El águila de plata (30 page)

Read El águila de plata Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
12.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

De repente, acudió a la mente de Tarquinius la imagen que había visto del suelo de un barracón lleno de sangre. Y de los destellos rojos en contraste con el paisaje nevado. Los escitas siempre montaban caballos alazanes. Su aflicción se intensificó.

—Dicen que Darius mandó a dos jinetes dar la noticia —prosiguió el soldado.

—Pues aquí no nos hemos enterado de nada —interrumpió Vahram.

—Todos han sido interceptados —dijo Ishkam sombríamente.

Nervioso, el centinela aguardó.

—Continúa —exigió Pacorus.

—El mismo grupo atacó a la patrulla, señor. La aniquilaron al amanecer del día siguiente, cuando intentaban emprender la retirada.

—Quedaron tres soldados de…

—Dos centurias, señor —respondió Vahram.

—¿Y Darius? ¿Está aquí?

El centinela negó con la cabeza.

—No, señor.

Pacorus frunció el ceño. Casi ciento sesenta hombres muertos y ahora Darius. Uno de sus mejores oficiales.

—¿Cuántos escitas? —preguntó.

Tuvo que repetir la pregunta.

—Dicen que varios miles, señor —dijo al final el centinela asustado.

Pacorus palideció de repente.

—¡Por Mitra! —murmuró, deseando estar plenamente recuperado.

—Estamos en pleno invierno —despotricó Vahram—. ¡Los puertos de montaña a Escitia están bloqueados por la nieve!

—¿Y dónde están? —preguntó Pacorus—. ¿Los supervivientes?

—El
optio
de guardia los ha enviado al
valetudinarium
, señor —repuso el centinela—. Sufren de hipotermia y congelación.

—¡Me importa un bledo! —gritó el comandante, poniéndose morado—. ¡Tráelos aquí enseguida!

El centinela y el guerrero parto desaparecieron rápidamente, agradecidos por no haber recibido castigo alguno.

—¡Esto no puede quedar así! —gruñó Pacorus mientras indicaba a Vahram e Ishkan que entraran en su cámara. Casi como si se lo hubiera pensado dos veces, miró a Tarquinius—. ¡Desatadlo! —ordenó a los hombres de Ishkan—. ¡Traedlo aquí dentro!

El arúspice apretó los dientes cuando lo llevaron al interior de forma poco cuidadosa y lo colocaron junto al fuego por segunda vez. Aunque tenía el cuerpo desgarrado y magullado, y la mente exhausta, estaba ansioso por oír todas las noticias de los legionarios que habían regresado. Pero le dolía incluso respirar, ya fuera superficial o profundamente. Empleando toda su capacidad de concentración, Tarquinius se las apañó para mantenerse despierto mientras los partos esperaban. Pacorus se sentó rápidamente en su cama; Ishkan y Vahram ocuparon los taburetes que había al lado. Sus murmullos bajos llenaban el ambiente. Habría que responder de alguna manera a la incursión escita. Y rápido. Aunque no hacía buen tiempo para luchar, los guerreros de las tribus no podían ir por ahí saqueando la zona sin control.

A Tarquinius sólo le preocupaba saber si sus amigos formaban o no parte de esa infausta patrulla. Todo lo demás, incluso su propia vida, parecía insignificante.

Tras lo que consideró una eternidad, oyó que llamaban con ímpetu a la puerta.

—¡Entrad! —gritó Pacorus.

Un trío de legionarios entró arrastrando los pies y con el rostro agrietado y los pies todavía amoratados de frío. No había duda de que les intimidaba hallarse en presencia del comandante de la Legión Olvidada. La mayoría de los soldados rasos nunca estaban cara a cara con Pacorus, si no era para recibir un castigo. Y, a menos que su historia resultara convincente, cabía la nada desdeñable posibilidad de que así fuera también en esta ocasión.

