—Estoy totalmente segura de su lealtad, sí. Lo que ocurre es que el Papa también es hombre. Es el vicario de Cristo en la tierra, y como tal nunca se equivoca, pero no olvidéis que su tiara significa que es Papa, Obispo de Roma, y Rey. Y en su condición de rey puede cometer errores. Eso es lo que ha ocurrido en esta ocasión, señor. Podemos decir que el Rey de los Estados Pontificios Clemente XI se ha equivocado.
Felipe se escandalizó:
—¡Princesa…! ¿Eso no será herejía…?
—No, no, señor, claro que no… Podéis consultar a vuestro Confesor, pero él os dirá que ya los teólogos de Su Majestad vuestro abuelo dilucidaron esa cuestión hace tiempo, cuando él le discutió al papado su derecho a nombrar Obispos en Francia… Los sabios de la Sorbona dijeron entonces que Su Majestad se enfrentaba a otro soberano, no al representante de Dios…
El Rey reflexionó durante unos momentos. Miró a su esposa, que escuchaba desde la otra esquina de la cámara la conversación y parecía haberse olvidado ya de su enfado. Ella le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Felipe se decidió:
—Hablaré con el Padre Robinet… Si me confirma lo que me estás diciendo, ¿qué haremos entonces…?
Mariana había tenido mucho tiempo para pensar desde por la mañana, y su estrategia estaba totalmente organizada:
—Habría que expulsar al Nuncio.
—¡Expulsar al Nuncio…! ¡No puedo hacer eso…!
—Majestad, es la única manera de que el Santo Padre comprenda vuestro enfado y cambie de parecer. Si no hacéis algún gesto llamativo, él y toda la cristiandad entenderán que habéis acatado su decisión. Y entonces tendremos que marcharnos…
Felipe miró a su alrededor. Vio ante sí el gran espacio de su antecámara, tan diferente de su pequeña habitación en un rincón del piso bajo de Versalles. Vio sus tizianos y sus rafaeles colgados en sus paredes, su magnífico reloj con el dios Ares combatiente, sus candelabros de oro, sus muebles perfectos, pensados, tallados y tapizados para su uso exclusivo. A través de la ventana, vio también sus jardines, que llegaban hasta el río, y en la orilla de enfrente sus grandes bosques para la caza. Todo aquello era suyo, y mucho más, sus tierras se extendían mucho más allá del horizonte, y también al otro lado de tres mares, a lo largo de medio planeta que Dios —por mucho que dijese el Santo Padre— había querido que fuese suyo. ¡Suyo, y no del austríaco! Una oleada de feliz sentimiento de propietario se adueñó de él y enardecido, orgulloso, se puso en pie, henchido de ardor guerrero:
—¡Ah! ¡No! ¡No voy a irme como una rata! ¡No pienso abandonar mi trono! ¡Antes morir que abdicar! —Satisfecho de sí mismo y de su feliz expresión, volvió a sentarse—. Expulsaremos al Nuncio. Tienes razón. Le doy diez días para que se vaya. Y que le escolten hasta la frontera. ¡Organízalo todo!
Diez días después, en efecto, Monseñor Antonio Felice Zondadari salía de Madrid en medio de un penoso silencio al que no estaba acostumbrado. Nadie se arrodillaba al paso de su carroza, nadie le aclamaba ni agitaba las manos ni solicitaba su bendición. Y no sólo porque, como representante del Papa, se había convertido en una persona poco querida, sino sobre todo porque la mayoría del pueblo madrileño, a esa misma hora, estaba rezando en todas las iglesias y plazas de la ciudad. Mariana había logrado convencer al Cardenal Portocarrero para que movilizase a sus curas y llamase a la oración a sus fieles. El Primado, que ya no sabía a quién debía obedecer, trató de resistirse. Pero a ella le bastó con mencionar el vergonzante
Te Deum
que había oficiado en honor de Carlos III cuando sus tropas invadieron la ciudad, y recordarle cómo a pesar de eso el verdadero Rey no le había privado de los muchos privilegios que le había ido concediendo desde su llegada a España. Le explicó que el Monarca era generoso, y que tenía a bien recordar que Su Eminencia había luchado mucho a favor de su coronación. Por ese motivo no había querido castigarle después de aquella traición. Pero si ahora no estaba dispuesto a mantenerse firme al lado de Felipe V, el cobro de ciertos impuestos, el disfrute de ciertos palacios, la pública sumisión que el Rey solía demostrarle en las ceremonias podrían esfumarse en el aire.
