—A mí se me figura en este momento ver la causa de la eterna ausencia de
su
capitán, señora. Un espíritu noble como el suyo, un caballero de la calidad de ese que usted me pinta, vuelve de la guerra a cumplir a su amada una promesa..., a no ser que la muerte gloriosa le otorgue
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antes sus favores. Su capitán, a mi entender, no volvió.... porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo
absoluto
, el deber; ese
liberal
, que por la sangre de sus heridas mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora; no volvió porque murió como un héroe...
Iba a hablar doña Berta, cuyos ojillos brillaban con una especie de locura mística; pero el pintor tendió una mano, y prosiguió diciendo:
—Aquí nuestra historia se junta, y verá usted cómo hablándola del porqué de mi último cuadro, el que me alaban propios y extraños, sin que él merezca tantos elogios, queda explicado el
por qué
yo presumo,
siento
, que el capitán de usted se portó como el
mío
. Yo también tengo mi capitán. Era un amigo del alma...; es decir, no nos tratamos mucho tiempo; pero su muerte, su gloriosa y hermosa muerte, le hizo el íntimo de mis visiones de pintor que aspira a poner un corazón en una cara. Mi último cuadro, señora, ese de que hasta usted, que nada quiere saber del mundo, sabía algo por los periódicos que vienen envolviendo garbanzos y azúcar, es... seguramente el menos malo de los míos. ¿Sabe usted por qué? Porque lo vi de repente, y lo vi en la realidad primero. Años hace, cuando la segunda guerra civil, yo, aunque ya conocido y estimado, no había alcanzado esto que llaman... la celebridad, y acepté, porque me convenía para mi bolsa y mis planes, la plaza de corresponsal que un periódico ilustrado extranjero me ofreció, para que le dibujase cuadros de actualidad, de costumbres españolas, y principalmente de la guerra. Con este encargo, y mi gran afición a las emociones fuertes, y mi deseo de recoger datos dignos de crédito para un gran cuadro de heroísmo militar con que yo soñaba, me fui a la guerra del Norte, resuelto a ver muy de cerca todo lo más serio de los combates, de modo que el peligro de mi propia persona me facilitase esta proximidad apetecida. Busqué, pues, el peligro, no por él, sino por estar cerca de la muerte heroica. Se dice, y hasta lo han dicho escritores insignes, que en la guerra
cada cual
no ve nada grande, nada poético. No es verdad esto... para un pintor. A lo menos para un pintor de mi carácter. Pues bueno; en aquella guerra conocí a
mi capitán
; él me permitió lo que acaso la disciplina no autorizaba: estar a veces donde debía estar un soldado. Mi capitán era un bravo y un jugador; pero jugaba tan bien, era tan pundonoroso,
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que el juego en él parecía una virtud, por las muchas buenas cualidades que le daba ocasión para ejercitar. Un día le hablé de su arrojo temerario, y frunció el ceño. «Yo no soy temerario, me dijo con mal humor; ni siquiera valiente; tengo obligación de ser casi un cobarde... Por lo menos debo mirar por mi vida. Mi vida no es mía..., es de un acreedor. Un compañero, un oficial, no ha mucho me libró de la muerte, que iba a darme yo mismo, porque, por primera vez en mi vida, había jugado lo que no tenía, había perdido una cantidad... que no podía entregar al
contrario
; mi compañero, al sorprender mi desesperación, que me llevaba al suicidio, vino en mi ayuda; pagué con su dinero.... y ahora debo dinero, vida y gratitud. Pero el amigo me advirtió, después que ya era imposible devolverle aquella suma, que con ella había puesto su honra en mis manos... "Vive —me dijo—, para pagarme trabajando, ahorrando, como puedas; esa cantidad de que hoy pude disponer, y dispuse para salvar tu vida, tendré un día que entregarla, y si no la entrego, pierdo la fama.