Los hombres, empujados por varios guerreros, se situaron de mala gana frente a los oficiales partos. No se fijaron en el hombre ensangrentado que yacía hecho un ovillo junto al fuego.

Tarquinius los reconoció de inmediato y se le cayó el alma a los pies. Novius, Optatus y Ammias eran de su propia centuria, lo cual significaba que Romulus y Brennus estaban muertos. Se echó hacia atrás mientras las lágrimas, que raras veces derramaba, se le agolpaban en los ojos. Tras años de protección, Tinia los había abandonado completamente a él y a sus seres queridos. Y Mitra, el dios en el que había empezado a confiar, había hecho lo mismo.

—¡Informadnos! —ordenó Pacorus.

Como es lógico, Novius fue quien habló. Relató la historia de la patrulla mostrando apenas emoción alguna. Al igual que muchos legionarios, hablaba poco parto, por lo que Ishkan traducía. Después de Darius, era el centurión jefe que más latín sabía. Aparte de alguna que otra interrupción por parte de Pacorus o Vahram, relató lo sucedido ante un público horrorizado que guardó silencio. La batalla final resultó especialmente emotiva para Tarquinius, que casi veía a sus amigos muriendo bajo el torrente de flechas escitas envenenadas.

Tras relatar la suerte que habían corrido las dos centurias, el pequeño legionario se quedó callado. Su vida y la de sus compañeros dependían de lo que ocurriera a continuación. La cobardía no se toleraba ni en el ejército romano ni en el parto. Los soldados que huían de la batalla tenían muchas posibilidades de ser ejecutados sin miramientos. Los motivos por los que habían sobrevivido tenían que resultar convincentes a su comandante.

Y a Tarquinius.

Pacorus sabía exactamente por qué Novius se sentía intranquilo.

—¿Cómo es —dijo, escogiendo las palabras con cuidado— que vosotros tres habéis escapado sin un rasguño?

Ishkan tradujo.

—Los dioses nos sonreían, señor —repuso Novius de inmediato—. No es que fuéramos los únicos que resultaron ilesos.

Al final, cuando el testudo se desmoronó, otros dos hombres salieron corriendo con nosotros, pero fueron alcanzados por flechas.

Optatus y Ammias hicieron una mueca al unísono.

—Y los dos se quedaron para hacer una última tentativa, señor —dijo Novius inclinando la cabeza—. Nos salvaron la vida.

Tarquinius miró fijamente a la cara del pequeño legionario, para ver si encontraba indicios de mentira. Hasta el momento, la historia parecía verídica. Pero había advertido que Novius no dejaba de mirar hacia arriba y a la izquierda. Además, rezumaba malicia como la hiel de una vesícula biliar cortada. El arúspice herido no sabía por qué, pero no le gustaba Novius. Ni confiaba en él.

—Entiendo. —Pacorus guardó silencio durante unos instantes—. ¿Y no ha habido más supervivientes?

Novius miró incómodo a sus compañeros.

Vahram advirtió la mirada como un gato a un ratón.

—¡Sí que los hubo!

Ammias hizo una señal casi imperceptible a Novius, igual que Optatus.

El arúspice frunció el ceño al ver esa jugada, que parecía ensayada. Tal vez por el hecho de no hablar latín con fluidez, los partos no parecieron darse cuenta. ¿Acaso el trío había huido de la patrulla antes del encontronazo final y observado desde una posición ventajosa y oculta como masacraban a sus compañeros? Tarquinius esperó.

—Era obvio que estábamos acabados, señor —reconoció el pequeño legionario—. Algunos hombres echaron a correr. Son cosas que pasan.

—Pero vosotros no —dijo Pacorus.

Novius estaba consternado.

—¡Por supuesto que no, señor!

Pacorus, satisfecho en parte, miró a Ishkan y al
primus pilus
. Hicieron un grupo aparte durante unos instantes para decidir si se creían la versión de Novius.

Parecía que sí, pensó Tarquinius con amargura. Él no.

