—... un desconocido en mi jardín a punto de envenenar a mi...
Daniel no escuchó más. Salió a la calle, con el rostro enrojecido por el exceso de sangre bombeando a martillazos su cabeza. Un velo blanco cubría su visión, pero de algún modo, dando traspiés, consiguió tomar el camino hacia la entrada a su casa. Ni siquiera quiso mirar atrás. El trozo de carne, ahora caliente y todavía apretado en su mano, era como un objeto extraño que parecía pulsar con vida propia. A cada paso, le parecía que en algún momento inminente empezaría a escuchar la sirena de un coche de policía. Después oiría unas ruedas derrapando sobre el asfalto y unas voces graves que lo invitarían a detenerse. Y luego...
Pero para cuando quiso darse cuenta, Daniel estaba en su casa otra vez. Cerró la puerta y se quedó apoyado en ella, respirando pesadamente. Sentía la nariz seca, respirar costaba un esfuerzo adicional, y en el pecho, una opresión asfixiante y dolorosa le mantuvieron en el sitio por casi un minuto. Luego ordenó un poco sus ideas y corrió al lavabo. Allí desmenuzó el trozo de carne con ayuda de las tijeras que empleaba para el aseo de los pies, y arrojó todos los trocitos al retrete. También las dos cajas de matarratas fueron a parar allí, hasta los envases de cartón. Cuando le parecía que había suficiente basura flotando en el agua del inodoro, tiraba de la cadena; cada vez que las pruebas desaparecían de la vista, empezaba a sentirse un poco mejor.
Luego empezó a pasearse por el salón. Su mente iba de la conversación que había tenido con Bernard al incidente con el vecino. ¡Qué imprudente había sido! De vez en cuando, se quedaba mirando la puerta de la calle como si el timbre fuese a sonar en cualquier momento. ¿Le había visto su vecino cruzar la puerta de su casa? No era probable, pero lamentaba no haber echado siquiera un vistazo atrás. Para haberle visto, tendría que haber entrado en el recinto y haberse colocado en el largo pasillo distribuidor que llegaba a las casas del segundo piso.
«O quizá sí. Quizá sí.»
Un rato después, la incertidumbre era demasiado intensa como para soportarla. Decidió abrir la puerta de la terraza, con extremo cuidado, para ver qué ocurría en el piso de abajo. Cosa curiosa: Mario no ladraba en ese momento, lo cual indicaba muy a las claras que el abogado seguía ahí.
Cuando se asomó por encima de la barandilla (poniendo especial cuidado en no ser visto), su corazón dio un vuelco. Junto al descapotable había un coche de la policía local, y un segundo coche del cuerpo de vigilancia que se ocupaba de la seguridad de la urbanización. Era de un color rojo intenso, y el logotipo serigrafiado en el capó parecía un sonriente perro guardián. El abogado estaba hablando con dos agentes, uno situado enfrente de él y otro a un lado, como dictaba el protocolo, y hacía grandes aspavientos con el móvil todavía en la mano.
Con su foto.
«Ya está —pensó—. Es cuestión de tiempo que suban hasta aquí a por mí. Incluso si no me ha visto meterme en casa, irán con la foto a ver al presidente de la Comunidad. Me reconocerá en el acto. Sí, agente, este es el vecino nuevo. Hace poco se quejó del vecino de abajo. Decía que su perro no paraba de ladrar, pero vaya si alguna vez he oído que ladre siquiera un poquito. Un vecino pejiguera, no le haga más caso. No tiene pérdida, agente, vive al final del pasillo...»
Los minutos pasaron, arrastrándose, pero nadie llamó a la puerta. El teléfono no sonó. Después de un rato, le pareció escuchar un ruido que conocía bien: el de los motores de unos coches, y con la mente barajando ideas contrapuestas, volvió a espiar desde la terraza.
El abogado había desaparecido de la escena, y tanto el coche de la policía como el de la empresa de seguridad privada evolucionaban lentamente cuesta arriba, alejándose.
Daniel soltó una bocanada de aire.
El alivio que sintió fue del todo indescriptible. Empezó a reír entre dientes, y allí agachado en su terraza, con casi cuatro kilos menos de los que tenía cuando se instaló en su nueva casa, el pelo enmarañado y el tono de piel apergaminado, Daniel recordaba a un Gollum miserable, desbordado por la alegría.
Volvió al interior, y la casa le recibió con un profundo silencio. Mario ya no ladraba... quizá lo había metido en el interior de la casa, o quizá se había ido con él. Si era a dar un paseo o al puto infierno, poco le importaba. Se sentó en el sofá e hizo un esfuerzo adicional por tranquilizar su acelerado corazón. Ahora, su cadena de pensamientos empezaba a virar de nuevo hacia el trabajo.
«Todavía hay tiempo. Puedo arreglarlo. Puedo arreglarlo todo. Ahora sí... Tomaré el código y arreglaré los problemas, aunque me acueste al amanecer y me levante dos horas después. Puedo hacerlo...»
