Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (43 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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El procedimiento de apelación duró una semana; después, el tribunal deliberó durante dos meses. El día 29 de mayo de 1962, se leyó la sentencia, que fue algo menos voluminosa que la anterior, ya que constaba de cincuenta y una páginas, tamaño folio, escritas a un solo espacio. Confirmaba tajantemente la sentencia recurrida, en todos sus extremos, y para tal confirmación parece que los magistrados no hubieran debido necesitar dos meses y cincuenta y una páginas. La sentencia del tribunal de apelación era, en realidad, una revisión del juicio celebrado por el tribunal inferior, aun cuando no se manifestaba con tales palabras. En evidente contraste con la sentencia recurrida, se estimaba que el recurrente no había recibido «órdenes superiores» en manera alguna. El recurrente no tenía superior, y él era quien daba todas las órdenes en cuanto concernía a los asuntos judíos. Además, había «eclipsado en importancia a todos sus superiores, incluso a Müller». En contestación al obvio argumento de la defensa, según el cual la situación de los judíos no hubiera sido mejor en el caso de que Eichmann no hubiera existido, los magistrados afirmaron ahora que «la idea de la Solución Final jamás hubiera revestido las infernales formas de la piel desgarrada y la carne torturada de los judíos, si no hubiera existido el fanático celo y la insaciable sed de sangre del recurrente y sus cómplices». El Tribunal Supremo de Israel no solo aceptó los argumentos de la acusación, sino que incluso adoptó sus expresiones.

El mismo día 29 de mayo, Itzhak Ben-Zvi, presidente de Israel, recibió la petición de clemencia de Eichmann, que constaba de cuatro páginas manuscritas, formulada «siguiendo instrucciones de mi abogado», junto con cartas de la esposa del condenado y de sus familiares residentes en Linz. El presidente de Israel también recibió centenares de cartas y telegramas procedentes de todos los rincones del mundo, en solicitud de clemencia. Entre los más destacados remitentes se contaba la Conferencia Central de Rabís de América, los representantes del Judaísmo Reformado de dicho país, y un grupo de profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, encabezados por Martin Buber, quien desde un principio se había opuesto a la celebración del juicio, y ahora intentaba persuadir a Ben Gurión de que interviniera para solicitar asimismo clemencia. Ben-Zvi denegó todas las peticiones de clemencia, el día 31 de mayo, es decir, dos días después de que el Tribunal Supremo dictara sentencia. Pocas horas después, el mismo día ―jueves―, cuando faltaba poco para la medianoche, Eichmann fue ahorcado, su cuerpo incinerado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo, fuera de las aguas jurisdiccionales israelitas.

La celeridad con que se ejecutó la pena de muerte fue extraordinaria, incluso si se tiene en cuenta que el jueves por la noche era la única ocasión en que podía ejecutarse ―en el curso de aquella semana―, ya que el viernes, el sábado y el domingo eran fiestas religiosas para una u otra de las tres confesiones existentes en Israel. La ejecución se realizó poco menos de dos horas después de que Eichmann fuese informado de que su petición de clemencia había sido denegada; el condenado ni siquiera tuvo tiempo de ingerir una última comida. La explicación de tal celeridad quizá se en-cuentre en dos intentos de última hora que el doctor Servatius hizo en orden a salvar la vida de su cliente. Se trataba de una solicitud dirigida a un tribunal alemán, a fin de que obligara al gobierno a solicitar la extradición de Eichmann, y de una amenaza de invocar el artículo 25 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales. Tanto el doctor Servatius como su ayudante no se hallaban en Israel cuando la petición de clemencia fue denegada, y el gobierno israelita probablemente quería terminar el caso, que había durado dos años, antes de que la defensa pudiera siquiera solicitar un aplazamiento de la ejecución.

La sentencia de muerte no fue inesperada, y casi nadie estaba en desacuerdo con ella; pero la situación cambió cuando se supo que los israelitas la habían ejecutado. Las protestas duraron poco, pero procedían de orígenes muy diversos y fueron formuladas por personas de prestigio e influencia. El argumento más comúnmente empleado fue que los hechos de Eichmann difícilmente podían ser objeto de castigo humano, y que carecía de sentido imponer la pena de muerte por delitos de tal magnitud, lo cual era desde luego verdad, en cierto sentido, salvo en cuanto no podía implicar que aquel que había asesinado a millones de seres humanos debiera escapar al castigo precisamente por esto. En esferas de importancia considerablemente inferior, se dijo que la pena de muerte demostraba «falta de imaginación», y se propusieron alternativas muy imaginativas. Así vemos que se propuso que Eichmann «pasara el resto de sus días dedicado a trabajos forzados en las áridas extensiones del Néguev, contribuyendo con su sudor a dar vida a las tierras de la patria de los judíos», castigo este al que Eichmann posiblemente no hubiera podido sobrevivir más de un día, sin olvidar que Israel no considera que el desierto del sur pueda convertirse en una colonia penitenciaria. En un estilo muy a lo Madison Avenue, se dijo que Israel se hubiera elevado a «cimas divinas», superiores a «comprensibles consideraciones humanas, políticas y jurídicas», si hubiera reunido «a todos los que habían intervenido en la captura, juicio y sentencia de Eichmann, para que en el curso de una ceremonia pública ante las cámaras de la televisión y los micrófonos de las emisoras de radio, Eichmann, encadenado, les condecorase por ser los más destacados héroes del presente siglo».

