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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (32 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Come —dijo Uri.

—¿Se puede? —preguntó ella, dubitativa.

—Tú matas, tú comes —respondió él—. No debes matar para nada.

Viana lo entendió. Asaron el pájaro, pues, en un lugar despejado y alejado de la maleza. Según las indicaciones de Uri, había que obrar con infinitas precauciones cada vez que pretendían encender una hoguera, por lo que Viana procuraba hacerlo solo cuando era estrictamente necesario. Los dos racionaban su comida y trataban de alimentarse de bayas, frutos o raíces en la medida de lo posible. En este aspecto, Uri sorprendió a Viana una vez más: parecía saberlo todo sobre la zona del bosque que atravesaban, pero no qué especies eran comestibles y cuáles no lo eran. A la muchacha le extrañó mucho este hecho, pero su compañero no fue capaz de explicarle la razón por la cual podía orientarse en su propio mundo pero habría sido incapaz de alimentarse de él.

Por todos estos motivos, el trayecto a través del bosque estaba empezando a afectar los nervios de Viana.

No sabía qué iba a encontrarse tras la siguiente fila de árboles ni si podía comer sin peligro los frutos de aquel árbol, por apetitosos que le pareciesen. Ignoraba si estaban siguiendo la ruta correcta y cuánto faltaba para llegar a su destino. Y, lo peor de todo, seguía teniendo la molesta sensación de que los estaban observando siempre, a todas horas. Uri no le concedía importancia, pero tampoco negaba que, en efecto, había algo o alguien invisible en aquel bosque que llevaba vigilándolos desde hacía varios días.

La muchacha se decía a sí misma que, fuera lo que fuese, no podía ser peligroso; de lo contrario, los habría atacado tiempo atrás.

Sin embargo, en dos ocasiones se sintió realmente amenazada.

La primera se produjo una tarde en que avanzaba tras Uri, afectada ya por el cansancio de la jornada. Dio un traspié y, al apoyarse en el tronco de un árbol para guardar el equilibrio, rozó sin quererlo una mata de espino que Uri había evitado cuidadosamente.

Fue instantáneo. De pronto, los espinos se lanzaron hacia ella como tentáculos erizados de agujas, arañando y desgarrando su piel. Viana chilló y retrocedió, alarmada. El arbusto alzó sus ramas, agitándolas amenazadoramente.

—¿Qué… es… eso? —jadeó Viana horrorizada.

—Planta pica —respondió Uri, apartándola del arbusto—. Cuidado.

—Podrías haberlo dicho antes, ¿no? —protestó ella.

—Muchas plantas peligrosas —replicó él—. Muerden o pican o duelen si tú tocas o comes. Tú debes hacer como yo.

—Ya lo sé —replicó Viana, sintiéndose un poco tonta—. Lo siento.

Uri parecía algo preocupado. Acarició los cortes de la cara de Viana, pero no hizo ademán de curarlos de ninguna manera. Ella se sintió algo decepcionada, aunque había otro sentimiento que aún aleteaba en su corazón: el miedo.

Siguió a Uri a través del bosque, lanzando una última mirada atemorizada hacia el espino viviente. Nunca en su vida había visto nada semejante, y deseaba no volver a hacerlo.

Pero la siguiente prueba a la que tuvo que enfrentarse la aterrorizó todavía más.

Sucedió dos días después. Los dos jóvenes se habían detenido a descansar en un pequeño claro, junto a un arroyo que era poco más que un hilillo de agua cristalina resbalando entre las piedras cubiertas de musgo purpúreo. Mientras Uri hurgaba en el zurrón de su compañera en busca de algo para almorzar, Viana reconoció un poco más allá un arbusto de bayas comestibles. Se acercó a recoger unas cuantas y sus dedos fueron automáticamente hacia la más grande y redonda de todas.

No llegó a tocarla. Súbitamente, la baya se retiró de su alcance, y Viana vio, con horror, cómo se daba la vuelta para mostrar un pequeño rostro de color pardo que le siseó con furia desde el arbusto. La criatura era humanoide, tan alta como su dedo índice, y la parte posterior de su cabeza parecía una baya perfecta. Sus ropas estaban hechas con hojas de la misma planta entre la que se camuflaba. ¿Era un hada, un espíritu del bosque o algo parecido? Viana no lo sabía, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. Retrocedió con el corazón latiéndole con fuerza. Aquella criatura le mostraba unos pequeños dientes afilados y, a pesar de su pequeño tamaño, parecía peligrosa. La vio alejarse revoloteando entre el follaje con unas alas semejantes a las de una libélula, y no sintió deseos de seguirla.

—Uri… —murmuró.

El muchacho estaba junto a ella, contemplando la escena con seriedad. Era evidente que había visto al pequeño ser que se ocultaba en el matorral. Y no parecía sorprendido.

—¿Hay… muchas más criaturas como esta en el bosque?

En muchacho sonrió.

—Todo lleno —dijo, señalando a su alrededor.