—Necesito los nombres y rango de los hombres que huyeron —dijo Pacorus al final.

Silencio.

—A no ser que queráis una cruz cada uno.

La amenaza del comandante quedó suspendida en el aire.

—¡Perdonadnos, señor! —Novius se postró a sus pies, realmente asustado—. Somos soldados leales.

—¡Nombres! —dijo Pacorus—. ¡Ahora mismo!

Novius tragó saliva.

—Sólo vi bien a un par de ellos, señor —repuso—. Los dos eran legionarios rasos, pero no romanos.

El comandante lo miraba con furia. Para él, la nacionalidad de los hombres que estaban a su mando resultaba irrelevante.

—Romulus, señor —dijo Novius rápidamente—. Y un enorme bruto galo que responde al nombre de Brennus.

Tarquinius se mordió la lengua para no decir lo que se le pasó por la cabeza. Podía haber dado a Novius el beneficio de la duda sobre cualquier otro hombre de la centuria. Ahora, sin embargo, estaba claro que mentía. «¡Mis amigos nunca huirían!»

Pacorus tragó saliva enfurecido. ¿Cómo iba a olvidar al joven soldado que se había negado a entregarle el escudo? Era lo último que recordaba antes de ser víctima de las flechas escitas.

—¡Pedazo de escoria cobarde! —gruñó.

—Yo también conozco a esos hombres, señor —susurró Vahram. Desvió la mirada hacia Tarquinius, quien enseguida fingió estar inconsciente—. Son unos cabrones traicioneros. Amigos suyos. —Señaló al arúspice con el pulgar.

Novius dominaba lo bastante el parto como para girar la cabeza y fijarse en la figura que yacía junto al fuego. Sonrió maliciosamente al reconocerlo. Era su propio centurión no romano, al que habían dejado atrás mientras iban de patrulla. El aspecto apaleado de Tarquinius hablaba por sí solo.

—¡Cierto, señor! —dijo con saña—. Y el centurión siempre los trataba con favoritismo.

—¿Huyeron? —preguntó Pacorus.

—No estoy seguro, señor —respondió el pequeño legionario—. Sucedió en plena batalla, ya os lo podéis imaginar.

Optatus y Ammias menearon la cabeza para mostrar su acuerdo.

El comandante enseñó los dientes deformes y amarillentos.

—Esperemos que los escitas encuentren a esos perros sarnosos. O que los dioses nos los entreguen una vez más.

Novius meneó la cabeza de manera obsequiosa, disimulando el brillo del triunfo en su mirada.

La intuición del arúspice le decía otra cosa. Esos tres soldados andrajosos eran los que habían huido de la masacre. Luego, al final, habían visto que Romulus y Brennus salían con vida de la batalla. No sabía si alegrarse o llorar. Era posible que sus amigos estuvieran vivos, pero estaban solos en un páramo helado y sin provisiones. Aunque lograran escapar de los escitas, si llegaban al fuerte les aguardaba una muerte segura.

Y él no podía hacer nada al respecto.

Una profunda sensación de impotencia embargó a Tarquinius y, debilitado por las heridas y el frío, perdió el conocimiento.

Capítulo 13 Traición

Margiana, invierno de 53-52 a. C.

De lo primero que Romulus tuvo conciencia fue de lo mucho que le dolía la cabeza. Lo embargaban grandes oleadas de dolor, que le absorbían prácticamente toda la energía; tras una breve fase de latencia, una punzada. Al cabo de una eternidad, se sintió con fuerzas para moverse. Romulus sentía los dedos de las manos y de los pies si los meneaba ligeramente. No los tenía calientes, pero por lo menos le respondían. Consciente de que estaba tendido en un suelo de piedra áspero, el joven soldado abrió los ojos con mucho tiento.

Tenía un techo bajo casi al alcance de la mano. Era una cueva. Al girar la cabeza, lo primero que vio Romulus fue la espalda musculosa de Brennus, encorvada sobre un pequeño fuego. Sintió un gran alivio. Seguían siendo libres. Al final Mitra les había salvado la vida.

