Dioses, Tumbas y Sabios (16 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Pero el golpe fue terrible. No lo olvidará jamás. Su emoción le demostró interiormente hasta qué punto estaba ya ligado a la tarea de hacer hablar las imágenes muertas. Cuando, agotado, se duerme, le persiguen terribles pesadillas. En su desvarío, las imágenes fantásticas hablan con voces egipcias. Y el sueño le confirma lo que su dura vida frecuentemente le ha impedido ver: que es un obsesionado, que está hechizado por los jeroglíficos, que es un ser vencido por la magia del desciframiento de escrituras raras.

Todos sus sueños terminan con el triunfo. Le parece que disfruta ya de este triunfo. Cuando, sin hallar sosiego, da vueltas de un lado a otro, este joven de dieciocho años no sabe que más de una docena de años le separan todavía del día en el que alcanzará su propósito. Ni sospecha que sufrirá un revés tras otro, y que él, que sólo siente interés por los jeroglíficos y por el país de los faraones, tendrá que marchar un día camino del destierro, acusado de alta traición.

Capítulo XI

UN ACUSADO DE ALTA TRAICIÓN DESCIFRA LOS JEROGLÍFICOS

Ya a los doce años de edad, estudiando el Antiguo Testamento en su versión original, Champollion afirmó en un trabajo escolar que la forma de Estado republicano era la única razonable. Formado en las tendencias ideológicas propias del siglo de la Ilustración, que fueron causas de la Revolución francesa, hubo de sufrir luego las consecuencias del nuevo despotismo por el que se deslizaba el régimen revolucionario en edictos y decretos y que terminó manifestándose de manera descarada con la coronación de Napoleón Bonaparte como emperador. Mientras su hermano se convertía en un entusiasta admirador de Napoleón, él siguió siendo un puritano, un crítico severo de todos los éxitos y ni siquiera en su más íntimo pensamiento secundó la carrera triunfal de las águilas imperiales francesas.

No vamos a enjuiciar en esta obra sus ideas políticas, pero tampoco podemos, al narrar la vida del egiptólogo, silenciar el hecho de que siguiendo el ferviente e indómito deseo de libertad, tan en boga entonces, empuñó la bandera tricolor e intervino en la conquista de Grenoble. Champollion, que ya había sufrido lo suyo bajo el duro régimen de Napoleón, se declaró después enemigo de los Borbones y con su propia mano arrió la bandera de la flor de lis del torreón de la ciudadela e izó la tricolor, la misma que quince años antes había ondeado triunfante por toda Europa y que entonces le parecía de nuevo un símbolo de la libertad, Champollion estaba otra vez en Grenoble. El 10 de julio de 1809 había sido nombrado profesor de la Universidad. Es decir, a los diecinueve años de edad era profesor allí donde poco antes había sido alumno, y entre sus propios discípulos había muchachos que dos años antes se habían sentado con él en los bancos escolares. ¿Es de extrañar que tuviera enemigos, que se viera envuelto en una red de intrigas en una época en que las intrigas tanto prosperaban, especialmente entre los profesores de más edad que se sentían postergados, defraudados, relegados a segundo plano por aquel jovenzuelo?

Las ideas que defendía el joven profesor de Historia consistían en proclamar sus anhelos de verdad, cifrando en ello la meta más alta de la investigación histórica. Pero al decir
verdad
se refería a la
Verdad
absoluta y no a una verdad bonapartista ni borbónica. Por eso pedía libertad para la ciencia, insistiendo siempre en que la libertad absoluta no podía verse limitada por decretos ni prohibiciones dictados por las exigencias del poder. Exigía lo mismo que aquellas cabezas febriles de los primeros días de la revolución habían proclamado y que a partir de entonces se había venido traicionando de año en año.

En suma, como era político, fatalmente tenía que chocar con la realidad diaria, y como que nunca traicionó sus ideas, frecuentemente se sintió desalentado y defraudado. Por ejemplo, cuando escribe una cita a su hermano, que otro cualquiera hubiera tomado de las palabras finales de la moraleja del
Candide
de Voltaire, el famoso
cultivemos nuestro jardín
, él, buen orientalista, lo toma de uno de los libros sagrados del Oriente y escribe: «¡Fertiliza tus campos! En el "Zend Avesta" se dice que es mejor fertilizar cuatro pulgadas de tierra seca que ganar veinticuatro batallas, y yo opino lo mismo».

Y cada vez más envuelto en intrigas, enfermo por causa de ellas y víctima de las maniobras de sus colegas, vio reducido su sueldo a la cuarta parte, por lo que escribe poco después: «Está decidida mi suerte: pobre como Diógenes, trataré de comprarme un tonel y ponerme un saco como vestido. Luego esperaré que me mantenga la conocida generosidad de los atenienses».

Compone sátiras contra Napoleón; pero cuando éste ha caído el 19 de abril de 1814, fecha en que los aliados entran en Grenoble, pregunta con amargo escepticismo si ahora, una vez derrocado el régimen del déspota, comenzará realmente el régimen ideal soñado. Él tiene sus dudas sobre ello.