Vive
para ayudarme a recuperar esa fortunilla y salvar mi honor". Dos honras, la suya y la mía, penden, pues, de mi existencia; de modo, señor artista, que huyo o debo huir de las balas. Pero tengo dos vicios; la guerra y el juego: y como ni debo jugar ni debo morir, en cuanto honrosamente pueda, pediré la absoluta, y, entre tanto, seré aquí muy prudente.» Así, señora, poco más o menos me habló mi capitán; y yo noté que al siguiente día, en un encuentro, no se aventuró demasiado; pero pasaron semanas, hubo choques con el enemigo y él volvió a ser temerario; mas yo no volví a decirle que me lo parecía. Hasta que, por fin, llegó
el día de mi cuadro
...
El pintor se detuvo. Tomó aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en su fantasía el cuadro, no según su obra maestra, sino según la realidad se lo había ofrecido.
Doña Berta, asombrada, agradeciendo al artista las voces que este daba para que ella no perdiese ni una sola palabra, escuchó la historia del cuadro célebre y supo que en un día ceniciento, frío, una batalla decisiva había llevado a los soldados de aquel
capitán
al extremo de la desesperación, que acaba en la fuga vergonzosa o en el heroísmo. Iban a huir todos, cuando el jugador, el que debía su vida a un acreedor, se arrojó
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a la muerte segura, como arrojaba a una carta toda su fortuna; y la muerte le rodeó como una aureola
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de fuego y de sangre; a la muerte y a la gloria arrastró consigo a muchos de los suyos. Mas antes hubo un momento, el que se había grabado como a la luz de un relámpago en el recuerdo del artista, llenando su fantasía; un momento en que en lo alto de un reducto el
capitán
jugador brilló solo, como en una apoteosis, mientras más abajo y más lejos los soldados vacilaban, el terror y la duda pintados en el rostro.
—El gesto de aquel hombre, el que milagrosamente pude conservar con la absoluta exactitud y trasladarlo a mi idea, era de una expresión singular, que lo apartaba de todo lo clásico y de todo lo convencional; no había allí las líneas canónicas que podrían mostrar el entusiasmo bélico, el patriotismo exaltado; era otra cosa muy distinta...; había dolor, había remordimientos, había la pasión ciega y el impulso soberano en aquellos ojos, en aquella frente, en aquella boca, en aquellos brazos; bien se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la crítica se han enamorado de
mi
capitán; ha traducido cada cual a su manera aquella
idealidad
del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo mejor del cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de fuerza intensa, y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su admiración. El secreto de mi triunfo lo sé yo; es este, señora, lo que yo vi aquel día en aquel hombre que desapareció entre el humo, la sangre y el pánico, que después vino a oscurecerlo todo. Los demás tuvimos que huir al cabo; su heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo. Lo que no sabrá el mundo es que
mi
capitán murió faltando a su
palabra
de no buscar el peligro...
—¡Así murió el
mío
! —exclamó exaltada doña Berta, poniéndose en pie, tendiendo una mano como inspirada—. ¡Sí, el corazón me grita que él también me abandonó por la muerte gloriosa!
Y doña Berta, que en su vida había hecho frases ni ademanes
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de sibila,
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se dejó caer en su silla, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo pensar en una estatua de la Historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grandes dolores sin crónica.
Pasó una brisa fría; tembló la anciana, levantóse, y con un ademán indicó al pintor que la siguiera. Volvieron al salón; y doña Berta, medio tendida en el sofá, siguió sollozando.
