El alienista (53 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

— Siento no haber podido traerte mejores noticias— dijo Hobart cuando le comenté el particular—. ¿Quieres que almorcemos juntos?

— De acuerdo— contesté—. Recógeme dentro de una hora, creo que ya habré terminado con mil ochocientos noventa y dos

— Perfecto.— Ya se disponía a alejarse del escritorio, pero de pronto se tocó el bolsillo de la chaqueta y pareció recordar algo—. Ah, John quería preguntarte una cosa. Esta investigación vuestra está limitada definitivamente a los estados de la frontera, ¿verdad?— Sacó un papel doblado del bolsillo.

— Así es. ¿Por qué?

— Por nada. Se trata sólo de una vieja historia. La descubrí después de que te fueras anoche.— Dejó el papel encima de mi escritorio—. Pero no servirá… Ocurrió en Nueva York. ¿Chuletas?

Cogí el papel y empecé a leerlo.

— ¿Cómo dices?

— Para almorzar. ¿Chuletas? Han abierto un restaurante espléndido en la zona. Además tiene buena cerveza.

— Perfecto.

Hobart apresuró el paso para alcanzar a una archivera bastante joven que acababa de pasar por delante de mi escritorio. Desde la escalera cercana oí chillar a la mujer, luego el sonido de una bofetada y una breve exclamación de dolor por parte de Hobart. Sonreí ante el proceder incurable de mi compañero, me recosté en la silla y estudié el documento que acaba de dejarme.

En él se relataba la curiosa historia de un pastor protestante llamado Victor Dury y de su esposa, a los que en 1880 se encontró muertos en su modesta casa de las afueras de New Paltz, en el estado de Nueva York. Según el documento, los cadáveres habían sido brutal y bárbaramente cortados en pedazos. El reverendo Dury había estado en servicio de misiones en Dakota del Sur, donde al parecer se había forjado enemigos entre las tribus indias; de hecho, la policía de New Paltz había dado por sentado que los asesinatos eran un acto de venganza por parte de algunos indios exaltados, a los que su jefe había enviado al Este con este propósito. Este fragmento detectivesco era el resultado de una nota abandonada por los asesinos en el escenario del crimen, en la que explicaban los asesinatos y anunciaban que se llevaban consigo al hijo adolescente de la pareja para que viviera entre los indios como uno de los suyos. Era una historia realmente desoladora, que sin duda nos habría sido de gran utilidad si hubiese ocurrido más al oeste. Dejé a un lado el documento, pero al cabo de pocos minutos volví a cogerlo, preguntándome si no podría ser que estuviésemos equivocados respecto a los antecedentes geográficos del asesino. Al final me metí el papel en el bolsillo y decidí comentar el asunto con Kreizler.

El resto del día sólo me proporcionó dos casos que contribuyeran a una mínima esperanza de poder avanzar en nuestra investigación: el primero estaba relacionado con un grupo de chiquillos y de su maestra, que habían sido masacrados en una escuela aislada durante las horas de clase, el segundo era otra familia de la pradera, la cual había sido víctima de una carnicería después de la violación de un tratado. Consciente de que mis dos hallazgos eran una pobre recompensa para un largo día de trabajo, decidí trasladarme al hotel Willard con la esperanza de que Kreizler hubiese tenido mayor fortuna durante su segundo día de investigación. Pero Laszlo sólo había descubierto unos pocos nombres de soldados que hubiesen servido en el ejército del Oeste en el período de los quince años que estábamos investigando, que hubieran sido confinados en una institución de la capital a causa de un comportamiento violento e inestable y que además padecieran algún tipo de deformación facial. De estos pocos nombres, sólo uno concordaba con la edad que estábamos buscando (en torno a los treinta años). Al sentarnos para cenar en el comedor del hotel, Kreizler me entregó el historial de este hombre y yo le ofrecí el documento que hablaba del asesinato de los Dury.

— Nacido y criado en Ohio— fue mi primer comentario ante el hallazgo de Laszlo—. Tendría que haber pasado mucho tiempo en Nueva York después de que lo soltaran.

— Cierto— admitió Kreizler, y desplegó el papel que le había entregado mientras atacaba distraídamente el plato de crema de cangrejo—. Lo cual nos plantea un problema, ya que no abandonó el St. Elizabeth hasta la primavera del noventa y uno.

— Un estudio rápido de la ciudad— comenté, asintiendo—. Pero es posible.

— Tampoco me siento muy animado por lo que se refiere a la deformidad… Una larga cicatriz sobre la mejilla derecha y los labios.

— Podría ser bastante repulsiva.

— Pero sugiere una herida de guerra, Moore, y esto invalida la angustia en la infancia por…

De pronto Kreizler abrió desmesuradamente los ojos, y con gesto pausado soltó la cuchara mientras terminaba de leer el papel que le había entregado. Luego desplazó lentamente los ojos hacia mí, e inquirió en un tono de contenida excitación:

— ¿Quién te ha dado esto?

— Hobart— me limité a contestar, dejando a un lado el historial del soldado de Ohio—. Lo encontró anoche. ¿Por qué?

