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó dejando entrever cierta timidez.
—Frankie —sonrió—, y tú eres John, ¿no?
—Así era. Supongo que todavía lo soy. Es un placer conocerte, Frankie.
—Igualmente.
—Es bueno tener nombres, pero no creo que ahora importen mucho.
—Claro que importan. ¿Por qué lo dices?
—Porque todos vamos a morir, pronto.
—Yo no —respondió Frankie—. Yo voy a vivir.
—Es una tontería pensar algo así —dijo John educadamente—. Mira a nuestro alrededor. Ahora los únicos vivos son los muertos. Pronto seremos como ellos.
—Tiene que haber más como nosotros, sólo tenemos que encontrarlos. He pasado por un infierno para llegar hasta aquí y no pienso rendirme ahora.
Él permaneció sentado, pensando en ello, y cuando Frankie giró la cabeza para mirarlo, le había vuelto aquel brillo familiar a los ojos.
—Negro —le dijo—. El color de la muerte es el negro.
* * *
Skip encontró un bate de aluminio en la sede de un club deportivo infantil. Lo blandió como una espada, sujetándolo con las dos manos.
Un perro, cuyo cadáver estaba seco y acartonado, se abalanzó sobre él desde el sombrío interior de una caseta. Saltó hacia el cuello de su presa, pero la cadena a la que estaba atado tiró de él hacia atrás violentamente. Skip contempló con una mezcla de repulsa y fascinación cómo el collar se había hundido varios centímetros en la carne.
Incluso con la batalla llegando a su punto álgido, pudo oír que estaba siendo perseguido. Fuera, el cadencioso estruendo de los M-16 se mezclaba con breves y precisos disparos de fusiles de caza. Los zombis estaban devolviendo el fuego.
Un grito ronco tras de sí le advirtió que le habían visto. Saltó una valla y cruzó corriendo el patio trasero que cercaba. La brisa mecía suavemente un columpio infantil. A un lado había una pequeña piscina hinchable llena de agua ennegrecida y algas.
Pasó a su lado y de sus negras aguas emergió un niño zombi que había permanecido oculto tumbado en el fondo. Se abalanzó sobre él con los brazos adelantados y babeando y llegó a rasgar la camisa con sus melladas uñas hasta alcanzarle la piel de la espalda. Skip dio un giro súbito y trazó un arco con el bate, que impactó con un ruido sordo y húmedo. La cabeza de la criatura quedó totalmente destrozada, recordándole a las calabazas que solía pisotear hasta hacer añicos después de Halloween. El hedor que emanaba de la cabeza machacada era insoportable, y Skip empezó a retroceder mientras limpiaba el bate en la hierba.
Otro zombi, armado con un fusil, surgió de la casa. La cubierta de la puerta se cerró de golpe mientras la criatura se dirigía hacia él, apuntándole torpemente con el arma. Skip sonrió, extendió el dedo corazón, dio media vuelta y escapó corriendo. El zombi le persiguió, completamente obcecado.
Llegó a un amplio campo de soja y se detuvo. Jadeando, con las manos apoyadas en las rodillas, sopesó sus opciones con rapidez. El depósito de agua estaba cerca, y en uno de sus lados había una escalera. Desde lo alto de él podría defenderse fácilmente de sus perseguidores, que tendrían que subir la escalera de uno en uno para capturarlo, pero también sería vulnerable a los pájaros y otras criaturas capaces de llegar hasta arriba con facilidad. Además, si los muertos vivientes se quedaban alrededor de la estructura a esperar, no tendría escapatoria.
La interestatal brillaba en la distancia, una cinta negra y plateada que atravesaba las colinas y los cultivos de Maryland y Pensilvania. Si fuese capaz de llegar a la autopista, quizá podría encontrar un coche y, en el peor de los casos, se alejaría del pueblo y de los muertos vivientes. Pero la autopista tampoco proporcionaba ninguna protección contra las amenazas que provenían del cielo.
Miró nerviosamente hacia arriba y sus miedos se confirmaron al ver una nube negra a lo lejos, en el horizonte. Pasó del miedo al terror cuando vio que la nube cambiaba de dirección en pleno vuelo y se dirigía rápidamente hacia el pueblo.
En tierra, un ejército de muertos vivientes se dirigía lentamente hacia él.
Sin opciones ni tiempo, Skip empezó a correr por el cultivo en dirección a la autopista.
Los muertos le siguieron.
* * *
—Lo veo —gritó Miccelli para hacerse oír sobre el estruendo de la ametralladora—. ¡El muy cabrón está huyendo por los cultivos!
Miller y Kramer se giraron en la dirección indicada y vieron una figura verde corriendo por el campo, cerca del depósito de agua. Un ejército de cuerpos la seguía lentamente.
—Se dirige a la autopista —observó Miller—, pero podemos alcanzarlo antes que los zombis.
—Nah, mejor dejamos que sean esos bichejos los que lo hagan pedazos, como permitió que le hiciesen a Partridge.
—No, Kramer. Schow querrá que sirva de ejemplo. Ese chico se vuelve con nosotros aunque tengamos que dispararle en las dos piernas y mantenerlo vivo hasta traerlo aquí.
—Eh, sargento —dijo Miccelli desde el techo—, ¡se acerca una bandada de pájaros!
