El abanico de seda (32 page)

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Authors: Lisa See

Tags: #Drama

BOOK: El abanico de seda
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—Nos separamos de ella la primera noche —explicó su amiga—. Si la encuentras, dile que venga con nosotros. Podemos dar cobijo a una familia más.

Otra mujer, que parecía la cabecilla del grupo, me advirtió que sólo tenían sitio para gente de Getan, por si se me había ocurrido alguna idea.

—Lo comprendo —dije—. De todas formas, si la veis, ¿podríais decirle que la estoy buscando? Soy su hermana.

—¿Su hermana? Entonces, ¿eres la señora Lu?

—Sí —respondí con cierto recelo. Si creían que tenía algo para darles, se equivocaban.

—Vinieron unos hombres buscándote.

Al oír esas palabras me dio un vuelco el corazón.

—¿Quiénes eran? ¿Mis hermanos?

Las mujeres se miraron y luego me observaron con desconfianza. La cabecilla volvió a tomar la palabra.

—No quisieron decir quiénes eran. Ya sabes lo que pasa aquí arriba. Entre ellos había uno que era el jefe. Creo recordar que era corpulento. Llevaba ropa y zapatos de calidad. Un mechón de cabello le tapaba la frente, así.

¡Mi esposo! ¡Tenía que ser mi esposo!

—¿Qué dijo? ¿Dónde está? ¿Cómo...?

—No tenemos ni idea, pero, si de verdad eres la señora Lu, debes saber que hay un hombre que te busca. No te preocupes. —La mujer me dio unas palmaditas en la mano—. Dijo que regresaría.

Seguí buscando, pero no volví a oír ninguna historia parecida. Acabé pensando que aquellas mujeres se habían burlado de mí. Cuando regresé al lugar donde las había encontrado, había otra familia acurrucada bajo el saliente de roca. Tras ese descubrimiento regresé a mi campamento con una profunda desesperación. Nadie que me viera creería que era la señora Lu. Mi seda azul lavanda con los crisantemos primorosamente bordados estaba sucia y desgarrada, y mis zapatos estaban manchados de sangre y desgastados de tanto andar. Además, no quería ni imaginar cómo debían de estar estropeándome la cara el sol, el viento y el frío. Ahora que tengo ochenta años, al recordar aquellos días puedo afirmar con certeza que era una joven frívola y estúpida por pensar en esas cosas, cuando las verdaderas amenazas eran la escasez de alimentos y el frío implacable.

El esposo de Flor de Nieve se convirtió en el héroe de nuestro pequeño grupo de refugiados. Como desempeñaba un oficio impuro, hizo muchas cosas que eran necesarias sin quejarse ni esperar la menor muestra de agradecimiento. Había nacido bajo el signo del gallo; era apuesto, crítico, enérgico y cruel si hacía falta. Estaba en su naturaleza recurrir a la tierra para sobrevivir; sabía cazar, limpiar un animal, cocinar en la hoguera y secar las pieles para que nos abrigáramos con ellas. Cargaba leña y grandes cantidades de agua. Nunca se cansaba. Allí arriba no era una persona impura, sino un guardián y un protector. Flor de Nieve estaba orgullosa de él por su carisma, y yo estaba y le estaré eternamente agradecida porque su actitud me salvó la vida.

Aiya!
Pero su madre, la rata... Siempre estaba merodeando y escabulléndose. En aquellas circunstancias tan desesperadas, seguía criticándolo todo y quejándose incluso de las cosas más nimias. Siempre se sentaba lo más cerca que podía del fuego. Nunca se desprendía de la colcha que había cogido la primera noche y, si tenía ocasión, se hacía con alguna otra hasta que le pedíamos que la devolviera. Escondía comida en las mangas de su túnica y, cuando creía que no la veíamos, la sacaba y se metía enormes pedazos de carne quemada en la boca. Dicen que las ratas son avaras, y nosotros tuvimos oportunidad de comprobarlo. No paraba de enredar y manipular a su hijo, pese a que no tenía ningún motivo para hacerlo. Él siempre se comportaba como un buen hijo y la obedecía en todo. Cuando la anciana se quejaba de que necesitaba más comida que su nuera, él se aseguraba de que comiera primero. Como yo también había sido una buena hija, no podía reprocharle esa actitud, de modo que Flor de Nieve y yo empezamos a compartir mis raciones. Un día, cuando se acabó el arroz del saco, la anciana dijo que no había que dar al hijo mayor la comida que el carnicero había cazado o rapiñado.