Sabelona entró silenciosa y encendió todas las luces de los candelabros de plata que adornaban una consola. Le pareció a ella que era toda una inspiración, para dar
tono
a la casa, aquella ocurrencia de iluminar, sin que nadie se lo mandara, el salón oscuro. La noche se echaba encima sin que lo notaran ni el pintor ni doña Berta. Mientras esta ocultaba el rostro con las manos, porque Sabel no viera su enternecimiento, el artista se puso a pasear sus emociones hondas y vivas por el largo salón, cabizbajo. Pero al llegar junto a la consola, la luz le llamó la atención, levantó la cabeza, miró en tomo de sí, y vio en la pared, cara a cara, el retrato de una joven vestida y peinada a la moda de hacía cuarenta y más años. Tardó en distinguir bien aquellas facciones, pero cuando por fin la imagen completa se le presentó con toda claridad, sintió por todo el cuerpo el ziszás de un escalofrío como un latigazo. Por señas preguntó a Sabelona quién era la dama pintada; y Sabel, con otro gesto y gran tranquilidad, señaló a la anciana, que seguía con el rostro escondido entre las manos. Salió Sabelona de la estancia en puntillas, que este era su modo de respetar los dolores de los amos cuando ella no los comprendía; y el pintor, que, pálido y como con miedo, seguía contemplando el retrato, no sintió que dos lágrimas se le asomaban a los ojos. Y cuando volvió a su paseo sobre los tablones de castaño, que crujían, iba pensando:«Estas cosas no caben en la pintura; además, por lo que tienen de
casuales
, de inverosímiles, tampoco caben en la poesía: no caben más que en el mundo... y en los corazones que saben sentirlas». Y se paró a contemplar a doña Berta que, ya más serena, había cesado de llorar, pero con las manos cruzadas sobre las flacas rodillas, miraba al suelo con ojos apagados. El amor muerto, como un
aparecido
, volvía a pasar por aquel corazón arrugado, yerto; como una brisa perfumada en los jardines, que besa después los mármoles de los sepulcros.
—Amigo mío —dijo la anciana, poniéndose en pie y secando las últimas lágrimas con los flacos dedos, que parecían raíces—; hablando de mis cosas se nos ha pasado el tiempo, y usted... ya no puede buscar albergue en otra parte; llega la noche. Lo siento por el qué dirán —añadió sonriendo—; pero... tiene usted que quedarse a cenar y a dormir en Posadorio.
El pintor aceptó de buen grado y sin necesidad de ruegos.
—Pienso pagar la posada —dijo.
—¿Cómo?
—Sacando mañana una copia de ese retrato; unos apuntes para hacer después en mi casa otro... que sea como ese, en cuanto a la semejanza con el original... si es que la tiene.
—Dicen que sí —interrumpió doña Berta, encogiendo los hombros con una modestia póstuma, graciosa en su triste indiferencia. —Dicen —prosiguió— que se parece como una gota a otra gota, a una Berta Rondaliego, de que yo apenas hago memoria.
—Pues bien; mi copia, dicho sea sin jactancia...
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será algo menos mala que esa, en cuanto pintura...; y exactamente fiel en el parecido.
Y dicho y hecho; a la mañana siguiente, el pintor, que había dormido en el lecho de nogal en que había expirado el último Rondaliego, se levantó muy temprano, hizo llevar el cuadro a la huerta, y allí, al aire libre, comenzó su tarea. Comió con doña Berta, contemplándola atento cuando ella no le miraba, y después del café continuó su trabajo. A media tarde, terminados sus apuntes, recogió sus bártulos,
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se despidió con un cordialísimo abrazo de su nueva amiga, y por el Aren adelante desapareció entre la espesura, dando el último adiós desde lejos con un pañuelo blanco que tremolaba
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como una bandera.
Otra vez quedó sola doña Berta con sus pensamientos; pero ¡cuán otros eran! Su capitán, de seguro, no había vuelto porque no había podido; no había sido un malvado, como decían los hermanos; había sido un héroe... Sí, lo mismo que el otro, el capitán del pintor, el jugador que jugaba hasta la honra por ganar la gloria... Los remordimientos de doña Berta, que aún más que remordimientos eran
saudades
,
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se irritaron más y más desde aquel día en que una corazonada le hizo creer con viva fe que su amante había sido un héroe, que había muerto en la guerra, y por eso no había vuelto a buscarla. Porque siendo así, ¡qué cuentas podía pedirle de su
hijo
! ¿,Qué había hecho ella por encontrar al
fruto de sus amores
? Poco más que nada; se había dejado aterrar, y recordaba con espanto los días en que ella misma había llegado a creer que era remachar
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el clavo de su ignominia emprender clandestinas pesquisas
