El alcalde del crimen (77 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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No transcurrió mucho tiempo para que comenzasen a hablar varios personajes a la vez. Unos a otros se interrumpían, y todos con agravios de por medio. Los testigos apoyaban con aprobaciones o recriminaciones a quienes les convenía, que siempre eran los de su mismo bando. En vano hacía esfuerzos Trigueros para hacer escuchar su voz. Pronto los temas generales cedieron a los particulares, las sugerencias a los reproches, las propuestas a las exigencias, y el orden al desconcierto. Los hechos secundarios o anecdóticos, que poco tenían que ver con el meollo de la crisis, acabaron por imponerse.

Bruna y el conde se levantaron de sus sillas y, rodeados por la expectación y el silencio de los suyos, entablaron un duelo dialéctico que meses antes debería haberse librado a florete en el campo del honor.

—Los
excesos
de los vecinos no los puede parar el Cabildo —argumentó don Miguel—. Todo buen católico, en la hora suprema de defender su fe, es libérrimo de luchar con los medios que Dios le dé a entender. El pueblo solo responde a décadas de agresiones y provocaciones.

—¿Quemando casas de particulares, en especial la mía? —replicó Bruna—. De no ser porque tuve la precaución de sacar de ella mis colecciones de arte y antigüedades, hubiesen sido pasto de las llamas. ¡O todavía peor, hubiesen ido a parar a manos que no ha mucho se enriquecieron comprando y vendiendo tinte de cochinilla y grana!

Todo el mundo sabía a quién se refería con esas ácidas palabras, de modo que entre los suyos se desató una risa generalizada. El del Águila, conteniendo la cólera, contraatacó.

—Hablando de fuego... Tenemos cientos de testigos que aseguran que un artilugio demoníaco y volador fue lanzado la noche de Jueves Santo, ¡Jueves Santo, Dios mío...!, desde el Alcázar para quemar la iglesia de la Anunciación. ¿Y para qué? No solamente para destruir un templo de la religión española, sino para borrar las huellas de siete aborrecibles asesinatos cometidos en su interior.

—¡No hay pruebas de que hayamos sido nosotros! —prorrumpió un exaltado Gutiérrez, quitándose con rabia el cabestrillo de su brazo herido.

—¿Ah, no...? Ya sabemos que sospechan de José de Herradura, pero es igual. Que yo recuerde, ese hombre es un empleado de la Intendencia, a las órdenes de Olavide... Pero no vayamos por ese árido camino, que ya se encargarán las instancias correspondientes y
supremas
en aclarar. El teniente afirma que no hay pruebas de determinadas fechorías. Pero nosotros sí tenemos al menos una. —El conde hizo un gesto a uno de los veinticuatros, que le pasó un gran pliego de papel profusamente escrito, con sellos lacrados—. Este documento, firmado por el reo de falsificación Caetano Nunes y por el Alcalde del Crimen de la Audiencia Real de Sevilla, demuestra que ha habido una connivencia entre un peligroso delincuente y Gaspar de Jovellanos para llevar a cabo determinadas operaciones, que por el origen de una de las partes no pueden ser más que de índole delictiva. Se habla de oro, de pasaportes, de barcos que han de zarpar. ¿Qué podemos deducir de todo ello? ¡Que las autoridades legales, pero no legítimas, se han traído manejos con miembros destacados del hampa para llevar a cabo quién sabe qué clase de desmanes!

El desconcierto se apoderó de la gente del Alcázar, mientras que los del Cabildo apoyaban y felicitaban al conde. Por su parte, no muy afectado por lo anterior, Bruna alargó una mano hacia Sagrario, quien le pasó otros papeles. Los levantó exponiéndolos a la vista de todo el mundo.