Con un rápido movimiento de manos, Kreizler sacó del bolsillo varias hojas dobladas. Las alisó presuroso sobre la mesa y luego me las paso.

— ¿Adviertes algo?

Necesité un par de segundos, pero al fin lo vi. En la parte superior de la primera hoja de papel, que era otro impreso del hospital St. Elizabeth, había un recuadro que ponía LUGAR DE NACIMIENTO.

En aquel espacio habían escrito: New Paltz, Nueva York.

32

— ¿Es el hombre sobre el que nos escribieron originalmente?— pregunté.

Kreizler asintió con vehemencia.

— Decidí conservar el historial. Generalmente no me gustan las corazonadas, pero no podía renunciar a ésta. Había demasiado detalles que concordaban: la pobre infancia en un hogar estrictamente religioso y el hecho de tener un solo hermano… ¿Recuerdas lo que decía Sara de que tenía que proceder de una familia reducida porque a la madre no le gustaba criar hijos?

— Kreizler…— murmuré, tratando de tranquilizarle.

— Y esa exasperante referencia a un tic facial, que incluso en el informe del hospital aparece explicado con tan poco detalle como una intermitente y violenta contracción de los músculos del ojo y de la cara. Ninguna explicación sobre el por qué.

— Kreizler…

— Y luego el marcado acento en el sadismo que aparece en el informe del alienista que lo atendió al ingresar, junto con los pormenores del incidente que provocó su internamiento…

— ¡Kreizler! ¿Quieres hacer el favor de dejarme echar un vistazo a esto?

Entonces se levantó de repente, dominado por la excitación.

— Sí, sí, por supuesto. Y mientras lo haces voy a la oficina de telégrafos, por si hay algún mensaje de los sargentos.— Volvió a dejar sobre la mesa el documento que yo le había entregado—. ¡Tengo una gran corazonada sobre esto, Moore!

Mientras Kreizler salía presuroso del comedor, empecé a leer cuidadosamente la primera página del informe del hospital. El cabo John Beecham, admitido en el hospital St. Elizabeth en mayo de 1886, afirmaba en ese entonces haber nacido en New Paltz, una pequeña ciudad justo al oeste del río Hudson, a unos cien kilómetros al norte de Nueva York, que había sido el escenario del asesinato de los Dury. La fecha exacta del nacimiento citaba el 9 de noviembre de 1865 Sus padres aparecían identificados tan sólo como fallecidos, y tenía otro hermano, ocho años mayor que él.

Estiré el brazo y cogí el documento del Ministerio del Interior que hablaba del asesinato del pastor y de su esposa.

Aquellos crímenes se habían cometido en 1880, y se indicaba que las víctimas tenían un hijo adolescente al que los indios habían secuestrado. Al parecer, un segundo hijo de más edad, Adam Dury, se encontraba en su casa de las afueras de Newton, Massachusetts, en el momento de los asesinatos.

Cogí otra hoja del informe del hospital y repasé las notas que había redactado el alienista que había atendido por primera vez a John Beecham, en un intento por hallar la causa específica del internamiento del cabo. A pesar de la descuidada caligrafía del doctor, pronto di con ella:

El paciente formaba parte de un cuerpo alistado por el gobernador de Illinois para reprimir los disturbios provocados por las huelgas de la zona de Chicago iniciados el Primero de Mayo (los tumultos de Haymarket, etc.). Durante la incursión del 5 de mayo contra los huelguistas de Chicago Norte, se ordenó a los soldados abrir fuego, y con posterioridad se encontró al paciente apuñalando el cadáver de un huelguista muerto. El teniente M… descubrió en flagrante delito al paciente; éste afirma que M… se las tenía juradas, etc., y que continuamente le “vigilaba”; M… ordenó que relevaran de sus obligaciones al paciente, y el médico del regimiento lo declaró inútil para el servicio.

Luego seguían los comentarios sobre sadismo y delirios de persecución que Kreizler ya me había comentado. En el resto del historial encontré más informes redactados por otros alienistas durante los cuatro meses de estancia de John Beecham en el St. Elizabeth, y los repasé en busca de más referencias a los padres del paciente. En ningún sitio se mencionaba a la madre, y había muy pocas referencias a su infancia en general; pero una de las evaluaciones finales, redactada justo antes de la liberación de Beecham, contenía el siguiente párrafo:

El paciente ha solicitado un auto de h. c. (habeas corpus) y continúa afirmando que no hay nada erróneo ni criminal en su conducta; el padre era evidentemente un hombre muy devoto, que enfatizaba la importancia de las normas y el castigo para quienes las transgredieran. Recomendamos incrementar las dosis de hidrato de cloral.

Justo en ese momento, Kreizler regresó con paso apresurado a la mesa, haciendo oscilar la cabeza.

— Nada. Aún no han llegado.— Señaló los papeles que yo sostenía—. ¿Y bien, Moore? ¿Qué has sacado en claro de todo esto?

— Las fechas coinciden— contesté reflexivo—. Además de la localización.