Pero la violencia de sus sentimientos en pro de la libertad del pueblo y de la ciencia jamás consigue nublar su otra pasión, su entusiasmo por el estudio de la antigüedad de Egipto. Su fecundidad sigue siendo increíble. Se dedica a los menesteres más secundarios, a lo más alejado de su tema principal; hace un diccionario copto y al mismo tiempo escribe piezas de teatro para los salones de Grenoble —entre ellas, un drama sobre el tema de Ingenia—. Escribe la letra de tres canciones de moda,
chansons
de matiz político que saltan de su pluma a la calle, cosa que sería inconcebible en un erudito alemán, pero que en Francia obedece a una tradición que se remonta al siglo XII con el famoso Pedro Abelardo. Y además de todo esto se ocupa de lo que para él es el objeto central de su trabajo: profundiza, cala cada vez más hondo en los secretos de Egipto, que no abandona ni en los días en que las calles hierven a los gritos de
Vive l'Empereur
! o
Vive le Roi
! Escribe muchísimas composiciones, prepara libros, ayuda a otros autores, se dedica a la ruda tarea de la enseñanza y se tortura con estudiantes mediocres; esfuerzo que acaba por atacarle los nervios y minar su salud. En diciembre de 1816 escribe: «Mi diccionario copto se va haciendo cada día más grueso, mientras a su autor le sucede lo contrario». Por eso suspira cuando llega a la página 1069 y aún no puede concluir el libro.

Llegan los famosos Cien Días, que contienen el aliento de Europa entera al verse por última vez bajo las garras de Napoleón, que derrumba de un manotazo audaz el edificio tan fatigosamente levantado tras su derrota. Otra vez se convierten los perseguidos en perseguidores, los que gobiernan en gobernados, el rey en fugitivo, y Champollion se ve obligado a salir de su biblioteca. ¡Napoleón ha vuelto!

Con un sensacionalismo verdaderamente de opereta, la Prensa servil de entonces escribe días tras día: «¡El malvado ha huido!». «¡El ogro ha desembarcado en Cannes!». «¡El tirano llega a Lyon!». «¡El usurpador está a sesenta horas de la capital!». «¡Bonaparte se acerca a pasos agigantados!». «¡Napoleón estará mañana ante nuestras murallas!». «¡Su Majestad se halla en Fontainebleau!».

El 7 de marzo, Napoleón, en su marcha hacia la capital, llega a Grenoble. Golpeando con su tabaquera llama a la puerta de la ciudad. Es de noche y a la luz de las antorchas se desarrolla una nueva escena cómica de la Historia universal; durante un minuto terriblemente largo, Napoleón se enfrenta completamente solo ante los cañones de una plaza fortificada, donde los artilleros corren de un lado a otro. Por último, alguien grita: «¡Viva Napoleón!»; y entra el aventurero para salir de Grenoble como emperador, ya que Grenoble, corazón del Delfinado, significa estratégicamente nada menos que la posición clave, la baza decisiva de su velocísima campaña.

Figeac, el hermano de Champollion, que ya antaño era entusiasta del emperador, es ahora su admirador más ferviente. Napoleón pide un secretario particular y el alcalde le presenta a Figeac deletreando mal su nombre intencionadamente: Champoleón.

—¡Magnífico! —exclama el emperador—, lleva la mitad de mi propio nombre.

A Champollion, que asiste a esta escena, Napoleón le pregunta por su trabajo y se entera de su gramática copta y de su diccionario. Y mientras Champollion permanece impasible —desde los doce años había tratado familiarmente a personas que se hallaban más cerca de los dioses que Napoleón—, el emperador queda prendado del joven erudito; charla largo rato con él y en un capricho de emperador le promete mandar imprimir sus dos obras en París. Pero no se contenta con ello, sino que al día siguiente le visita en la biblioteca y vuelve a hablar de sus estudios lingüísticos. Y todo en aquellos días y horas en que estaba en camino de recobrar su Imperio. Dos conquistadores de Egipto se hallaban frente a frente. El uno hacía entrar en sus ambiciosos proyectos geopolíticos al país del Nilo, en este momento en que volvía a brillar su estrella; pensaba construir mil esclusas para asegurar indefinidamente la regularidad del río, y decide inmediatamente declarar el idioma copto como lengua popular universal; el otro, que nunca había visitado Egipto, pero que en su espíritu había vivido en aquel imperio antiguo desaparecido ya mil veces, sueña también con ambiciosos proyectos y llegará a conquistarlo por el valor de sus conocimientos y de su inteligencia.

Pero los días de Napoleón están contados. Rápida como su segundo ascenso es también su segunda derrota. La isla de Elba fue su punto de partida y, tras los Cien Días, Santa Elena será su lecho de muerte.

Los Borbones entran de nuevo en París. Pero ya no son fuertes ni poderosos y por ello no sienten grandes deseos de venganza, a pesar de lo cual también se pronuncian centenares de sentencias condenatorias y «llueven las multas, como antaño el maná para los judíos». Figeac está entre los perseguidos por haberse comprometido al seguir a Napoleón a París. Y los procedimientos expeditivos que siguen los muchos envidiosos que el joven catedrático tenía en Grenoble, no distinguen entre los dos hermanos, ya que incluso se les confundió en sus trabajos científicos. Acaso fuera también porque el joven Champollion, en las últimas horas de los Cien Días, al mismo tiempo que desesperaba por reunir mil francos para adquirir un papiro egipcio, ayudase a fundar la pomposamente denominada Confederación del Delfinado, liga secreta que declaraba defender la causa de la libertad y que ahora era sospechosa.