Portocarrero, confuso, viejo y asustado, se plegó, y ahora él mismo oficiaba la ceremonia que se celebraba en la Plaza Mayor. Como si asistiesen a una corrida o a un auto de fe, los Reyes y su corte se habían instalado en la Casa de la Panadería y en todos los balcones del recinto, bien abrigados y con las rodillas cómodamente descansadas sobre cojines mullidos. A sus pies se apiñaba el pueblo devoto, postrado sobre el suelo, alrededor del alto estrado desde el cual el Cardenal dirigía la oración colectiva al Espíritu Santo para que volviese a iluminar al Papa, pero ahora correctamente:
Veni, Sancte Spiritus, Consolator optime, Dulcis hospes animae, Dulce refrigerium. Sine tuo numine Nihil est in homine, Nihil est innoxium. Lava quod est sordidum, Riga quod est aridum, Sana quod est saucium.
El Cardenal ponía todo su fervor en la súplica, confiando en que el Espíritu Santo iluminase en efecto de una vez por todas al Santo Padre, y al Rey Auténtico y al Rey Usurpador —aunque ya no sabía cuál era cuál— y a Su Majestad Cristianísima Luis XIV, y al Emperador de Alemania, y al Rey de Saboya, y al de Portugal, y a la Reina de Inglaterra y al Estatúder de las Provincias Unidas de Holanda —a pesar de que estos dos eran protestantes—, y también a los negreros, a los fabricantes de armas, a los mercaderes de cualquier tipo y, en general, a todos los que tenían algún interés en seguir manteniendo aquella guerra en medio de cuyos bandazos él ya se sentía perdido y agobiado. De hecho, cuando los asistentes a la oración pública se emocionaron al verle caer de rodillas ante el altar improvisado y permanecer allí rezando en silencio durante largos minutos, lo que en verdad Portocarrero le estaba pidiendo al Espíritu Santo era que, pasase lo que pasase, a él le permitiera retirarse tranquilamente a su cigarral de Toledo, y que le dejaran todos en paz.
Puede que el tiempo nublado de aquel día sobre Madrid no permitiese que las oraciones llegaran completas al Cielo. Lo cierto es que la guerra continuó, con sus muertos olvidados y sus mujeres violadas, con sus Generales henchidos de honores y sus saqueos, con sus pueblos quemados y sus cosechas arrasadas, y el miedo y el dolor aleteando como cuervos negrísimos sobre Europa, mientras el trono de España se bamboleaba entre los dos hombres que ansiaban poseerlo y, con licencia o sin ella, miles de africanos seguían siendo llevados cada año a trabajar como bestias de carga las tierras de América.
Pero, al mismo tiempo, los aliados y el Rey de Francia iniciaron en La Haya unas conversaciones que debían conducir a la paz. Los aliados creían tenerlo ya todo ganado para la causa del Archiduque. El viejo Luis parecía definitivamente derrotado: no sólo en las batallas, también en lo referente al apoyo de su corte y de sus súbditos para seguir adelante. Después del frío horrible del invierno y de las espantosas inundaciones de la primavera, el país —tal y como él mismo había imaginado— se hundía en el hambre y las enfermedades. Los aliados decidieron apretarle las tuercas: era hora de verle postrado, pisoteado, sometido al poder de los ejércitos enemigos, precisamente a él, ante quien Europa entera había tenido que plegarse. Pronto se supo que cuando comunicó a su Consejo que autorizaba el inicio de las conversaciones, lo hizo con los ojos llenos de lágrimas. Aquella noticia circuló por todas partes, y provocó muchas risillas y exclamaciones de alegría: el viejo Sol llegaba a su ocaso.
