Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (21 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Según dijo Eichmann, el factor que más contribuyó a tranquilizar su conciencia fue el simple hecho de no hallar a nadie, absolutamente a nadie, que se mostrara contrario a la Solución Final. Sin embargo, hubo una excepción, a la que Eichmann se refirió reiteradas veces, y que seguramente le causó honda impresión. El hecho ocurrió en Hungría, mientras Eichmann negociaba con el doctor Kastner la oferta hecha por Himmler en el sentido de entregar un millón de judíos a cambio de diez mil camiones. Kastner, evidentemente envalentonado por el nuevo giro que tomaban las cosas, pidió a Eichmann que detuviera el funcionamiento de las «fábricas de muerte de Auschwitz», y Eichmann repuso que con «sumo placer» (
herzlich gern
) lo haría, pero que este era un asunto que se hallaba fuera de su competencia, y fuera de la competencia de sus superiores, como efectivamente así era. Desde luego, Eichmann no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que la simple obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario. Esta era, «desde luego, la piedra angular» de cuanto Eichmann hacía, tal como antes lo había sido de sus actividades en Viena. Sin la ayuda de los judíos en las tareas administrativas y policiales ―las últimas cacerías de judíos en Berlín fueron obra, tal como he dicho, exclusivamente de la policía judía―, se hubiera producido un caos total o, para evitarlo, hubiese sido preciso emplear fuerzas alemanas, lo cual hubiera mermado gravemente los recursos humanos de la nación. («No cabe duda de que, sin la cooperación de las víctimas, hubiera sido poco menos que imposible que unos pocos miles de hombres, la mayoría de los cuales trabajaban en oficinas, liquidaran a muchos cientos de miles de individuos... En su itinerario hacia la muerte, los judíos polacos vieron a muy pocos alemanes», dice R. Pendorf en la obra antes mencionada. Y estas palabras son más aplicables todavía a aquellos judíos que fueron transportados a Polonia para hallar la muerte en este país.) Debido a lo anterior, la formación de gobiernos títere en los territorios ocupados iba siempre acompañada de la organización de una oficina central judía, y, tal como veremos más adelante, en aquellos países en que los alemanes no lograron establecer un gobierno títere, también fracasaron en su empeño de conseguir la colaboración de los judíos. Pero, si bien los miembros de los gabinetes «Quisling» procedían por lo general de los partidos de la oposición, también es cierto que los individuos integrantes de los consejos judíos eran por lo general los más destacados dirigentes judíos del país de que se tratara, y a estos los nazis confirieron extraordinarios poderes, por lo menos hasta el momento en que también fueron deportados a Theresienstadt o a Bergen-Belsen, si es que procedían de países de la Europa occidental y central, o a Auschwitz si procedían de países de la Europa oriental.

Para los judíos, el papel que desempeñaron los dirigentes judíos en la destrucción de su propio pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la tenebrosa historia de los padecimientos de los judíos en Europa. Esto se sabía ya, pero ha sido expresado por primera vez en todo su patetismo y en toda la sordidez de los detalles por Raul Hilberg, cuya obra más conocida,
The Destruction of the European Jews
, he mencionado anteriormente. En cuanto hace referencia a la colaboración con los verdugos, no cabe trazar una línea divisoria que distinga a las altamente asimiladas comunidades judías de los países del centro y el oeste de Europa, por una parte, y las masas de habla yiddish asentadas en los países del Este. En Amsterdam al igual que en Varsovia, en Berlín al igual que en Budapest, los representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a los nazis su confiscación. Distribuían enseñas con la estrella amarilla y, en ocasiones, como ocurrió en Varsovia, «la venta de brazaletes con la estrella llegó a ser un negocio de seguros beneficios; había brazaletes de tela ordinaria y brazaletes de lujo, de material plástico, lavable». En los manifiestos que daban a la publicidad, inspirados pero no dictados por los nazis, todavía podemos percibir hasta qué punto gozaban estos judíos con el ejercicio del poder recientemente adquirido. La primera proclama del consejo de Budapest decía: «Al Consejo Judío central le ha sido concedido el total derecho de disposición sobre los bienes espirituales y materiales de todos los judíos de su jurisdicción». Y sabemos también cuáles eran los sentimientos que experimentaban los representantes judíos cuando se convertían en cómplices de las matanzas. Se creían capitanes «cuyos buques se hubieran hundido si ellos no hubiesen sido capaces de llevarlos a puerto seguro, gracias a lanzar por la borda la mayor parte de su preciosa carga», como salvadores que «con el sacrificio de cien hombres salvan a mil, con el sacrificio de mil a diez mil». Pero la verdad era mucho más terrible. Por ejemplo, en Hungría, el doctor Kastner salvó exactamente a 1.684 judíos gracias al sacrificio de 476.000 víctimas aproximadamente. A fin de no dejar al «ciego azar» la selección de los que debían morir y de los que debían salvarse, se necesitaba aplicar «principios verdaderamente santos», a modo de «fuerza que guíe la débil mano humana que escribe en un papel el nombre de un desconocido, y con ello decide su vida o su muerte». ¿Y quiénes eran las personas que estos «santos principios» seleccionaban como merecedoras de seguir con vida? Eran aquellas que «habían trabajado toda la vida en pro del zibur» (la comunidad) ―es decir, los funcionarios― y los «judíos más prominentes», como dice Kastner en su informe.