Viana siempre había soñado con descubrir que los cuentos de hadas que le contaba su madre cuando era niña tenían algo real. Imaginaba que algún día conocería a los habitantes del Gran Bosque y que sería un momento lleno de magia. Nunca había creído que experimentaría aquel terror al saberse observada por cientos de ojillos desde la espesura. Nunca había pensado que las hadas, o lo que fueran, le inspiraría tanta aprensión.

Se pegó al cuerpo de Uri, temblando. El la rodeó con un brazo protector.

—No tengas miedo —dijo—. No son malos. No debes asustarlos. No debes molestarlos. Ellos no hacen daño.

La información parecía contradictoria, pero Viana creyó entender que aquellas criaturas no la atacarían si ella no las importunaba. Lo cual implicaba que sí podían herirla en el caso de que se sintieran amenazadas. Sacudió la cabeza. Si todas eran tan pequeñas como el ser que había descubierto entre las bayas, no había nada que temer. ¿O sí?

Aún temblaba de miedo cuando reemprendieron la marcha. No podía evitar mirar a su alrededor con recelo, tratando de descubrir a los seres que los acechaban. No vio nada fuera de lo normal, pero eso no la tranquilizó.

Estaban por todas partes. Camuflados en el bosque, entre los arbustos, entre las ramas, entre las raíces y los hongos que crecían sobre los húmedos troncos.

¿Cuántos serían? ¿Docenas? ¿Cientos? ¿Miles? Uri percibió su desasosiego y la tomó de la mano.

Aún pasaron varios días más antes de que llegaran a su destino. Durante aquellas jornadas, Viana se fue relajando poco a poco. Empezó a ver más criaturas: casi todas eran pequeñas y se confundían con el entorno. Sus pieles tenían la textura de la corteza y sus cabellos parecían manojos de ramitas o pequeñas matas de hierba. Algunos exhibían antenas o patas como los insectos: otros, alas de libélula o de mariposa. Sus cabezas tenían forma de baya o de hongo. Sus rostros mostraban rasgos humanos, pero sus expresiones no eran de este mundo. Algunos le dedicaban muecas salvajes, otros reían de forma desquiciada. Había unos cuantos, en cambio, que sonreían tan dulce y enigmáticamente que Viana se sentía conmovida y aterrorizada al mismo tiempo. Sin embargo, unos y otros tenían algo en común: la chica no podría haber visto nada si ellos no se hubieran mostrado ante sus ojos voluntariamente. Algunos se asomaban con curiosidad para verlos pasa; otros jugaban a confundirla o asustarla, pero no parecía que lo hicieran con malicia. Viana comprendió que llevaban tiempo observándola y habían decidido que no era una amenaza. Quizá la presencia de Uri, tan tranquilo y confiado, había influido en aquella impresión.

El chico no hablaba con los seres, ni parecía que estos tuvieran interés en comunicarse con él. Parecía como si uno y otros fueran, simplemente, elementos del mismo decorado, acostumbrados a su mutua presencia. Viana era el intruso, el extraño. Por eso al principio la miraban con desconfianza. Ella, a su vez, reaccionaba dando un respingo y agarrándose a Uri con aprensión cada vez que distinguía un rostro moteado entre la maleza o cuando escuchaba susurros o risas inhumanas. Poco a poco, los gestos de las criaturas se volvieron cada vez más amables, y Viana acabó por acostumbrarse a ella.

Las últimas jornadas de viaje transcurrieron como en un sueño. Viana seguía a Uri sin preocuparse ya por la ruta o por los días que faltaban para llegar hasta su destino. Habría jurado que los árboles se movían para abrirles camino, y a veces volvían a unir sus troncos tras ellos, impidiéndoles retroceder. A menudo sentía que las ramas se apartaban ligeramente para facilitarle el paso, y que incluso las raíces se retiraban un poco para no hacerla tropezar.

«No puede ser», pensaba una parte de ella; pero era una vocecita a la que ya apenas prestaba atención. Se limitaba a dejarse llevar, y así, comenzó a apreciar la belleza del bosque encantado; por las noches, pequeñas criaturas feéricas brillaban entre los árboles como luciérnagas. Al amanecer, algunas entonaban cánticos que transmitían una profunda y misteriosa alegría. Macizos enteros de flores se desplegaban en una lluvia de alas multicolores al paso de los dos intrusos. Perlas de rocío relucían en las telarañas que colgaban bajo el sol del atardecer. Seres diminutos saltaban entre enormes hongos de fantásticas formas. Pronto, la actitud de las criaturas del bosque se volvió mucho más amistosa, y Viana se dio cuenta de que competían entre ellas para mostrarle las maravillas de su mundo. Algunas volaban hasta ella para entregarle una flor, una baya o un brote verde; otras la guiaban hasta el recodo más bello y salvaje de un arroyo, hasta una cascada umbría, envuelta en un centellante arco iris, o hasta un claro tapizado de flores silvestres.

Así, una mañana, Uri despertó a Viana y le dijo:

—Estamos cerca.

La muchacha se levantó de un salto, con el corazón palpitándole con fuerza. Uri se llevó un dedo a los labios cuando se pusieron en marcha, y Viana asintió, en tensión.