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en busca de su hijo. Y ahora... ¡qué tarde era ya para todo!... El hijo, o había muerto en efecto, o se había perdido para siempre. No era posible ni soñar con su rastro. Ella misma había perdido en sus entrañas a la madre...; era ya una abuela. Una vaga conciencia le decía que no podía sentir con la fuerza de otros tiempos; las menudencias
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de la vida ordinaria, la prosa de sus quehaceres la distraía a cada momento de su dolor, de sus meditaciones; volvían. era verdad, pero duraban poco en la cabeza, y aquel ritmo constante del olvido y del recuerdo llegaba a marearla. Ella propia llegaba a pensar: «¡Es que estoy chocha! Esto es una manía, más que un sentimiento». Y con todo, a ratos pensaba, particularmente después de cenar, de acostarse, mientras se paseaba por la espaciosa cocina a la luz del candil de Sabelona, pensaba que en ella había una recóndita energía que la llevaría a un gran sacrificio, a una absoluta abnegación... si hubiera asunto para esto. «¡Oh! ¡Adónde iría yo por mi hijo... vivo o muerto! Por besar sus huesos pelados ¡qué años no daría, si no de vida, que ya no puedo ofrecerla, qué años de gloria pasándolos de más en el purgatorio! O porque yo soy como un sepulcro, un alma que ya se descompone, o porque presiento la muerte, sin querer pienso siempre, al figurarme que busco y encuentro a mi hijo.... que doy con sus restos, no con sus brazos abiertos para abrazarme». Imaginando estas y otras amarguras semejantes, sorprendió a doña Berta el mensaje que, al cabo de ocho días, le envió el pintor por un propio.
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Un aldeano, que desapareció en seguida sin esperar propina ni refrigerio,
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dejó en poder de doña Berta un gran paquete que contenía una tarjeta del pintor y dos retratos al óleo; uno era el de Berta Rondaliego, copia fiel del cuadro que estaba sobre la consola en el salón de
Posadorio
, pero copia idealizada y llena de expresión y vida, gracias al arte verdadero. Doña Berta, que apenas se reconocía en el retrato del salón, al mirar el nuevo, se vio de repente en un espejo... de hacía más de cuarenta años. El otro retrato que le enviaba el pintor tenía un rótulo al pie, que decía en letras pequeñas, rojas: «Mi capitán». No era más que una cabeza: doña Berta, al mirarlo, perdió el aliento y dio un grito de espanto. Aquel
mi capitán
era también el
suyo
... el
suyo
, mezclado con ella misma, con la Berta de hacía cuarenta años, con la que estaba allí al lado... Juntó, confrontó las telas, vio la semejanza perfecta que el pintor había visto entre el retrato del salón y el
capitán
de sus recuerdos, y de su obra maestra; pero además, y sobre todo, vio otra semejanza, aún más acentuada, en ciertas facciones y en la expresión general de aquel rostro, con las facciones y la expresión que ella podía evocar de la imagen que en su cerebro vivía, grabada con el buril
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de lo indeleble, como la gota labra la piedra. El amor único, muerto, siempre escondido, había plasmado en su fantasía una imagen fija, indestructible, parecida a su modo a ese granito pulimentado por los besos de muchas generaciones de creyentes que van a llorar y esperar sobre los pies de una Virgen o de un santo de piedra. El
capitán
del pintor era como una restauración del retrato del otro capitán que ella veía en su cerebro, algo borrado por el tiempo, con la pátina
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oscura de su escondido y prolongado culto, ahumado por el holocausto del amor antiguo, como lo están los cuadros de iglesia por la cera y e incienso. Ello fue que cuando Sabelona vino a llamar a doña Berta, la encontró pálida, desencajado el rostro y medio desvanecida. No dijo más que «Me siento mal», y dejó que la criada la acostara. Al día siguiente vino el médico del concejo, y se encogió de hombros. No recetó. «Es cosa de los años», dijo. A los tres días, doña Berta volvía a correr por la casa más ágil que nunca, y con un brillo en los ojos que parecía de fiebre. Sabelona vio con asombro que a la siguiente madrugada salía de
Posadorio
un propio con una carta lacrada. ¿A quién escribía la señorita? ¿Qué podía haber en el mundo, por allá lejos, que la importase a ella? El ama había escrito al pintor; sabía su nombre y el del concejo en que solía tener su posada durante el verano; pero no sabía más, ni el nombre de la parroquia en que estaba el rústico albergue del artista, ni si estaría él entonces en su casa, o muy lejos, en sus ordinarias excursiones.