Kreizler dio una palmada y volvió a sentarse.

— Nunca había soñado siquiera con esta posibilidad. ¿Quién lo habría creído? Secuestrado por los indios… Es casi absurdo.

— Puede que lo sea— repliqué—. En estos últimos días no he tenido la sensación de que los indios se llevaran cautivos a muchos niños… Y menos si éstos tenían ya dieciséis años.

— ¿Estás seguro de esto?

— No. Pero Clark Wissler probablemente lo sepa. Le telefonearé mañana por la mañana.

— Hazlo— contestó Kreizler, asintiendo, al tiempo que me cogía el documento de Interior y lo volvía a estudiar—. Necesitamos conocer más detalles.

— Yo también he pensado lo mismo. Puedo telefonear a Sara y ponerla en contacto con un amigo mío del Times, quien la dejará entrar en el depósito.

— ¿El depósito?

— Es donde se guardan los números atrasados… Sara puede buscar la historia; seguro que los periódicos de Nueva York la publicaron.

— Sin duda.

— Mientras tanto, Hobart y yo trataremos de averiguar quién es ese teniente M…, y si todavía sigue en el ejército. Tal vez pueda facilitarnos más detalles.

— Y yo volveré al St. Elizabeth para hablar con alguien que haya conocido personalmente al cabo John Beecham.— Kreizler alzó su copa de vino, sonriente—. Bien, Moore… ¡Nuevas esperanzas!

La expectación y la curiosidad me dificultaron el sueño aquella noche, pero la mañana me trajo la buena noticia de que los Isaacson habían llegado por fin a Deadwood. Kreizler les telegrafió dándoles instrucciones para que no se movieran hasta tener noticias nuestras aquella tarde o por la noche, mientras yo me dirigía al vestíbulo para efectuar mis llamadas a Nueva York. Me llevó algún tiempo comunicar con el Museo de Historia Natural, y localizar a Clark Wissler me resultó aún más difícil. Sin embargo, cuando finalmente su voz apareció al otro lado de la línea, no sólo se mostró servicial sino totalmente entusiasta… en gran parte porque pudo decirme con toda seguridad que la historia descrita en el documento del Ministerio del Interior era una invención. La idea de que cualquier cacique hubiera enviado asesinos hasta New Paltz– y que hubieran alcanzado este destino sin ningún incidente— era bastante ridícula; pero las posteriores afirmaciones de que después de haber cometido los asesinatos habían dejado una nota explicativa, habían secuestrado al hijo adolescente de las víctimas en lugar de matarlo y luego habían regresado cruzando el territorio sin que nadie lo advirtiera eran demasiado insólitas para tenerlas en consideración. Wissler estaba convencido de que alguien había gastado una broma no demasiado inteligente a las ingenuas autoridades de New Paltz. Le agradecí su ayuda de todo corazón y seguidamente telefoneé al 808 de Broadway.

Sara contestó en un tono cargado de nerviosismo. Al parecer, en las últimas cuarenta y ocho horas una gran variedad de tipos desabridos había mostrado un enorme interés por nuestro cuartel general. La habían seguido casi continuamente, de eso estaba segura; y a pesar de que nunca salía desarmada, aquella vigilancia continua le destrozaba los nervios. Además, el aburrimiento empeoraba las cosas. Dado que tenía tan poco que hacer desde nuestra partida, su mente estaba libre para centrarse todavía más en sus espectrales seguidores. Por este motivo, la sola idea de que iba a tener actividad, aunque sólo fuera buscar en el Times, actuó como un tónico para su espíritu, y con placer devoró los detalles de nuestra última teoría. Al preguntarle cuánto pensaba que iba a tardar Cyrus en poder acompañarla por la ciudad, me contestó que, a pesar de que al grandullón ya lo habían dado de alta en el hospital, todavía se encontraba demasiado débil para abandonar su cama en casa de Kreizler.

— No me pasará nada, John— insistió, aunque a sus palabras les faltó parte de su habitual convicción.

— Por supuesto que no— contesté—. Dudo que la mitad de los criminales de Nueva York vayan tan bien armados como tú. O los policías, por lo que se refiere al caso… Aun así, dile a Stevie que te acompañe. A pesar de su talla, es de lo más eficaz en una pelea.

— Sí— dijo Sara, con una risa tranquilizadora— Ya me ha sido de gran utilidad. Me acompaña a casa cada noche. Y juntos fumamos cigarrillos, aunque no es necesario que esto se lo cuentes al doctor Kreizler.— Por un momento me pregunté por qué insistiría en llamarlo doctor Kreizler, pero había asuntos más perentorios que tratar.

— Tengo que irme, Sara. Telefonea tan pronto como averigües algo.

— De acuerdo. Y vosotros tened cuidado, John.

Other books

Glass Collector by Anna Perera
One Rainy Day by Joan Jonker
Lonely Road by Nevil Shute
A Witch's Love by Erin Bluett
Bringing the Boy Home by N. A. Nelson
Parasite Eve by Hideaki Sena
Reward for Retief by Keith Laumer