Nadie se preocupó de obligar a los representantes judíos a jurar mantener en secreto sus actividades, por cuanto se prestaban voluntariamente a ser «receptores de secretos», ya fuera a fin de evitar el terror actuando con la máxima discreción, como era el caso del doctor Kastner, ya por consideraciones de orden «humanitario», tales como pensar que «vivir en espera de la muerte por gas sería todavía más duro», como fue el caso del doctor Leo Baeck, ex rabino mayor de Berlín. Durante el juicio de Eichmann un testigo señaló las desdichadas consecuencias de este comportamiento «humanitario»: los judíos se ofrecían voluntariamente a ser deportados de Theresienstadt a Auschwitz, y denunciaban a aquellos que pretendían decir la verdad, por considerarlos corruptos. También conocemos las características personales de los dirigentes judíos durante el período nazi; su manera de ser variaba desde la de Chaim Rumkowski, decano de los judíos de Lódz, llamado Chaim I, que emitía papel moneda con su firma, y sellos de correo con su efigie, y que se trasladaba de un lado a otro en un carruaje en mal estado tirado por caballos, hasta la de Leo Baeck, universitario, de modales suaves, extraordinariamente educado, que creía que el empleo de policía judía daría lugar a un trato «más amable» y contribuiría a que «la tortura de los judíos no fuera tan atroz» (en realidad, la policía judía era, naturalmente, más brutal y menos corrupta, ya que los castigos a que se exponían eran más graves). Finalmente, hubo algunos representantes judíos, pocos, que se suicidaron, como fue el caso de Adam Czerniakow, presidente del Consejo Judío de Varsovia, que no era rabí, sino incrédulo, de profesión ingeniero, buen conocedor del idioma polaco, pero que hubiera debido recordar la frase rabínica: «Deja que te maten, pero no cruces esta línea».

Era casi indiscutible que la acusación, en el juicio de Jerusalén, que tanto cuidado tuvo en no poner en un brete a la administración de Adenauer, debía evitar, por razones más importantes y más evidentes, sacar a la luz este capítulo de la historia de los judíos.. (Sin embargo, estos asuntos se discuten abiertamente y con sorprendente franqueza en los libros de texto israelitas ―tal como puede comprobarse en el artículo «Young Israelis and Jews Abroad – A Study of Selected History Textbooks»―, debido a la pluma de Mark M. Krug, publicado en la
Comparative Education Review
, del mes de octubre de 1963.) A pesar de lo dicho, debemos aquí tratar sobre este capítulo, ya que explica ciertas lagunas de otro modo inexplicables, en la documentación de un caso que, por otra parte, padeció de un exceso de pruebas documentales. Los jueces señalaron una de estas lagunas, consistente en la no inclusión en los autos del libro de H. G. Adler
Theresienstadt 1941-1945
(1955), que la acusación, un tanto avergonzada, reconoció como texto de contenido «auténtico y basado en fuentes incontestables». La razón de que tal obra no se hubiera incluido es evidente. El libro describe detalladamente el modo en que el Consejo Judío de Theresienstadt formaba las «listas de transporte», después de que las SS les hubieran dado algunas directrices, concretando el número de judíos que debían ser transportados, su edad, sexo, profesión y país de origen. La postura de la acusación hubiera quedado debilitada si se hubiera visto obligada a reconocer que la determinación de los individuos que debían ser enviados a la muerte era, salvo escasas excepciones, tarea de la administración judía. Y el teniente fiscal, Ya'akov Baror, que fue quien tuvo que responder a la pregunta de la sala, indicó veladamente que lo anteriormente dicho era la razón de la no inclusión de la referida obra, al afirmar: «Esta acusación procura poner de manifiesto todo aquello que de un modo u otro hace referencia al acusado, sin deformar el cuadro general del presente caso». El cuadro hubiera quedado verdaderamente deformado si se hubiera unido a las pruebas documentales el libro de Adler, ya que hubiera contradicho las declaraciones prestadas por el principal testigo de los acontecimientos de Theresienstadt, quien aseguró que el propio Eichmann era quien efectuaba la selección de los individuos que debían ser transportados. Más importante todavía, el cuadro general presentado por la acusación, en el que se hacía una tajante distinción entre víctimas y victimarios, hubiera quedado muy gravemente deformado. La tarea de suministrar medios de prueba que contradicen la tesis de la acusación incumbe por lo general a la defensa, y resulta difícil explicar por qué razón el doctor Servatius, que había percibido ciertas contradicciones de menor importancia en las declaraciones de los testigos, no se valió de libro tan conocido y de tan fácil obtención. El doctor Servatius hubiera podido poner de relieve que Eichmann, inmediatamente después de haber sido transformado de experto en emigración en experto en «evacuación», nombró «decanos judíos» de Theresienstadt a sus antiguos colaboradores judíos en el asunto de la emigración, es decir, al doctor Paul Eppstein, quien se había ocupado de la emigración judía en Berlín, y al rabí Benjamín Murmelstein, quien ocupó el mismo cargo en Viena. Esto hubiera sido mucho más eficaz, en orden a revelar el ambiente en que Eichmann trabajaba, que todas las preguntas y contestaciones desagradables, y en ocasiones absolutamente ofensivas, acerca de juramentos, lealtad, virtudes y obediencia ciega.

