Siguió una larga lista de reproches en la que Celia, entre otras cosas, le acusó de eterno comportamiento estúpido y de alimentar telarañas en su cerebro y de no haber asimilado bien que había envejecido y de llevar muy mal la pérdida de su editorial y del poder que ésta antes le daba. Y finalmente volvió a acusarle de haber caído de nuevo en la bebida, tan sólo porque ya no sabía qué hacer con su vida.
—Vives sin un dios y te falta el sentido. Te has convertido en un pobre hombre —le dijo a modo de sentencia final.
En ese momento, Riba no pudo evitar recordar cuando el día anterior, nada más dar por muerto a Malachy Moore, algo se había desfondado a gran ritmo en su habitación y él había pasado a instalarse en lo peor de lo peor. Ahora seguía en ese lugar, en el más bajo de todos. Sólo le salvaba ser habitante de la misma paradoja que unía a tantos pobres hombres como él: esa sensación de estar atrapados en un lugar que sólo podría cobrar realmente sentido si fuera posible viajar de verdad.
Para Celia todo el conflicto no podía provenir para nada de ella, no podía haber sido indirectamente causado por su cambio de religión, porque ese cambio lo veía como completamente normal, soportable, nada problemático. Todo el conflicto tenía que venir de otro lado, seguramente de la vida sin sentido que llevaba él y también de la más directa consecuencia de esto: su lamentable tendencia en los últimos tiempos a la gran melancolía. Claro que tampoco la vida que llevaban antes era tan ideal, por mucho que él fuera entonces, con la inestimable ayuda del alcohol, más sociable. A ella, en cualquier caso, hacía tiempo ya que la literatura no le decía nada, no le cambiaba su visión del mundo ni le hacía ver las cosas de una forma distinta, y más bien le deprimía profundamente tanta palabrería sin ningún autor que estuviera cerca de Dios ni de nada. Andrew Breen, Houellebecq, Arto Paasilinna, Hobbs Derek, Martin Amis. Se sentía alejada de todos aquellos nombres, que para ella habían pasado a engrosar tan sólo una lista —el catálogo de Riba—, una lista perdida ya en el tiempo: antiguos invitados que un día fueron a cenar a su casa; gente que no creía en nada y que bebía hasta el amanecer y a la que costaba mucho luego sacar a la calle.
Casi ya desde el primer momento en que Celia, a la que esperaba abajo un taxi, alcanzó el rellano de la escalera y metió la maleta y la bolsa en el ascensor, Riba comenzó a pensar en cómo lo haría para recuperarla. Estuvo todo el día de ayer llamándola al teléfono móvil, pero siempre sin el menor resultado. Y la angustia de esta ausencia fue superando poco a poco, de largo, a cualquier otra angustia sobre cualquier otra ausencia. Ayer, cuando Celia dio el gran portazo budista —porque aún a estas horas a Riba el portazo le sigue pareciendo budista—, se quedó temblando de miedo en la casa, temiéndolo todo, incluidas las indeseadas emociones que pudieran llegarle del enigmático interfono. Y lamentó no haber tomado nunca nota de la dirección del lugar de Dublín donde tenía ella sus reuniones budistas. Sin Celia, le entró tal miedo absoluto al mundo que estuvo más horas que nunca inmóvil en la mecedora, mirando con atención la reproducción del pequeño cuadro de Hopper.
—Sal —le decía la casa.
Y él iba quedándose en la mecedora, entre aterrado y complaciente y hasta simulando que el cuadro de la escalera le había atrapado de verdad.
Pero al caer la tarde, como si hubiera recordado de pronto que, cuando oscurece, todos necesitamos a alguien, recobró fuerzas y comenzó a moverse por la casa, casi frenéticamente, hasta que aquella imprevista agitación terminó por trasladarle a la calle misma, donde confiaba en un golpe de suerte y en poder encontrarse con Celia, quizá todavía ella dando vueltas en círculo arrastrando su maleta por el centro de Dublín, camino de cualquier sociedad de protectores de budistas.
Pero quien comenzó a dar vueltas, vagamente perdido por la ciudad, desconcertado, desesperado, fue él. Todo el rato le asaltaba la idea de convertirse al judaísmo —a fin de cuentas la antigua religión de su madre— para que Celia viera que había dado un giro espiritual a su vida. Pero lo más probable es que ya todo resultara inútil y que, además, Celia incluso ya hubiera abandonado la isla.
Caminó triste por la alegre Graffton Street, deteniéndose ante todas las tiendas con toldos desplegados. Celebró con dolor las muselinas estampadas, las sedas, los jóvenes de todos los países, el tintineo de atalajes, los ecos todavía de antiguos golpes de cascos de caballos con sordo retumbo en el pavimento requemado. Pasó, deambulando, ante los escaparates de la antigua Brown Thomas, la tienda de las cascadas de cintas y de las vaporosas sedas chinas. Vio la mansión donde Oscar Wilde había pasado su infancia, y luego fue caminando hasta la casa que durante tantos años habitara Bram Stoker, el creador de
Drácula
. Durante un rato, se le vio avanzar, fantasmal, como si fuera uno de esos tipos que tanto predominaban en algunas de las más celebradas novelas que publicaba: esos pobres desesperados de aire romántico, siempre solitarios y sin Dios ni rumbo, sonámbulos por carreteras perdidas.