Y con esos pensamientos y la mente exhausta por la tensión que había experimentado aquella calurosa tarde de verano, Daniel se quedó dormido.
El día siguiente fue un cambio importante. Para empezar, Mario no estaba en la terraza, y la casa dormitaba la mañana estival en una placentera tranquilidad. Los pájaros parloteaban en las ramas de un árbol cercano, y hasta el murmullo lejano de una cortadora de césped resultaba encantador. Su vecino había baldeado el suelo lleno de deposiciones e inmundicias, y la casa se llenó otra vez de aromas del verano: el de la hierba húmeda, pero también la fragancia cálida y frutal de las flores.
Daniel se sentía pletórico. Se despertó a las doce de la noche en el sofá y se fue directamente a la cama, y allí durmió a pierna suelta hasta las diez menos cuarto. Ese sueño reparador le infundió renovados ánimos: cuando abrió los ojos por la mañana se sentía descansado y muy vital, y después de un fugaz desayuno, se entregó a su trabajo.
La productividad de aquella jornada fue más que satisfactoria. Bien fuera por la suma de todos aquellos cambios o por la presión acuciante que Bernard le había impuesto en su última conversación, Daniel consiguió rastrear y enmendar la mayoría de los errores de código que plagaban la estructura de su aplicación. Trabajaba a gusto: una suave corriente circulaba por las ventanas abiertas y el ventilador permanecía apagado y tan silencioso como siempre debió haber sido. Ya no pensaba en Mario, ni en el incidente del día anterior, ni siquiera en el pago de la hipoteca o su poco saneada cuenta corriente: su mano volaba del ratón al teclado y sus ojos sobrevolaban las listas de error con ojos expertos y seguros; hacia las ocho de la tarde consiguió el primer compilado limpio, sin advertencias, sin problemas.
Aquella noche se tomó un vaso de vino. Prefería con mucho los refrescos azucarados con grandes dosis de burbujas, pero aquel jueves de mediados de julio, Daniel sintió que tenía algo que celebrar. Lo saboreó con tranquilidad delante del televisor y se tragó una vieja película de John Carpenter, que disfrutó enormemente.
Se equivocaba.
Pasó otro día.
Hacia las once menos cuarto, el timbre de la puerta sonó con un zumbido vibrante. Daniel, que estaba otra vez sumergido en su trabajo, dio un respingo, incapaz de determinar de dónde provenía ese sonido fuerte y alarmante. Le llevó unos breves segundos descubrir de qué se trataba: no había tenido visitas y nunca había tenido oportunidad de escuchar el timbre.
Se levantó de su silla, con el estómago otra vez encogido. Se acordó de la pareja de policías, y del servicio de seguridad, y toda la tensión de aquel día regresó como un mazazo. Caminó hacia la puerta de la casa, pero cada paso que daba costaba un esfuerzo importante, como si sus piernas estuviesen hechas de madera. De alguna forma, sin embargo, consiguió llegar al picaporte y tirar de él.
Se encontró con un cartero.
—¿Daniel Morales? —preguntó rápidamente.
Daniel sonrió.
—Soy yo... —dijo.
—Un burofax para usted.
Burofax.
Daniel frunció el entrecejo.
—¿De quién es?
El cartero consultó el reverso de la carta.
—Del... Despacho de Abogados Martínez & Jiménez.
Abogados.
Daniel no respondió inmediatamente. Su cabeza había derivado inevitablemente hacia su vecino, y empezaba a tejer espesas telarañas.
—¿Lo va a aceptar? —preguntó el cartero.
—S-sí.
Daniel enseñó su carnet de identidad y firmó los diversos formularios que el cartero requería. La mano temblaba ligeramente. El cartero debió notarlo, porque hizo un comentario bastante torpe para aliviar la tensión y se despidió con un «buenas tardes». Daniel no prestaba ya atención: se retiró al interior del salón, con la carta en la mano. Lo abrió rasgando el sobre con la mano, con una sensación de resquemor en su interior pero, a la vez, lleno de curiosidad. Allí, se encontró una carta escrita con una letra apretada; sellos y varias firmas rubricaban el texto.
Leyó entre líneas, para intentar captar el mensaje general de la notificación:
Siguiendo instrucciones de nuestro cliente, D. Isaac Alarcón Jurado, nos ponemos en contacto con usted […] encontrado en el domicilio particular de nuestro cliente y encontrándose la puerta de la vivienda cerrada con llave, en posesión de […] En la valoración realizada por los peritos y aprobada posteriormente por la autoridad judicial se establece un valor por el daño moral de 1.200 euros […] la titular del juzgado también tiene en cuenta que se trata de un ser vivo y no de un objeto […] una sentencia que establece 1.200 euros de indemnización al propietario, más nueve meses de multa con una cuota diaria de 8 euros y las costas del proceso […] es por ello que en el plazo de 72 horas desde la recepción de este burofax proceda a ponerse en comunicación con este despacho para satisfacer nuestra demanda. De lo contrario procederemos a ejecutar el procedimiento e iniciar acciones legales contra usted, acciones que en todo caso expresamente nos reservamos
.