El testimonio prestado por Charlotte Salzberger sobre Theresienstadt, en el cual me he basado para escribir lo anterior, nos permite por lo menos echar una ojeada a este rincón olvidado de lo que la acusación dio en llamar «el cuadro general». Al presidente de la sala no le gustaron estas palabras, y tampoco el cuadro en cuestión. Varias veces dijo al fiscal general que «aquí no estamos para pintar cuadros», que existía «una acusación concreta, y esta acusación es lo que limita el ámbito del presente juicio», que el tribunal «se ha formado una idea del presente juicio, en consonancia con la acusación» y que «el fiscal debe ceñirse al objeto del juicio», admirables admoniciones todas ellas, en un procedimiento penal, que no fueron observadas en ningún caso. El fiscal hizo algo mucho peor que no obedecer las advertencias del presidente, ya que pura y simplemente renunció a guiar con sus preguntas a los testigos ―o, cuando el tribunal insistía mucho, se limitaba a formular unas cuantas preguntas vagas y al azar―, lo cual produjo la consecuencia de que los testigos se comportaran como si fueran oradores en un mitin presidido por el fiscal, quien los presentaba al público, antes de que subieran al estrado. Los testigos pudieron hablar casi todo lo que quisieron, y muy rara vez se les formuló una pregunta específica.

Este ambiente, no ya de juicio espectacular, sino de mitin multitudinario, en el que los oradores, uno tras otro, hacen cuanto pueden para conmover a los oyentes, fue especialmente notorio cuando el fiscal llamó a una larga serie de testigos para que declarasen acerca del alzamiento del gueto de Varsovia, y de intentonas parecidas efectuadas en Vilna y Kovno, hechos estos que ninguna relación guardaban con los crímenes del acusado. Las declaraciones de estos testigos hubieran contribuido a la finalidad específica del juicio, en el caso de que se hubiesen referido a las actividades de los consejos judíos, que tan importante y desastrosa función cumplieron en los heroicos esfuerzos de los rebeldes. Desde luego, alguna referencia se hizo a ello; los testigos que hablaron de los hombres de las «SS y quienes les ayudaban» indicaron, al hacerlo, que entre estos últimos se contaban «los policías del gueto que fueron un instrumento más en manos de los asesinos nazis», así como los
Judenrat
, pero estos testigos procuraron no extenderse demasiado sobre este tema, y, tan pronto como pudieron, hablaron del papel interpretado por los verdaderos traidores, de los que hubo muy pocos y que fueron «individuos sin nombre, que el gran público judío no conoce, al igual que ocurrió con todos los que, en la clandestinidad, lucharon contra los nazis». (En el curso de la declaración de estos testigos, el público estaba formado otra vez por personas distintas, casi todas ellas eran
Kibbuzniks
, es decir, miembros de las explotaciones comunales israelitas, a los que los testigos pertenecían.) La declaración más clara y limpia fue la de Zivia Lubetkin Zuckerman, en la actualidad mujer de unos cuarenta años, todavía hermosa, totalmente carente de sentimentalismos o de deseos de resaltar su personalidad, que habló exponiendo sistemáticamente los hechos, y expresando siempre, con toda seguridad, lo que deseaba expresar. Desde un punto de vista jurídico, las declaraciones de estos testigos fueron irrelevantes ―en su informe final, Hausner no mencionó siquiera a uno de ellos―, salvo en cuanto constituían prueba de las estrechas relaciones existentes entre los combatientes clandestinos judíos y el maquis polaco y ruso, lo cual, abstracción hecha de que contradijera las declaraciones de otros testigos («Toda la población estaba en contra de nosotros»), hubiera podido ser de utilidad a la defensa, por cuanto justificaba la matanza de civiles mucho mejor que la constante alegación de Eichmann al decir que «Weizmann había declarado la guerra a Alemania en 1939». (Esto último no era más que una estupidez. Chaim Weizmann tan solo había dicho, al clausurar el último congreso sionista celebrado antes de la guerra, que la guerra de las democracias occidentales «es nuestra guerra y su lucha es nuestra lucha». La tragedia consistía, tal como muy bien dijo Hausner, precisamente en que los nazis no reconocieron a los judíos la calidad de beligerantes, ya que si lo hubieran hecho, los judíos hubieran podido sobrevivir en campos de prisioneros de guerra o de internamiento.) Si el doctor Servatius hubiera utilizado este punto de defensa, la acusación se hubiera visto obligada a reconocer cuán lamentablemente reducidos eran estos grupos de resistentes clandestinos, cuán increíblemente débiles e inofensivos, y, además, cuán reducido porcentaje de la población total judía ―que en ocasiones luchó con las armas en contra de ellos― representaban.

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