Entre reuniones y banquetes, tardes de buen vino y excelsas noches en brazos de las cortesanas más expertas, las condiciones para la firma de la paz fueron puestas sobre la mesa. Francia tendría que ceder el monopolio de la trata de negros, junto con una parte importante de su territorio. Las tropas francesas abandonarían la Península. Y Felipe entregaría a Carlos III el trono, el gigantesco trono de los reinos de España. Dos meses. En cuanto empezase el armisticio, dispondría tan sólo de dos meses para abandonar Madrid. Y, si no lo hacía, el propio Luis debería echarle por la fuerza: sí, los aliados, encaramados a la cumbre de su Olimpo de vencedores, exigían que el abuelo expulsase al nieto por las armas si era preciso.
Cuando la noticia llegó a Versalles, el palacio al completo se revolvió, sacudido por la humillación. Un estremecimiento de espanto recorrió uno a uno los salones, sobrevoló los jardines, y sacó de la cama a quienes aún permanecían en ella a aquellas horas tardías de la mañana. Apenas estuvo seguro de que todos lo sabían, Luis dio un largo, lento, solemne paseo por su magnífica residencia. Las damas le miraban con los ojos llenos de lágrimas, suplicándole que no se rindiera, y los caballeros gritaban que estaban dispuestos a morir por su honor. Conmovido como un padre que recibe en el momento del supremo sufrimiento el amor sin tacha de sus hijos, el Rey inclinaba gentilmente la cabeza a un lado y a otro y de vez en cuando abría generosamente el brazo izquierdo, acogiéndolos a todos contra su cuerpo, mientras el derecho permanecía sujeto al retumbante bastón.
Después de esa reconfortante escena, se reunió durante largas horas con sus consejeros. Al terminar el encuentro, se dirigió sin hablar con nadie a la habitación de su esposa. Madame de Maintenon le esperaba como siempre bordando junto a la ventana. Cuando le vio llegar, se levantó a servirle el café y volvió a su sitio. Luis estaba serio y parecía nervioso. A ella le latía fuertemente el corazón, aunque aguardó en silencio sus palabras. No habló hasta después de haber bebido varios sorbos. Entonces se volvió hacia su mujer y dijo, triunfal:
—Mi truco funcionó…
Madame de Maintenon dejó caer su aguja:
—¿Funcionó…?
—Todos me apoyan. Mis agentes han hecho un gran trabajo convenciendo a los plenipotenciarios aliados de que sus condiciones debían ser enormes… Ahora toda Francia querrá volver a la guerra. ¡Nadie va a aceptar la humillación! He hecho un llamamiento a mis súbditos que será leído en todas las iglesias del país. ¡Se alistarán en masa! ¡Tendremos el mayor ejército que hayamos logrado reunir nunca! He dado órdenes de fundir todas las vajillas de plata. ¡Tendremos hombres y dinero! ¡No van a echarnos de España, Françoise!
Ella sonrió satisfecha y modesta:
—Sois el mejor soberano, Luis. —Bajó la mirada hacia su bordado y volvió a alzarla de nuevo, rejuvenecida, mimosa—. Y el más guapo…
A la Muerte, hija de la Noche, los pintores la representan como un esqueleto armado de una guadaña, la Gran Segadora imbatible que va llevándose cabezas por delante sin contemplaciones, casi siempre en contra de la propia voluntad de esas cabezas. Mariana lo sabía bien. Cada vez que se desplazaba de sus habitaciones a las de la Reina, tenía que pasar por delante de aquel horroroso cuadro colgado justo en el único recodo del corredor iluminado por una ventana. Inevitablemente, sus ojos se detenían en el ejército espantoso de esqueletos que arrancaban árboles, quemaban ciudades, hundían barcos, y arrastraban a las multitudes hacia un inmenso sarcófago, jóvenes y viejos, ricos y pobres, píos y pecadores, buenos y malos, todos revueltos, mezclados en su terrible camino fuera de la vida, y en primer plano un Rey, un Monarca agonizando con su hermosa armadura y su cetro y su corona y su manto de armiño, todo inútil ya, pronto convertido en polvo, en nada. La Princesa se estremecía viendo ese tumulto de moribundos, y no podía evitar pensar que el día en que a la Muerte le diera por entrar en un palacio, tendría tantas magníficas cabezas que segar que no volvería a salir nunca más.