—No crea que nos ha impresionado, señor... Ese papelajo parece que proviene de las manos de alguien de quien se dice que antes de la primera comunión ya había falsificado su partida de nacimiento —Bruna sorprendió a todos con una habilidad dialéctica desconocida en él hasta entonces, arrancando de nuevo carcajadas, mientras que doña Leonor, que le observaba arrobada desde un rincón junto con las demás mujeres, tuvo un vahído de emoción—, pero estos dos documentos que muestro sí que son verídicos y sí que son comprometedores para quienes los han promovido. El uno se llama «Don Guindo Cerezo», y es un libelo de la peor catadura contra Su Excelencia el asistente. Esta supuesta biografía paródica de Pablo de Olavide no se puede leer sin sentir náuseas. El segundo documento es todavía más despreciable. Es otro más de esos inmundos piscatores editados por Aurelio Maraver. Aunque esta vez tiene la
delicadeza
de publicar únicamente un solo vaticinio de cien versos. En él se denuncia el asesinato del cardenal Francisco de Solís por parte de Olavide, y la usurpación de este de la persona del prelado y de sus funciones. Es más, Maraver se aprovecha de lo sucedido en la catedral para afirmar que el asistente había hecho cuero de la piel del rostro del prelado, y que con él había confeccionado una careta a fin de poder llegar fácilmente al papa para asesinarle, como se había sugerido en un vaticinio meses antes. Y me pregunto yo, ¿quién está detrás de esta infamia? Todos sabemos quién sacó el otro día a Maraver de la cárcel. ¡Los amotinados! Todos sabemos quién financia los gastos de la imprenta de Maraver. ¡Los cabecillas de los amotinados contra el rey!

El revuelo que se desató a continuación estuvo a punto de derivar en pelea. Todos se levantaron, gritaron y bracearon. Trigueros y sus hermanos canónigos trataron aquí y allá de calmar los ánimos, pero solo conseguían llevarse todos los sopapos. Desde el intercolumnio de una de las puertas del gran salón, por detrás de la gente, Twiss y Hogg contemplaban la escena, a la vez divertidos e inquietos.

—Amo, no me pida que le revele quién dice la verdad, porque no sé quién dice qué... —comentó Hogg, dejando ver con una sonrisa sus grandes dientes blancos.

Más que pendiente de sus simples ironías, Twiss estaba atento a los movimientos que se sucedían en el caótico lugar. Rápidamente echaba su mirada a un rincón o a otro.

—¿Has visto a ese canalla?

—¿No estaba por allá? —señaló Hogg levantando una de sus muletas.

—Ya no está —dijo Twiss enclavijando los dientes de rabia—. Silva ha desaparecido, y sospecho que por nada bueno. ¡Vamos, Hogg, busquémoslo...!

La pareja se alejó del Salón de Embajadores. Fueron de sala en sala y de corredor en corredor escudriñando por todas las sombras y detrás de cada puerta. De vez en cuando preguntaban a los guardias, pero nadie había visto a quien ellos describían. Durante unos segundos pasó por la cabeza de Twiss la idea de que al Silva que buscaba en realidad no fuese él, sino el propio
interfector
disfrazado. Acaso siempre habían sido la misma persona. No, se dijo. Empezaba a desvariar en lugar de tener la mente fría. Silva era Silva. ¿Por qué habría de querer Silva perderse por el Alcázar? Solo había una razón que pudiese dominar a tal bellaco: la venganza asesina. De repente se hizo la luz ante los ojos de Twiss.

—¡Corre, Hogg! ¡Silva va en pos de Jovellanos!

Se encontraban muy lejos de la Sala de la Justicia, hacia donde suponía que se dirigía Silva. Estaban en el Salón del Techo de Felipe II, en el extremo más alejado de palacio. Twiss trató de atajar cruzando por el Salón de Embajadores, pero se dio cuenta de que el gentío que lo llenaba le retendría una eternidad. Así que echó a correr hacia el dormitorio de Felipe II, soslayando el tapón que suponía el palacio del rey don Pedro, con la idea de cruzar por el patio de las Muñecas, salir al patio de la Montería y volver a entrar de nuevo en el edificio por la puerta de la Sala de la Justicia. Hogg intentó seguir la carrera de su amo forzando su cojera, pero Twiss al poco ya le había dejado atrás.