—Es demasiado valiosa para dársela a alguien tan débil —argumentó—. Cuando se muera, todos nos sentiremos aliviados.

Miré al niño, que entonces tenía once años, igual que mi hijo mayor. El crío miró a su abuela con sus hundidos ojos y no osó defenderse. Yo estaba segura de que Flor de Nieve intercedería por él, pues al fin y al cabo era su primogénito. Sin embargo, mi alma gemela no lo amaba como debería haberlo amado. La abuela estaba condenando al niño a una muerte segura, pero la mirada de Flor de Nieve no se posó en él, sino en su segundo hijo. Pese a que éste era inteligente y fuerte, yo no podía permitir que le pasara aquello a un primogénito, porque iba contra todas las tradiciones. ¿Qué contestaría a mis antepasados cuando me preguntaran por qué había dejado morir a aquel niño? ¿Cómo recibiría al pobre muchacho cuando lo viera en el más allá? Como primogénito, merecía comer más que cualquiera de nosotros, incluido el carnicero. Así pues, empecé a compartir mi ración con Flor de Nieve y su hijo. Cuando el carnicero nos descubrió, abofeteó al niño y luego a su esposa.

—Esa comida es para la señora Lu.

Antes de que ellos pudieran hablar, la rata saltó:

—Hijo, ¿por qué das de comer a esa mujer? Es una extraña para nosotros. Tenemos que pensar en los de nuestra sangre: en ti, en tu segundo hijo y en mí.

No mencionó, por descontado, al primogénito ni a Luna de Primavera, que habían sobrevivido hasta ese momento alimentándose de sobras y estaban cada vez más débiles.

En esta ocasión el carnicero no cedió a la presión de su madre.

—La señora Lu es nuestra invitada. Si la devuelvo con vida, quizá reciba una recompensa.

—¿Dinero? —preguntó su madre, incapaz de disimular su codicia.

—El señor Lu puede procurarnos cosas mucho más importantes que el dinero.

La anciana entornó los ojos mientras cavilaba sobre esas palabras. Me apresuré a intervenir en la conversación antes de que ella hablara.

—Si lo que esperas es una recompensa, necesito una ración más generosa. Si no —añadí torciendo el gesto como había visto hacer a las concubinas de mi suegro—, diré que tu familia no me mostró hospitalidad, sino sólo avaricia, desconsideración y vulgaridad.

¡Qué riesgo corrí aquel día! El carnicero habría podido echarme del grupo en ese mismo instante. Sin embargo, pese a las incesantes protestas de su madre, recibí la mayor ración de comida, que compartí con Flor de Nieve, su hijo mayor y Luna de Primavera. Qué hambre pasábamos. Quedamos reducidos a poco más que la piel y los huesos; estábamos el día entero tumbados, inmóviles, con los ojos cerrados, respirando superficialmente, intentando conservar la poca energía que nos quedaba. Las enfermedades que en nuestro pueblo considerábamos benignas seguían haciendo estragos en el campamento. Todo escaseaba —los alimentos, las fuerzas, las tazas de té caliente y las hierbas vigorizantes—, de modo que nadie tenía ánimos para combatir esos males menores. Seguía muriendo gente y los demás no teníamos fuerzas para apartar los cadáveres.