Daniel se dejó caer en el sofá, que crujió con un ruido sordo. La cabeza le daba vueltas. Había hecho un rápido cálculo mental mientras leía y sintió un ligero desmayo cuando descubrió que sólo la multa diaria ascendería a cerca de dos mil doscientos euros. Si sumaba los varios conceptos, las costas y todos los otros aspectos que se le reclamaban, la cifra final alcanzaba unos desorbitados seis mil euros.
«¡Seis mil euros!»
Volvió a leer el documento, ahora con infinito detenimiento; tuvo que sujetar el papel con fuerza y apoyar los codos contra las piernas para evitar el tembleque. ¿Cómo había llegado a eso?
«Porque es un jodido abogado, por eso.»
No sabía cómo reaccionar. Lo único que su mente le gritaba con fuerza era que
no era justo
. Él era quien había sufrido lo indecible, soportando la pestilencia de las heces, el amoniaco execrable de la orina desecándose al sol, y los desquiciantes ladridos de aquel perro-demonio. Era él quien había buscado
justicia
llamando a la policía, a la Sociedad Protectora de Animales, al administrador... ¿y ahora él era el culpable?, ¿era él quien tenía que pagar?
«Seis mil euros.»
Ni siquiera tenía ese montón de pasta disponible. El 10 por ciento del precio de la casa, los gastos del notario, la parte del pago en negro al banco que le había concedido la hipoteca, la tarifa de enganche con la compañía del agua y el teléfono, entre otras cosas, habían dejado su cuenta prácticamente a cero. La última vez que había echado un vistazo tenía dos mil trescientos euros, suficiente para tirar un par de meses.
Lo que le ofuscaba más era la ironía de saber que, esas alturas, podría haber cobrado el trabajo si no fuera por ese
jodido abogado
. Tendría pasta para cinco, puede que seis meses, y tenía planeado disfrutar el resto del verano de sus paseos por el campo.
Se quedó un rato repasando las cifras escritas en el papel, mientras su cabeza se sacudía lentamente en un gesto de negación. Lentamente, fue pasando del shock a la perplejidad, y de ahí a la rabia. Apretó los dientes, y el papel se arrugó alrededor de sus dedos.
Y justo en ese momento, como si alguien hubiese accionado un interruptor invisible, Mario empezó a ladrar.
Daniel dio un respingo. Le bastó salir a la terraza para comprobar que la pesadilla se había reiniciado. La cadena estaba limpia y desenredada, el suelo libre de excrecencias, y el descapotable no estaba; hasta los cuencos de comida y agua estaban otra vez llenos y en su sitio. Su vecino había llevado a cabo todas esas pequeñas tareas de mantenimiento y había vuelto a largarse. Daniel frunció el entrecejo. El animal reparaba en él en ese momento, y respondía aumentando la cadencia e intensidad de sus ladridos. Daniel pestañeaba con cada uno de ellos, sin poder evitarlo: incluso después de aquella pausa de apenas un par de días, los ladridos volvían a lanzarlo por la vía exprés a un túnel descendente que conducía a los abismos más insondables. No era como el primer día; era como si el animal nunca hubiera dejado de ladrar. Su cabeza se sacudió como si el cuello no tuviera ya fuerzas para sujetarla, y una pequeña punzada de dolor despertó en algún lugar de su nuca, precisa como la aguja de un cirujano.
¿Cuándo se había ido? ¿Cuándo había llegado? Sabía que no era posible, pero una parte de su mente insistía en que era como si su vecino hubiera estado acechando, asegurándose de que recibía la notificación, sólo para volver a irse y desaparecer en su fabuloso descapotable.
Sin poder ordenar sus pensamientos, Daniel se retiró al interior. Mientras cerraba otra vez la puerta de la terraza, las manos le temblaban. Cada ladrido era ahora como un mazazo, y el dolor de la aguja se había convertido en la laceración espantosa de un aberrante berbiquí.
Cruzó el salón, caminando despacio. Su furia se había demudado en una especie de sentimiento de ausencia, y su mente se había retirado a la trastienda de la conciencia. Cuando llegó a la puerta del despacho, miró brevemente la pantalla del ordenador, pero en lugar de sentarse a trabajar, caminó hasta el cuarto de baño y se encerró allí, echando el pestillo. El ruido era ahora un poco más soportable, pero no lo bastante, así que retrocedió unos pasos, sin volverse en ningún momento, hasta que los azulejos de la pared más alejada le detuvieron. Por fin, Daniel se deslizó al interior de la ducha, con la ropa todavía puesta, y abrió el grifo del agua fría.
El agua lo empapó.
Siguió abriendo el caudal, con la mirada ausente, hasta que el caño de agua lo envolvió completamente. El sonido era atronador, pero también era como un bálsamo. El agua chocaba contra su cuerpo y caía al suelo; sólo entonces cerró la mampara. Y sólo entonces, con el sonido del agua llenándolo todo, consiguió aislarse del ruido.