Nada más cruzar el patio de las Muñecas a toda velocidad, llegaron a Twiss unos quejidos y unas voces de timbre estremecedor, que él bien conocía. Se retuvo y retrocedió unos pasos.

—Insolente gusano... —decía la voz de Silva—. ¿Sabes lo que en alta mar hacemos a los espías...?

—No..., no... —se oyó una voz infantil y lastimera.

En una fracción de segundo Twiss se dio cuenta de que había estado a punto de cometer un gran error. Silva en realidad no había desaparecido tras Jovellanos, sino en busca del cuarto de Chantale de Grasse, que estaba en la planta superior del patio de las Muñecas, custodiado apenas por una cerradura echada en su puerta. Era un patio no muy grande, recoleto, el lugar más reservado del palacio, donde se decía que había cuatro rostros de jovencitas estampados en un arco de yesería, de ahí su nombre. Por lo demás, todo él estaba recubierto por azulejos de dibujos geométricos y losetas, con capiteles sobre columnas de mármol jaspeado, a donde iban a parar varios pasajes y salas por todos sus lados.

Twiss se fijó en un oscuro y estrecho pasaje entre el patio y el llamado Salón del Príncipe, de donde partía una escalera a la planta superior. Allí, bajo el umbral y entre las sombras, Silva tenía fuertemente asido por el cuello a Fermín, amenazándolo con su daga.

—... Les cortamos la lengua... —concluyó Silva.

—¡Di lo que os hacen de verdad, marrajo! —le espetó Twiss dejándose ver. Estaba sorprendido de encontrar en tal apuro al muchacho, y al mismo tiempo las palabras de aquel sicario venían a despejarle una angustiosa duda sobre cómo sería la fisonomía de ese sujeto que tan celosamente se ocultaba. La que una noche había hecho temblar al propio Hogg en la oscuridad de un callejón, y cuya honda mirada le había estremecido a él en el pozo del castillo de Triana.

Silva se desprendió de Fermín como si fuera un pelele que estorbase y dirigió la punta de su arma contra Twiss. Dio unos pasos hacia él, mordiendo la capa por debajo para que el embozo no se le deshiciese, con los dedos de la mano libre tan aguzados como colmillos. El inglés echó de menos sus pistolas, pero se acordó de la navaja y la sacó.

Entre ambos hombres se entabló una pelea feroz. El patio se llenó de los silbidos de las hojas aceradas cortando el aire. Con la garganta dolorida, Fermín comenzó a chillar pidiendo auxilio. Al instante se abrió la celosía de una de las ventanas de la planta alta y por ella se asomó Chantale de Grasse.

—¡Mata! —gritó ella con una voz gutural e hiriente—. ¡Mata a ese inglés, Silva! ¡Y a su negro también!

La lucha favorecía a Silva, con mejor arma y más hábil en la celada artera. Twiss se escabullía de un rincón a otro, interponiendo macetas como obstáculos o resguardándose detrás de las columnas. En eso que Hogg alcanzó el patio. Nada más verle, Fermín corrió hacia él para ir a abrazarse a su cintura. Hogg no podía y no quería hacer nada por su amo, su honor de caballero se lo prohibía. Poco a poco fue llegando más gente: criados, soldados, doncellas. Nadie se atrevió a inmiscuirse en lo que a todas luces era una rencilla de viejos enemigos.