Martin Buber calificó la ejecución de «error de dimensiones históricas», ya que «serviría para que muchos jóvenes alemanes expíen sus sentimientos de culpabilidad». Argumento este que, rara circunstancia, constituía un eco de las ideas que el propio Eichmann tenía sobre el asunto, aunque Buber probablemente ignoraba que Eichmann había querido ahorcarse públicamente, a fin de quitar la carga de culpabilidad que pesaba sobre los hombros de los jóvenes alemanes. (Es raro que Buber, hombre eminente y de gran inteligencia, no viera cuán falsos eran, forzosamente, estos tan pregonados sentimientos de culpabilidad. Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que no ha hecho nada malo. Sí, es muy noble... Sin embargo, es muy duro, y ciertamente deprimente, reconocer la propia culpa y arrepentirse. La juventud alemana vive rodeada, por todas partes, de hombres investidos de autoridad y en el desempeño de cargos públicos que son, en verdad, muy culpables, pero que no sienten que lo sean. La reacción normal ante dicha situación debiera ser la de la indignación, pero la indignación comporta riesgos, no riesgos de perder la vida o de quedar mutilado, pero sí de crearse obstáculos en el desarrollo de una carrera cualquiera. Esos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando ―en ocasiones tales como la publicación del
Diario de Ana Frank
o el proceso de Eichmann― nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres. En realidad, parece que no pretendan más que huir de las presiones de los problemas absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en un sentimentalismo barato.) El profesor Buber prosiguió diciendo que «en modo alguno sentía piedad hacia Eichmann», ya que únicamente podía sentir piedad hacia «aquellos cuyos actos comprendo, en el fondo de mi corazón», y subrayó que había dicho, muchos años atrás, en Alemania, que él «tan solo desde un punto de vista formal tenía sentimiento de comunidad humana con quienes tomaron parte en las actividades del
Tercer Reich
». Esta altanera actitud constituía un lujo que los encargados de juzgar a Eichmann no podían permitirse, puesto que la ley presupone precisamente que existe una comunidad en lo humano con aquellos a quienes acusamos, juzgamos y condenamos. Que yo sepa, Buber fue el único filósofo que manifestó públicamente sus opiniones sobre la cuestión de la ejecución de Eichmann (poco antes de que se iniciara el procedimiento judicial para juzgar a Eichmann, Karl Jaspers concedió una entrevista a la radio de Basilea que más tarde fue publicada en
Der Monat
, en la cual dio argumentos en apoyo la pretensión de que Eichmann fuera juzgado por un tribunal internacional). Fue lamentable comprobar cómo Buber intentaba soslayar, siempre en el más alto nivel posible, el problema esencial planteado por Eichmann y los actos por él ejecutados.

Menos aún se oyeron las voces de aquellos que son adversarios de la pena de muerte, por principio, de un modo incondicional. Sus argumentos no hubieran perdido validez, ya que no hubieran tenido que modificarlos a fin de adaptarlos al caso particular de Eichmann. Sin embargo, parece que consideraron ―probablemente con razón― que el caso de Eichmann no era el más adecuado para proseguir la lucha contra la pena de muerte.

Adolf Eichmann se dirigió al patíbulo con gran dignidad. Antes, había solicitado una botella de vino tinto, de la que se bebió la mitad. Rechazó los auxilios que le ofreció un ministro protestante, el reverendo William Hull, quien le propuso leer la Biblia, los dos juntos. A Eichmann le quedaban únicamente dos horas de vida, por lo que no podía «perder el tiempo». Calmo y erguido, con las manos atadas a la espalda, anduvo los cincuenta metros que mediaban entre su celda y la cámara de ejecución. Cuando los celadores le ataron las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas, Eichmann les pidió que aflojaran la presión de las ataduras, a fin de poder mantener el cuerpo erguido. Cuando le ofrecieron la negra caperuza, la rechazó diciendo: «Yo no necesito eso». En aquellos instantes, Eichmann era totalmente dueño de sí mismo, más que eso, estaba perfectamente centrado en su verdadera personalidad. Nada puede demostrar de modo más convincente esta última afirmación cual la grotesca estupidez de sus últimas palabras. Comenzó sentando con énfasis que él era un
Gottgläubiger
, término usual entre los nazis indicativo de que no era cristiano y de que no creía en la vida sobrenatural tras la muerte. Luego, prosiguió: «Dentro de muy poco, caballeros,
volveremos a encontrarnos
. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria!
Nunca las olvidaré
». Incluso ante la muerte, Eichmann encontró el cliché propio de la oratoria fúnebre. En el patíbulo, su memoria le jugó una última mala pasada; Eichmann se sintió «estimulado», y olvidó que se trataba de su propio entierro.

Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible
banalidad del mal
, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.

EPÍLOGO

Las irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tantas, tan diversas y de tal complejidad jurídica, que oscurecieron durante el procedimiento, al igual que han hecho en los textos, sorprendentemente escasos, publicados tras el juicio, los centrales problemas morales, políticos e incluso legales, que el proceso inevitablemente tenía que plantear. El propio Estado de Israel, a través de las declaraciones formuladas antes del juicio por el primer ministro Ben Gurión, y también mediante el modo en que el fiscal formuló la acusación, creó una mayor confusión al formar una larga lista de las finalidades que el proceso debía alcanzar, todas las cuales se hallaban más allá de las finalidades propias de la aplicación de la ley mediante el procedimiento legal. La finalidad de todo proceso es hacer justicia, y nada más. Incluso los más nobles propósitos ulteriores ―«registrar un testimonio del régimen de Hitler que pueda resistir el análisis histórico en el futuro», que Robert G. Storey, asesor procesal en Nuremberg, dijo que era la supuesta finalidad superior de los juicios de Nuremberg―únicamente pueden servir para obstaculizar la finalidad jurídica principal, a saber, sopesar las acusaciones dirigidas contra el procesado, juzgar y aplicar el castigo conmensurado.

La sentencia dictada en el caso de Eichmann, cuyas dos primeras secciones fueron redactadas para dar respuesta a la teoría de la finalidad superior, tal como se expuso dentro y fuera de la sala de justicia, no pudo ser más clara y más ajustada a la realidad: era preciso resistir todo intento de ampliar el alcance del juicio, ya que el tribunal no podía «permitir ser arrastrado a terrenos que caen fuera de la esfera que le es propia... El procedimiento judicial está dotado de medios específicamente suyos, establecidos por la ley, e invariables sea cual fuere el objeto del juicio». Además, el tribunal no podía rebasar estos límites sin exponerse a «un fracaso total». El tribunal no solo no tenía a su disposición «los instrumentos precisos para investigar las cuestiones de orden general», sino que se pronuncia basándose en una autoridad cuya fuerza está en función de sus limitaciones. «Nadie nos ha nombrado jueces» en materias que se encuentran fuera de la esfera del derecho, y «a nuestra opinión en tales materias no se le puede conceder más autoridad que a la de cualquier persona que haya dedicado su pensamiento y sus tareas de investigación» a ellas. De ahí que la pregunta más comúnmente formulada acerca del proceso de Eichmann ―¿para qué sirvió?― tan solo tiene una respuesta: para hacer justicia.

Las objeciones formuladas contra el proceso de Eichmann eran de tres distintas clases. En primer lugar, estaban aquellas que fueron formuladas con respecto a los procesos de Nuremberg, y que fueron repetidas con referencia al de Eichmann. Eichmann era juzgado según una ley de carácter retroactivo, y sus juzgadores eran los vencedores. En segundo lugar, estaban las objeciones que únicamente cabía aplicar al tribunal de Jerusalén, por cuanto ponían en tela de juicio su competencia, así como el que no tomara en cuenta el hecho del rapto de Eichmann. Finalmente, y estas eran las más importantes, estaban las objeciones contra la acusación en sí misma, según las cuales Eichmann había cometido crímenes «contra la humanidad», antes que «crímenes contra los judíos», por lo que dichas objeciones quedaban a fin de cuentas dirigidas contra la ley que se aplicó a Eichmann. Como es natural, de esta argumentación resulta que el único tribunal competente para juzgar estos delitos era un tribunal internacional.

La réplica del tribunal al primer grupo de objeciones fue muy sencilla. El proceso de Nuremberg fue citado en Jerusalén como precedente válido, y, en la aplicación de la ley interna de Israel, los magistrados de Jerusalén difícilmente podían haber dejado de hacerlo, ya que la Ley (de Castigo) de Nazis y Colaboradores Nazis de 1950 estaba basada en dicho precedente. La sentencia afirmaba: «Estas normas jurídicas especiales son distintas de las contenidas en los códigos penales comunes», y la razón diferencial radica en la naturaleza de los delitos de que trata. Podemos añadir que su carácter retroactivo quebranta únicamente desde el punto de vista formal, pero no material, el principio
nullum crimen, nulla poena sine lege
, ya que este se proyecta tan solo sobre actos conocidos por el legislador. Si un delito desconocido hasta el momento, tal como el genocidio, hace súbitamente su aparición, la justicia exige que sea juzgado de acuerdo con una ley nueva. En el caso de Nuremberg, esta nueva ley era la Carta (Acuerdo de Londres, de 1945), en el caso de Jerusalén, la nueva ley era la de 1950. El problema no consiste en que dichas leyes fueran retroactivas, que forzosamente tenían que serlo, sino en determinar si eran pertinentes, es decir, si únicamente trataban de delitos anteriormente desconocidos. Este requisito previo, necesario para la retroactividad, fue gravemente incumplido en la Carta que previó la formación de un Tribunal Internacional Militar, en Nuremberg, y quizá a ello se deba que las discusiones sobre estas materias sigan siendo un tanto confusas.

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