Y, en efecto, quizá cansado de andar durante tantos años por los campos de batalla de Europa, vivaqueando con los soldados, pasando frío y cogiendo mojaduras, el Esqueleto Segador llegó el 14 de abril de 1711 al palacio de Meudon y, por lo que se ve, aquello de las residencias reales, con sus buenas chimeneas, sus colchones de plumas y sus cómodos sillones, debió de gustarle. Ese día le quitó la vida al Delfín Luis, que se fue al Cielo cubierto de costras de viruela de arriba abajo. En la tierra dejó sus costosas colecciones de porcelanas y gemas, varias residencias magníficas y una viuda morganática, Marie-Émilie de Joly de Choin, de la que se decía que era la mujer más fea de la corte de Versalles pero la que tenía los pechos más grandes, unos enormes senos con los que a su marido le gustaba jugar en público como si fuesen unos timbales. Ella, que había soñado con gobernar secretamente Francia cuando él llegase a ser Rey, le lloró desconsolada, incapaz de resignarse a la idea de que la decencia exigía que se retirase a un convento, donde sólo podría gobernar a un puñado de novicias y de criadas.
Menos le lloró en cambio su familia, aunque todos se esforzaron en disimular lo mejor posible la pequeñez de su dolor. Luis lamentó la muerte de su hijo, por supuesto, pero se conformó a ella pensando que, en realidad, era un alivio: siempre le había parecido que el Delfín era tonto. Ahora que se veía él mismo cerca ya del final de su vida, no paraba de preguntarse qué haría aquel inútil con su reino. Incluso había noches en que le veía en sueños, regordete y lechoso, junto al Gran Canal de Versalles, exhibiendo completamente desnudo un pene diminuto y escupiéndoles a sus queridas carpas, que morían en el acto como si acabara de envenenarlas. Aquella pesadilla le había despertado varias veces, y le ponía tan nervioso que luego no había manera de que se volviese a dormir. Ese hijo suyo iba a acabar con todo lo que él había construido, estaba seguro. Su fallecimiento le libró por lo tanto de aquella preocupación: ahora, su corona sería para su nieto mayor, el Duque de Borgoña, que era mucho más inteligente y estaba mucho mejor preparado para ejercer el poder.
De hecho, el nuevo Delfín amaba el poder con auténtico entusiasmo. Siempre estaba pegado a su abuelo, respirando su autoridad, intentando contagiarse de su grandeza. Durante años, había envidiado el destino de su hermano menor, Felipe, que había llegado a poseer un trono mucho antes que él, aunque no fuese el adorado, suntuoso y bendito trono de Francia. Pero ahora, al morir el idiota de su padre —hacia el que sentía un profundo desprecio—, pronto sería su turno. En cuanto Dios llamase también a su lado al abuelo, al que esperaba, sin embargo, que el mismo Dios guardase muchos años. Con esas ideas en su cabeza, el Delfín Luis no consiguió lamentar ni un minuto la muerte de su antecesor, y aunque en los funerales y las misas por el difunto se le vio siempre con la cara piadosamente hundida entre las manos, como si para él el mundo se hubiera vuelto oscuridad, todos sabían que lo hacía para disimular la alegría que le asomaba sin que pudiese evitarlo a los ojos.