Twiss recibió varios tajos superficiales, de forma que fue reculando de columna a columna hasta que resbaló y cayó entre las macetas. En ese momento Silva se inclinó sobre él y parecía que la daga atravesaría su pecho. Pero para esquivarla Twiss ejecutó una inesperada maniobra, haciendo que rodase una de las macetas entre las piernas de su atacante. Silva tropezó y cayó rodando por el piso, oportunidad que aprovechó Twiss para arrancarle la capa, y descubrirle de su ancho sombrero con una patada. El pavor se adueñó de todos los testigos de aquella escena. Las doncellas huyeron gritando y Fermín dio tal alarido que casi hizo saltar los globos oculares de Hogg.

La cabeza de Silva era lo más parecido que había a una calavera. Tenía cortadas las orejas, hoyos que apenas cubría con unas hebras de cabello ralo, también le faltaban la punta de la nariz y los labios, de tal forma que se le veían todos los dientes mellados. Twiss ya sabía que aquello era
the madbrain,
el escarmiento que determinados filibusteros de las Antillas ejercían con los redomados traidores.

A partir de ese instante Silva se desentendió de la pelea. Emitiendo gañidos propios de un animal herido y arrastrándose por el piso, buscó la protección de su capa y del chambergo. Una vez conseguidos, también se hizo de nuevo con su daga ávidamente, pero el capitán Moya y varios granaderos cayeron sobre él y le sujetaron.

—¡Que no te vuelva a ver merodeando cerca de mí! —amenazó Twiss a un Silva totalmente derrotado.

Antes de ser conducido fuera de allí agarrado por los soldados, el sicario se volvió y soltó unas palabras contra Twiss.

—¡No habrá tierra ni mar que puedan separar esta daga de ese corazón!

Moya tampoco se privó de advertir a Twiss.

—Será mejor que permanezca lejos del salón hasta que concluya la entrevista.

Por su parte, desde la ventana Chantale no cesaba de jalear a Silva y de proferir insultos contra el inglés y Hogg. Este no tuvo más remedio que lanzar una de sus muletas contra la ventana, provocando que Chantale desapareciese de inmediato. Estaba claro que Silva había ido en su búsqueda, y no precisamente a hacerle daño.

Ya solos, Twiss se sentó en el suelo, de espaldas a una columna, a recobrar el aliento. Se observó la casaca, la mejor que tenía, que estaba salpicada de cuchilladas. Sacó la petaca y echó un largo trago, luego se la pasó a Hogg. A continuación hizo una señal a Fermín para que se le acercase. Le preguntó por qué andaba metido en ese aprieto. El muchacho respondió que Silva le infundía tanto miedo desde que se tropezara con él en el pozo del castillo de Triana que no había querido quitarle el ojo de encima desde que había entrado en el Alcázar. Así que desde el Salón de Embajadores le había seguido hasta allí, hasta el cuarto de la prisionera, y les había oído hablar en francés a través de la puerta.

—¿Hablaron algo del oro? —preguntó Twiss con interés.

—¿Oro, señor? No sé cómo se dice oro en francés.

Twiss echó un vistazo a Hogg, y este cerró burlón sus ojos, como diciéndole que no fuese aún más pueril que el muchacho.

—Pero sí entendí una palabra clara —prosiguió Fermín—. Oí que decían varias veces
Juana...

La pronunciación de este solo nombre bastó para sacudir a Twiss en su improvisado asiento. Ahora parecía nítido el propósito de Silva. Había buscado a Chantale para que le revelase el paradero de Juana. Por alguna razón deseaba encontrarla. ¿Por qué la buscaba? La venganza por su fracaso en El Coliseo se le antojaba una causa excesiva, al fin y al cabo, ella había cumplido con su papel en la farsa que se habían traído. En cuanto al dinero pagado por sus servicios, se lo había quedado la francesa; vil dinero que, tras su detención, había pasado a poder de la Audiencia. Entonces, solo debía de existir otro motivo por el que se podía arriesgar un hombre a actuar así, incluso alguien como Silva. No era otro que el amor. Silva ansiaba a Juana para besarla con su boca descarnada, para olería con su nariz roída, para mal escuchar sus gracias con sus oídos desorejados.

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