En el puente de O’Connell se acordó de que nadie lo cruza sin ver un caballo blanco. Lo cruzó y no vio nada. Había una paloma blanca sobre la cabeza de O’Connell, sobre su estatua. Pero obviamente una paloma no era lo que buscaba. «Me siento ridículo, así, sin caballo blanco», pensó. Y volvió sobre sus pasos. En Graffton Street oyó con emoción patriótica a una banda callejera que tocaba
Green Fields of France
, la balada sobre el soldado Willie McBride. Su patriotismo irlandés se mezcló de pronto con su repentina nostalgia de Francia, y la combinación resultó estimulante. Estuvo después largo rato en el bar del Shelbourne Hotel, y desde allí pensó en llamar a Walter, o a Julia Piera, sus contactos en Dublín, pero no tuvo valor para hacerlo porque, a fin de cuentas, no tenía confianza suficiente con ellos y, además, no creía que pudieran echarle una mano en la cuestión de la partida de Celia. También podía llamar a los dos irlandeses a los que había publicado hacía unos años y que se habían bebido toda su bodega, Andrew Breen y Hobbs Derek, pero recordó a tiempo que no sabría comunicarse con ellos. Aquel día en su casa, había sido Gauger quien se había ocupado de los dos inquietos irlandeses.
En el 27 de St Stephen’s Green, a cuatro pasos de la calle donde había vivido el creador de
Drácula
, volvió a sucumbir al alcohol. En el gran bar del Hotel Shelbourne, se
draculizó
de pronto con cuatro whiskys. Por la ventana que daba a la calle siguió, con ánimo sangriento, las evoluciones de un miserable gato sin Dios, sin dueño, sin autor, sin principiante, sin mujer. Durante un rato, el gato callejero fue él mismo. Un gato sumido en una incomodidad espiritual y física. Llevaba atado en la cabeza un sombrerito de paja, lo que hacía evidente que había tenido un dueño hasta hacía bien poco. Mientras caminaba, sacudía las patas, muy mojadas. Siguió sus evoluciones deseando morderle el cuello. ¿Morderse a sí mismo? De nuevo, el alcohol había hecho mella en él. Decidió marcharse, volver a esconderse en su guarida con mecedora porque no podía arriesgarse a encontrarse casualmente con Celia en uno de los dos sitios y que ella le viera de nuevo en aquel estado.
Llamó a sus padres a Barcelona.
—Así que has estado en Dublín —dijo su madre.
—¡Continúo ahí, mamá!
—¿Y qué planes tienes ahora?
De nuevo la maldita pregunta sobre sus planes. Ya una vez esa pregunta le había llevado muy lejos, hasta donde estaba ahora. Dublín.
—Voy a Cork porque allí me espera una revelación —le dijo—. Espero hablar con el antiguo amante de Celia.
—¿No está muerto?
—Sabes perfectamente, mamá, que un detalle de esta clase nos deja siempre indiferentes.
Después de estas palabras, ya tuvo que colgar de inmediato, no fuera que se complicara todo aún mucho más.
Cuando iba a pedir la cuenta en el cada vez más animado bar del Shelbourne, al ojear distraídamente el ejemplar de
The Irish Times
que alguien acababa de dejar en la mesa de al lado, dio con la pequeña y siniestra esquela de Malachy Moore. Se quedó de piedra. O sea que era verdad, pensó casi abatido. El funeral era al día siguiente, al mediodía, en Glasnevin. Quedó de tal forma impresionado que parecía que al muerto le conociera de toda la vida. Y, como le ocurriera ya semanas antes en Barcelona, volvió a parecerle una gran contrariedad que, siendo desde hacía dos años tan tranquila la historia de su vida, hubiera ido creciendo en ella de forma alarmante ese lado novelesco con el que no contaba y que para nada deseaba, pues si algo había especialmente valorado de los últimos tiempos era el agradable transcurrir llano de su vida corriente, aquel mundo cotidiano tan calmado y aburrido en el que creía que se había ya perfectamente sumergido para siempre: su templada vida de larga espera en Lyon y de larga espera para viajar a Dublín, y de larga espera después en Barcelona para volver a ir a Dublín, sin poder llegar a pensar que ahí acabaría en el funeral de un gran desconocido.
Sigue pareciéndole asombroso que hoy no llueva. Llega tarde al cementerio, cuando ya han cerrado el catafalco y resulta imposible verle el rostro al muerto. En todo caso, lo más probable es que aquí hoy entierren a la persona que hace un mes, en este mismo lugar, él confundió con su autor.