—¡Entonces métete dentro, coño! —Después se dirigió a Kramer—: Pisa a fondo y alcanza a ese hijoputa de Skip antes que los zombis. Ataja por el campo.
—Entendido —respondió Kramer mientras ponía el motor en marcha—. No me puedo creer que haya desertado así.
—Yo sí —comentó Miller—. Sabía que la estaba cagando, cuestionando órdenes y toda esa mierda. Hemos estado a punto de pagar el precio de su cobardía. No hay sitio para gente como él.
Miccelli se dirigió al asiento y comprobó su arma. Se limpió la mugre de su frente y cara y bebió un buen trago de agua de la cantimplora.
—¡Los muy cabrones nos han tendido una emboscada! No me lo puedo creer, joder.
Miller no respondió. Estaba centrado en el hombre que huía hacia el horizonte y en las figuras que lo perseguían.
—Date por jodido, Skip —murmuró. Agarró la consola con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron, mientras fantaseaba con las torturas que el coronel Schow tendría reservadas para el soldado a su regreso. Y si Skip resultaba herido de camino a Gettysburg, ¿a quién le iba a importar?
* * *
Frankie estaba abriendo una bolsa de patatas con los dientes cuando un hombre desaliñado vestido con un uniforme militar apareció en la carretera, haciendo bruscos aspavientos con los brazos. Estaba despeinado y tenía la cara cubierta de tierra y sangre, pero era obvio que no era ningún muerto viviente: estaba vivo. Llevaba un bate en la mano y lo balanceaba sobre su cabeza.
Frankie frenó, se aseguró de que las puertas estuviesen cerradas y bajó la ventanilla hasta la mitad. Apuntó con la pistola y esperó.
—¡Por Dios, señora, no dispare! —rogó Skip.
—Tira el bate y pon las manos donde pueda verlas.
El hombre obedeció sin dejar de jadear. El bate rebotó al caer al pavimento mientras Skip daba nerviosos saltitos alternando los pies.
—Verde —observó John Colorines—. Ese hombre es verde. Y rojo, también.
—Mire —le dijo lentamente, esforzándose por no ponerse a gritar—, me están persiguiendo un huevo de zombis. ¡Tenemos que largarnos de aquí ahora mismo!
Frankie echó un vistazo al campo. Una horda de zombis, animales y humanos, en diversos estados de descomposición, se dirigía hacia ellos. Cerca, entre los zombis y la autopista, avanzaba un vehículo militar. En cuanto lo vio, el hombre se puso aún más nervioso.
—¡Señora, si no nos vamos ahora mismo nos van a matar, joder! ¡Están locos!
Frankie no sabía si se refería a los zombis o a los ocupantes del vehículo que se aproximaba, pero tomó una decisión en cuanto miró al cielo: estaba lleno de pájaros no muertos, que se dirigían en masa hacia ellos.
—Sube —gritó, apuntando con la cabeza al asiento del copiloto—. Y no intentes nada o te mato.
Visiblemente aliviado, el soldado corrió hasta el lado del coche y subió de un salto.
—¡Gracias!
—¿Qué eres, del ejército?
—De la Guardia Nacional —jadeó—. ¿Podemos irnos ya?
El Humvee atravesó el quitamiedos y se detuvo ante ellos. Un hombre apareció del techo como un muñeco de una caja y apuntó a Frankie con la ametralladora más grande que había visto jamás.
—¡Fuera del coche, ahora!
—¡Mierda! —Skip se dirigió a Frankie—. ¿Tienes otra pistola?
Antes de que pudiese contestar, dos soldados estaban ya de camino al coche con las armas en alto. Frankie permaneció en silencio, emocionada: no sabía quién era quién, pero cualquiera de aquellos hombres le parecía mejor que los zombis.
—¡Suéltala, zorra!
Miccelli abrió la puerta del conductor de golpe con una mano y le apuntó con el M-16 a la cabeza.
—¡Al Humvee, ahora! ¡Rápido!
—Hola, Skip —se burló Kramer mientras lo sacaba del coche—. ¿Adónde creías que ibas, eh, cobarde de los cojones?
Le dio un culatazo en la espalda que le tiró al suelo. Siguió pegándole con el arma, atizándole salvajemente una y otra vez en los hombros y la espalda.
—Que te den, Kramer.
Skip escupió sangre y rodó hasta quedar boca arriba. Vio la culata del M-16 precipitándose hacia su cara y perdió el conocimiento.
Miccelli esposó a Frankie, que gritó cuando uno de los pájaros pasó volando tan cerca que le rozó el pelo.
John Colorines salió del coche y empezó a saltar mientras aullaba de miedo.
—¿Y él? —preguntó Miccelli apuntando al vagabundo con el pulgar mientras metía a Frankie en el Humvee.
Kramer le apuntó con su arma.
—No tenemos sitio para él.
Abrió fuego. John Colorines bailó sobre la carretera, temblando con cada bala que penetraba en su cuerpo. No emitió ningún sonido, salvo un suspiro que exhaló al caer al suelo. La sangre se derramaba hasta el asfalto sobre el que yacía.
Kramer apartó un pájaro y apuntó a un zombi humano que estaba pasando por encima del quitamiedos. Después, Miccelli y él metieron a Skip —que seguía inconsciente— en el Humvee y cerraron la puerta.