Durante aquel viaje se había familiarizado con el sorprendente paisaje del Gran Bosque, y apenas prestó atención a los dos seres que revoloteaban tras ellos, envueltos en una vestimenta que simulaba el capullo de una flor de grandes pétalos blancos.

Tras seguir adelante un poco más, Uri la guió por un terraplén bordeado de arbolillos. Cuando subieron la hondada, Viana se detuvo de golpe.

Había notado un extraño y pesado silencio en el ambiente, pero ahora comenzaba a percibir algo que se elevaba por encima de él: parecía un silbido formado por múltiples instrumentos de viento tocando al compás.

Miró a su alrededor, desconcertada.

Se hallaba en una explanada salpicada de árboles cuyas raíces sobresalían del suelo musgoso y se entrelazaban unas con otras formando una tupida red que parecía unirlos a todos. Sus troncos estaban parcialmente ocultos por una corteza rojiza llena de desconchones, como si estuviesen mudando de piel. También las ramas, que se elevaban con orgullo hacia lo alto, se enredaban unas con otras. Y sus hojas…

Viana lanzó una exclamación de asombro.

Las hojas de aquellos árboles eran muy grandes; tanto, que cualquiera de las más pequeñas podría cubrir ampliamente el rostro de una persona, como una máscara. Pero cada una de ellas parecía orientada en una dirección diferente, y muchas se rizaban sobre sí mismas o formaban curiosas espirales. Tras observarlas durante un rato, Viana descubrió, asombrada, que se movían lenta y cuidadosamente. Y no era a causa del viento.

Viana habría jurado que los árboles giraban voluntariamente cada una de sus hojas, como una bailarina movería sus dedos al son de la música. Solo que, en este caso, la música la producían ellos mismos. El aire silbaba entre sus hojas, y los árboles las hacían repiquetear como campanillas o las enrollaban para que sonaran como pequeñas flautas, o las sacudían y retorcían para obtener sonidos extraños y maravillosos. Todo ello conformaba un fascínate coro que mantuvo a Viana extasiada durante un buen rato, hasta que comprendió lo que estaba sucediendo.

El viento jamás había sonado de aquella manera en ningún otro lugar del mundo. Eran los árboles. Estaban cantando.

Viana parpadeó, pero no pudo evitar que las lágrimas desbordaran sus ojos y rodaran por sus mejillas. Se dejó caer sobre el suelo —sintió el estremecimiento de las raíces sobre las que se había sentado— y permaneció un buen rato, no habría sabido decir cuánto, escuchando la canción de los árboles. Aquella música parecía hablar de todo lo que sucedía bajo el cielo, desde el subsuelo hasta las nubes más altas; cantaba a la lluvia, a la tierra, al viento y al sol; se colaba por todos los resquicios del alma y la elevaba, como si tuviera alas, hasta el lugar donde nacían las estrellas.

Y mientras tanto, las hadas bailaban, bailaban al son de los árboles, embriagadas por su cautivadora melodía.

Cuando por fin los árboles dejaron sus hojas inmóviles, Viana pareció despertar de un sueño. Se dio cuenta entonces de que tenía hambre, y se preguntó cuánto tiempo habría permanecido allí, escuchando a los árboles que cantaban. Le vinieron a la memoria historias acerca de incautos que se habían internado en el Gran Bosque y habían permanecido encantados durante siglos, atrapados por los hechizos de las hadas. Se miró las manos en un arranque de pánico, temiendo encontrarlas arrugadas como las de una anciana. Pero todo parecía estar igual que siempre.

Descubrió entonces que junto a ella se hallaba Uri, visiblemente emocionado.

—Aquí, Viana —dijo con voz ronca—. Esta es mi casa.

Ella lo observó mientras se ponía en pie de un salto e iba de un árbol a otro, acariciando sus troncos como si saludara a sus viejos amigos.

Se levantó y caminó tras él, a la sombra de los árboles cantores, que parecían inclinar sus ramas hacia ella como si quisieran darle la bienvenida al lugar.

No tardó en alcanzarlo. El muchacho se había detenido junto a un árbol un poco más grande. Al principio, Viana pensó que se trataba de una ejemplar diferente a los que la había conmovido tan profundamente; pero al acercarse más, se dio cuenta de su error: sí que era uno de los árboles cantores… pero estaba muerto. Ya no le quedaban hojas, su tronco estaba seco y había perdido su hermoso color rojizo: ahora mostraba un tono gris ceniciento. Además, Viana descubrió consternada una cicatriz horizontal, como el golpe de un hacha, que marcaba profundamente su corteza. Los dedos de Uri la recorrían como si quisieran sanar al árbol con su toque mágico. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¿Quién ha hecho esto? —susurró Viana; por alguna razón, no se atrevía a levantar la voz en aquel lugar.

—Ellos —respondió Uri. No dio más detalles, pero la joven entendió que se refería a los bárbaros. Se estremeció. ¿Qué case de persona sería capaz de agredir así a un árbol tan extraordinario?

BOOK: Donde los árboles cantan
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