—¿Dónde estamos? —masculló Romulus, con la garganta seca.

El galo giró sobre sus talones y desplegó una amplia sonrisa en el rostro ensangrentado.

—¡Demos gracias a Belenus! —exclamó—. No las tenía todas conmigo. Pensaba que te habían partido el cráneo.

Romulus se llevó una mano a la nuca y se la palpó con suavidad.

—Creo que no —repuso. Hizo una mueca de dolor cuando se tocó con los dedos un chichón del tamaño de un puño justo por encima del nacimiento del pelo—. Aunque me duele horrores.

—Menos mal que esto se llevó lo peor del golpe —dijo Brennus alzando un maltrecho pedazo de bronce que Romulus identificó vagamente como su casco—. Me ha costado quitártelo.

—¿Qué ocurrió?

—Fue Primitivus —reveló Brennus. Su aliento resultaba visible en el aire helado—. Se acercó sigilosamente y te golpeó por detrás. Le di muerte enseguida, pero tú ya habías caído.

Los veteranos no se detenían ante nada. Romulus negó con la cabeza, confundido, y sufrió otra oleada de dolor.

—¿Tú estás herido?

—No —contestó el galo—. Es la sangre de Primitivus.

Romulus sintió un gran alivio.

—¿Y cómo diablos escapamos? —quiso saber.

—Cuando Primitivus quedó fuera de combate —dijo Brennus—, Novius y sus compinches intentaron escapar. También otros dos o tres hombres. Distrajeron a muchos escitas. El resto estaba muy ocupado atacando a los pocos de nuestro grupo que no estaban ni heridos ni muertos. No sé por qué, pero estaba convencido de que no me había llegado la hora. Tampoco estaba seguro de si tú estabas muerto, por lo que me caí y me eché a Primitivus encima. La caballería enemiga cabalgó hacia delante y nos dejó en terreno abierto. La batalla se prolongó durante un tiempo en el que nadie miraba atrás. Fue cuestión de trasladarte hacia la colina más cercana y alejarnos de su vista. Tras darme un respiro, ascendí por terreno escarpado. Encontré esta cueva a menos de un kilómetro.

El joven soldado no podía sino maravillarse ante la fortaleza de su amigo. La distancia que Brennus había recorrido con tanta tranquilidad habría dejado lisiado a cualquier otro hombre.

—¿Y los demás?

Al galo se le ensombreció el semblante.

—Muertos —respondió compungido—. Eché la vista atrás una vez y quizá quedaran unos quince hombres en pie. Pero los escitas se arremolinaban a su alrededor como ratas. No tenían ninguna posibilidad.

Romulus cerró los ojos. Aunque los legionarios los hubieran marginado recientemente, se sentía realmente afligido. Habían servido en la misma centuria más de seis meses y en el mismo ejército durante más de dos años.

—No fue en vano —farfulló Brennus—. Nos permitieron ganar el tiempo suficiente para huir.

—Eso hace que resulte aún más duro.

—Nuestra carga es más pesada por ello —convino Brennus, recordando el sacrificio de su tío.

—Y piensa en lo que los escitas harán con los cadáveres.

—Más vale no pensarlo. Nuestra escapatoria significa que los dioses no nos han olvidado por completo. Vivimos para seguir luchando.

—Cierto —reconoció Romulus—. ¿Qué me dices de Novius y los demás? ¿Salieron con vida?

A Brennus se le volvió a ensombrecer el semblante.

Other books

Within These Walls by Ania Ahlborn
The Love Beach by Leslie Thomas
Catch a Rising Star by Tracey Bateman
Dreams in a Time of War by Ngugi wa'Thiong'o
Second Time's the Charm by Melissa J. Morgan
Whitefeather's Woman by Deborah Hale
3 Weeks 'Til Forever by Yuwanda Black
Obscura Burning by van Rooyen, Suzanne