El hijo mayor de Flor de Nieve buscaba mi compañía siempre que podía. Nadie lo quería, pero no era tan estúpido como creía su familia. Recordé el día que Flor de Nieve y yo habíamos ido a rezar al templo de Gupo y cómo habíamos expresado el deseo de transmitir a nuestros hijos el gusto por la elegancia y el refinamiento. Me percaté de que esas virtudes latían dormidas en el interior del muchacho, aunque no había recibido educación. Yo no podía enseñarle la escritura de los hombres, pero sí inculcarle lo que tío Lu había enseñado a mi hijo, porque muchas veces había escuchado sus lecciones a hurtadillas. «Las cinco cosas que más respetan los chinos son el cielo, la tierra, el emperador, los padres y los maestros...» Cuando le hube dado todas las lecciones que recordaba, le conté un cuento didáctico, transmitido por las mujeres de nuestro condado, acerca de un segundo hijo que se convierte en mandarín y regresa a su casa paterna, pero lo cambié un poco para que se adaptara a las circunstancias del niño.

—Un primogénito corre junto al río —empecé—. Está verde como el bambú. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, su padre, su hermano pequeño y su hermana pequeña. El hermano menor seguirá el negocio de su padre. La hermana pequeña se casará y se marchará de su casa. La madre y el padre nunca se fijan en su hijo mayor. Cuando se fijan en él, le aporrean la cabeza hasta que se le hincha como un melón.

El niño, acurrucado a mi lado junto al fuego, me miraba con fijeza. Proseguí:

—Un día, el niño va al sitio donde su padre guarda el dinero. Coge unas monedas y se las esconde en el bolsillo. A continuación va a donde su madre guarda la comida. Llena un saco con todo lo que puede transportar. Luego, sin despedirse de nadie, sale de su casa y atraviesa los campos. Cruza el río a nado y sigue caminando. —Pensé en un lugar lejano—. Va caminando hasta Guilin. ¿Crees que éste viaje a las montañas ha sido duro? ¿Crees que vivir a la intemperie en invierno es duro? Pues esto no es nada. El niño no tenía amigos ni protectores, ni más ropa que la que llevaba puesta. Cuando se le acabaron la comida y el dinero, tuvo que mendigar para sobrevivir.

El crío se ruborizó, no por el calor de la hoguera, sino de vergüenza. Debía de haber oído que sus abuelos maternos habían acabado convertidos en pordioseros.

—Hay quien dice que eso es vergonzoso —continué—, pero, si es la única forma de sobrevivir, entonces requiere un gran valor.

Al otro lado de la hoguera, la madre del carnicero masculló:

—La historia no es así.

No le hice caso. Sabía cómo era la historia, pero quería ofrecer al niño algo a lo que aferrarse.

—El crío deambulaba por las calles de Guilin tras los hombres vestidos de mandarines. Los escuchaba e imitaba su forma de hablar. Se sentaba junto a las casas de té e intentaba hablar con los hombres que entraban en ellas. Cuando empezó a hablar con refinamiento, uno se fijó en él. —Al llegar a este punto hice un paréntesis para decir—: Muchacho, en el mundo hay gente amable. Quizá no lo creas, pero yo he conocido a personas de buen corazón. Debes buscar siempre a alguien que pueda ser tu benefactor.

—¿Como tú? —preguntó él.

Su abuela soltó un bufido, y yo volví a hacer caso omiso de ella.

—Aquel hombre tomó al muchacho como criado —proseguí—. Mientras el niño hacía sus tareas, el benefactor le enseñaba todo cuanto sabía. Cuando ya no pudo enseñarle nada más, contrató a un maestro. Pasados muchos años, el niño, que ya se había convertido en adulto, hizo el examen imperial y consiguió el título de mandarín. El nivel más bajo —añadí, creyendo que semejante logro estaba al alcance incluso del hijo de Flor de Nieve.