Cuando los monárquicos marcharon sobre Grenoble, Champollion estaba en las fortificaciones y animaba a los soldados a la resistencia, sin saber en que lado había mayor libertad. Pero ¿qué sucede de pronto? En el momento en que el general Latour comienza a bombardear el centro de la ciudad, al ver en peligro las conquistas de la ciencia y el futuro de su trabajo, Champollion se aleja de las fortificaciones y, abandonando toda política y todo interés militar, va al segundo piso del edificio de la biblioteca y acarreando agua y arena, él solo en el enorme cascarón, resiste así el cañoneo exponiendo su vida por la salvación de sus papiros. En los días que siguen, Champollion, destituido de su cátedra, acusado de alta traición y exiliado, empieza el trabajo de desciframiento definitivo de los jeroglíficos. Al año y medio de destierro sucede otro período de trabajo infatigable. Grenoble y París son de nuevo sus puntos de residencia. Le amenaza de nuevo otro proceso de alta traición. En el año 1821 abandona la ciudad, donde, de pronto, se había convertido de alumno en académico, y ahora en fugitivo. Pero un año más tarde publica una
Lettre a M. Dacier relative a l'alphabet des hiéroglyphes phonétiques
, documento que contiene las bases del desciframiento y que le da a conocer al mundo entero, ese mundo cuya mirada se vuelve hacia las cuestiones hasta entonces no esclarecidas, hacia el enigma de las pirámides y de los templos antiguos poco ha descubiertos.

Por raro que nos parezca, este hecho era evidente: los jeroglíficos estaban a la vista de todo el mundo y sobre ellos habían opinado y escrito varios autores antiguos, de los cuales los de la Edad Media occidental habían hecho interpretaciones cada vez más diversas; y ahora, con la expedición de Napoleón a Egipto, innumerables copias llegaban a los eruditos e investigadores, pero, a pesar de todo, no habían sido descifradas. Aquello no sólo revelaba incapacidad e ignorancia colectiva, sino el resultado de individuales criterios erróneos que perpetuaban el error.

Heródoto, Estrabón y Diodoro viajaron por Egipto y habían mencionado los jeroglíficos como una incomprensible escritura de imágenes. Horapolo, en el siglo IV d. de J. C., había dejado una descripción detallada de su significado, y las alusiones de Clemente de Alejandría y de Porfirio eran poco comprensibles. Es lógico que ante la falta de un punto de referencia más seguro, el trabajo de Horapolo fuera tomado como clave de todos los estudios. Éste, sin embargo, hablaba de los jeroglíficos considerándolos como una escritura de imágenes, por lo cual, durante centenares de años, todas las interpretaciones se hicieron buscando el sentido simbólico de tales imágenes. Y esto llevaba a cualquier aficionado a dejar volar la fantasía, pero los hombres de ciencia estaban desesperados ante tal confusión.

Cuando Champollion logró descifrar los jeroglíficos y se comprobó cuánto había de verdad en Horopolo, se puso de manifiesto la evolución del primitivo simbolismo, en el cual una línea ondulada representaba el agua, otra horizontal, la casa; una bandera, el dios. Tal simbolismo, aplicado al pie de la letra por los continuadores de Horapolo en la interpretación de inscripciones posteriores, llevó por rumbos equivocados.

Estos rumbos eran pura aventura. El jesuita Athanasius Kircher, hombre de gran imaginación —fue, entre otras cosas, el inventor de la linterna mágica—, publicó en Roma, de 1650 a 1654, cuatro volúmenes con traducciones de jeroglíficos, de las cuales ni una sola era justa, ni siquiera se aproximaba a la interpretación exacta. El grupo de signos «autocrátor», atributo de los emperadores romanos, era leído por él como «Osiris es el creador de la fertilidad y de toda la vegetación, y su fuerza engendradora es traída por el sagrado Mophta del cielo a su reino».

De todos modos había reconocido ya el valor del estudio del copto, esta tardía forma del idioma de Egipto, valor que otros muchos investigadores negaron.

Cien años más tarde, De Guignes declaró ante la «Academia de Inscripciones», de París, basándose en comparaciones jeroglíficas, que los chinos parecían haber sido colonizados por los egipcios. Casi todos los investigadores pueden hablar gratuitamente de un «parece», pues siempre es fácil hallar alguna que otra huella. De Guignes había leído el nombre del rey, Menes, pero uno de sus adversarios alteró esta lectura por la de «Manouph», cosa que motivó en el incisivo Voltaire un ataque a los etimólogos, «para quienes las vocales no cuentan nada y las consonantes muy poco». Otros investigadores ingleses de la misma época se distinguían de la última tesis afirmando que eran los egipcios quienes provenían de la China.

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