En la primera fila de bancos, están los padres y las que parecen las dos hermanas del fallecido. Es muy escaso, por no decir nulo, el aire beckettiano que puede apreciarse en las dos jóvenes. En cuanto a los padres, serían antes de la familia de Joyce que de la de Beckett. Sin embargo, los asistentes son mayoritariamente jóvenes, lo que le lleva a pensar que quien ha fallecido lo ha hecho en la flor de la edad, que suele decirse. Así que no tiene por qué pensar lo contrario y muy probablemente el funeral sea por aquel tipo entrevisto hace un mes junto a las verjas de este cementerio: aquel joven tan vidrioso y tan propenso a desaparecer que finalmente se esfumó de verdad.
Nunca pensó que asistiría a otro funeral en Glasnevin, y menos aún que sería por el joven de las gafas redondas, presumiblemente su autor. Cuando llega la hora de los parlamentos fúnebres, no entiende nada de lo que dicen, pero ve que tanto el primero como el segundo de los jóvenes que discursean en gaélico se emocionan. Y pensar que había imaginado a su autor como un lobo solitario, y quien dice a su autor dice también a ese escritor genial que tanto ha buscado a lo largo de su vida y que no ha encontrado nunca, o que quizá sí que ha encontrado, pero en ese caso lo ha hallado ya muerto. Y pensar que había imaginado a su autor como un hombre sin amigos, acercándose continuamente a un muelle del fin del mundo.
No comprende nada de lo que dicen en los parlamentos fúnebres, pero piensa que éste es el verdadero entierro ya definitivo de la gran puta de la literatura, la misma que generó en él ese dolor incomparable, esa pena de editor de la que jamás ha podido luego escapar. Y recuerda que
Mientras siguen su camino
se oye una voz que canta
para Kitty, o Katy, como
si el nombre hubiese albergado
todo el amor, toda la belleza.
No comprende nada de lo que dicen, pero el primero de los dos jóvenes que habla, por su fragilidad en todo hasta en su forma de estar de pie, le remite a Vilém Vok cuando reflexionaba en voz alta en torno a su intento quimérico de madurar hacia la infancia. El segundo parece más seguro de sí mismo, pero acaba rompiendo en llanto y provoca la desolación general de los asistentes. La ruina emocional de los padres. Desmayo repentino de un probable pariente. Un pequeño gran drama irlandés. La muerte de Malachy Moore acaba pareciéndole un hecho mucho más grave que el fin de la era Gutenberg y el fin del mundo. La pérdida del autor. El gran problema de Occidente. O no. O la pérdida simplemente de un joven de gafas redondas y gabardina
mackintosh
. Una gran desgracia, en cualquier caso, para la vida interior de la vida y también para todos aquellos que aún desean utilizar subjetivamente la palabra, tensarla y estirarla hacia miles de conexiones de luz que quedan por restablecer en la gran oscuridad del mundo.
Acción
: la pena del editor.
A la salida del funeral, al ver que los padres y las dos hermanas reciben el pésame de familiares y amigos, se coloca en la cola de las condolencias. Cuando llega su turno, da la mano a una hermana, luego a la otra, saluda con la cabeza al padre y luego dirigiéndose a la madre dice en riguroso castellano y con un convencimiento en sus palabras tan grande que se sorprende a sí mismo:
—Fue un héroe. No llegué a conocerlo, pero quería que se salvara. Estuve días siguiendo el proceso, deseando su recuperación.
Después, deja paso a la persona que le sigue en la cola para el pésame. Es como si con sus palabras hubiera querido indicar que Malachy Moore pasó los últimos días de su vida en un hospital militar, herido de muerte tras su combate con las fuerzas del mal. Como si de algún modo hubiera querido indicarles que al autor le asesinaron entre todos en un lance estúpido más de nuestro tiempo. Cree oír en la lejanía la melodía de
Green Fields of France
y se emociona en silencio. El salto inglés, piensa, me ha llevado más allá de lo esperado, porque mis sentimientos han cambiado. Ésta parece mi tierra ahora. El viento en las calles, enfiladas hacia las colinas. El suave olor arcaico de los muelles irlandeses. El mar, que ahí me espera.
En algún lugar, al margen de uno de sus pensamientos, descubre una oscuridad que le cala los huesos. Cuando se dispone ya a marcharse, ve de golpe al joven Beckett, situado detrás mismo de sus dos afligidas hermanas. Se entrecruzan las miradas y la sorpresa parece hallarse en ambos lados. El joven va con el mismo
mackintosh
de la otra noche, aunque más raído. El joven tiene aspecto de pensador fatigado y un aire inconfundible de estar viviendo en lo obstruido, lo precario, lo inerte, lo incierto, lo aterido, lo aterrador, lo inhóspito, lo inconsolable.
Quizá tiene razón Dublín. Y puede, además, que sea verdad que hay focos de espacio y tiempo conectados entre sí, focos entre los que podemos viajar los denominados vivos y los denominados muertos y de ese modo encontrarnos.
Cuando vuelve a mirar en dirección al joven, éste ya ha desaparecido, y en esta ocasión no lo ha engullido la niebla. El caso es que ya no está ahí.