»El mandarín regresó a su pueblo natal. El perro de su casa paterna lo reconoció y ladró tres veces. Sus padres salieron a la calle, pero no reconocieron a su hijo. Salió también el hermano segundo, que tampoco lo reconoció. ¿Y la hermana? Ella se había casado y vivía en el hogar de su esposo. Cuando el hijo mayor se identificó, sus parientes hicieron una reverencia ante él, y poco después empezaron a pedirle favores. «Necesitamos un pozo nuevo. ¿Puedes contratar a alguien para que lo excave?», dijo su padre. «No tengo seda. ¿Puedes comprarme un poco?», dijo su madre. «Llevo años ocupándome de nuestros padres. ¿Puedes pagarme por el tiempo que he empleado?», dijo el hermano menor. El mandarín recordó lo mal que lo habían tratado todos. Volvió a subir a su palanquín y regresó a Guilin, donde se casó, tuvo muchos hijos y fue feliz el resto de su vida.


Waaa!
¿Para qué le cuentas esas historias a este desgraciado? ¿Para desgraciarlo aún más? —La anciana escupió en el fuego y me fulminó con la mirada—. Le haces abrigar falsas esperanzas. ¿Por qué lo haces?

Yo conocía la respuesta, pero no pensaba dársela a aquella anciana rata. Ya sé que no estábamos en circunstancias normales, pero, como me hallaba lejos de mi familia, necesitaba ocuparme de alguien. Me gustaba pensar que mi esposo podía convertirse en el benefactor del muchacho. ¿Por qué no? Si Flor de Nieve me había ayudado cuando éramos niñas, ¿por qué no podía mi familia influir en el futuro de aquel muchacho?

Pronto empezaron a escasear los animales que vivían en los alrededores, ahuyentados por la presencia de tantos refugiados y tantos cadáveres, pues aquel crudo invierno hubo muchos muertos. Los hombres —todos eran campesinos— estaban cada vez más débiles. Sólo habían llevado consigo lo que habían podido transportar; cuando se agotaban las provisiones, ellos y sus familias morían de hambre. Muchos esposos pedían a sus esposas que bajaran de la montaña y fueran a buscar víveres. En nuestro condado, como sabéis, no se puede atacar a las mujeres en tiempo de guerra, y por eso solían enviarlas a buscar comida, agua u otros suministros durante las épocas de conflictos. Atacar a una mujer durante las hostilidades podía producir una escalada de violencia, pero ni los taiping ni los soldados del gran ejército de Hunan eran de la región, de modo que ignoraban las costumbres del pueblo yao. Además, ¿cómo íbamos a bajar de las montañas en pleno invierno y volver con provisiones, si estábamos débiles a causa del hambre y apenas podíamos caminar con nuestros pies vendados?

Así pues, los hombres formaron una cuadrilla y se pusieron en marcha. Bajaron con mucho cuidado por la montaña, con la esperanza de encontrar provisiones en los pueblos que habíamos abandonado. Sólo volvieron unos pocos; nos contaron que habían visto a sus amigos decapitados y las cabezas clavadas en picas. Muchas nuevas viudas, incapaces de soportar la noticia, se suicidaron; se arrojaban por el precipicio por el que tanto les había costado trepar, se tragaban brasas ardiendo de las hogueras que encendíamos por la noche, se cortaban el cuello o se dejaban morir lentamente de hambre. Las que no elegían ese camino se deshonraban aún más buscando una nueva vida con otros hombres alrededor de otras hogueras. Al parecer, en las montañas algunas mujeres olvidaban las normas que rigen la viudedad. Aunque seamos pobres, aunque seamos jóvenes, aunque tengamos hijos, es preferible morir y seguir siendo fieles a nuestros esposos que deshonrar su memoria, porque así preservamos nuestra virtud.

Como no tenía a mis hijos cerca, observaba atentamente a los de Flor de Nieve y descubría en ellos algunos rasgos de personalidad que habían heredado de su madre; añoraba muchísimo a los míos y no podía evitar compararlos con los de mi
laotong.
Mi hijo mayor ya había ocupado el lugar que le correspondía en la familia y le esperaba un futuro espléndido. El hijo mayor de Flor de Nieve tenía dentro de su familia una posición aún inferior a la de su madre. Nadie lo quería y parecía ir a la deriva. Sin embargo, a mis ojos era el que más se parecía a mi
laotong.
Era amable y delicado, y quizá por eso ella se apartaba de él con tanta crueldad.

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