Dios Vuelve en Una Harley (12 page)

BOOK: Dios Vuelve en Una Harley
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—Eh, tengo algo para ti —dijo Joe mientras se llevaba la mano al bolsillo de la chaqueta y sacaba una caja envuelta como regalo, de las que se usan para obsequiar joyas.

Incapaz de articular palabra a causa de la expectación incontenible y las emociones contrapuestas que se agolpaban en mi pobre y confusa mente, abrí la caja. Me costaba respirar cuando levanté la tapa para mirar con curiosidad el interior. Allí, en medio de un relleno de algodón, había una pieza de oro con la forma de las tablillas por las que Moisés se había hecho célebre al bajar de la montaña. Leí la larga inscripción que en ellas había:

1. No levantes muros, pues son peligrosos. Aprende a traspasarlos.

2. Vive el momento, pues cada uno es precioso y no debe malgastarse.

3. Cuida de tu persona, ante todo y sobre todo.

4. Prescinde del amor propio. Muéstrate tal y como eres, dando tu amor pero sin renunciara ti misma.

5. Todo es posible en todo momento.

6. Sigue el fluir universal. Cuando alguien da, recibir es un acto de generosidad. Pues en esa entrega, siempre se gana algo.

—No recuerdo haber discutido este último punto, Joe —dije, aún sin recuperarme de mis emociones desbocadas.

—Lo sé —contestó—. Es por eso por lo que incluyo una explicación. Me he retrasado un poco en el programa contigo. Ése es el último que quedaba por aprender y te va a hacer falta mucha práctica con él. Ya sabes, como eres enfermera y todo eso, sueles dar mucho más de lo que te permites a ti misma recibir.

El hombre me conocía como un libro abierto. Siempre me había encontrado mucho más cómoda dando a la gente, solucionándoles la papeleta y sacándoles de aprietos, en vez de permitir que alguien me diera a mí.

Había sido más fácil concentrarme en las necesidades de otra gente, porque temía que si me detenía a examinar las mías propias no acabaría nunca. Ése era el momento de empezar a considerar mis propias necesidades y procurar satisfacerlas de una en una.

Entonces me vino a la cabeza una idea terrible. ¿Era esto el final? ¿Había sido éste un regalo de despedida?

No estaba preparada para dejarle marchar. Todavía tenía tanto por aprender; necesitaba tanto de él.

—Nunca se acabará lo que hay entre nosotros, Christine —dijo con ternura, adelantándose a mi pregunta no expresada—. Ahora sabes que soy real y, en cualquier momento que dudes de mi existencia, no tienes más que mirar estas tablillas de oro para saber que todo esto ha sucedido de verdad.

¡Oh, no! Era cierto. Estaba despidiéndose. Las lágrimas empezaron a correr por mi rostro cuando la realidad empezó a imponerse.

—Por favor, no te vayas —imploré casi sin fuerzas.

—No tienes que inquietarte por nada —me tranquilizó mientras me enjugaba una lágrima por última vez—. No voy a dejarte con las manos vacías. Hay tantas cosas buenas que van a sucederte que ni siquiera te puedes hacer una idea —me retiró de los ojos un mechón de pelo y lo sujetó detrás de mi oreja—. Sólo tienes que prometerme que siempre estarás receptiva y que nunca volverás a ponerme en duda ni olvidarás este tiempo que hemos estado juntos.

No daba crédito a lo que oía. ¿Cómo podía imaginarse que alguna vez lo olvidaría? En aquel preciso momento, las luces se apagaron momentáneamente y la sala quedó sumida en la oscuridad. Las embriagadoras melodías del saxo de Jim Ma Guire impregnaron el aire al tiempo que una luz azul perfilaba la silueta de un hombre con el pelo un poco largo y rizado que tocaba su instrumento de viento como si fuera parte de él.

Levanté la mirada hacia Joe con un deseo desesperado de grabar con fuego su imagen en mi mente, porque aquélla sería la última vez en mi vida que lo vería.

—¿A quién le toca ahora? —pregunté, intrigada por saber hacia dónde partiría en su esfuerzo por completar la lista de gente en este mundo que necesitaba mandamientos personalizados.

Él sabía a qué me refería y me apretó la mano.

—¿Ves a esa chica de allí? —dijo al tiempo que señalaba a una rubia alta con una minifalda pegada a la piel.

Se me cayó el corazón al suelo.

—¿Tenías que elegir a una tan… tan… tan sexy? —pregunté totalmente abatida.

Joe se rió de mí y yo sabía el motivo.

—También vamos a tener que ocuparnos de su vestuario —dijo con un guiño burlón. Se volvió a mí otra vez y colocó su largo dedo índice en la cavidad de mi labio superior—. Recuerda —murmuró por encima de la hermosa música de saxo que se oía de fondo—. No hables nunca a nadie de esto. Sigue siendo información altamente confidencial.

Luego me besó la punta de la nariz y se alejó con calma en dirección a la afortunada y desprevenida muchacha de minifalda ceñida.

Le seguí con la mirada hasta que no fue más que una figura inidentificable en una sala oscura y abarrotada de gente. Me apoyé en la barra desamparada.

¿Y ahora qué? ¿Cómo sería la vida sin Joe? Por supuesto, sabía la respuesta. La vida sería todo lo que Joe había prometido que sería siempre que me acordara de vivir según todos sus preceptos.

Levanté la cabeza y me dejé transportar por las maravillosas notas de Jim Ma Guire, decidida a vivir el momento presente y no desaprovechar ninguno de los motivos de alegría que Joe me había enseñado a apreciar. Y entonces sucedió una cosa curiosa.

La silueta que se hallaba sobre el escenario y que derramaba su corazón a través del saxofón empezó a resultarme familiar. Era familiar. El cuerpo alto, larguirucho, el pelo largo, revuelto, y la medalla de plata que descansaba sobre el pecho me desvelaron su identidad. Había estado coqueteando con Jim Ma Guire. ¡Yo! ¡El mismísimo Jim Ma Guire!

Siempre he despreciado a esa clase de mujeres que pierden la cabeza por las estrellas de rock, pero de repente tenía un nuevo punto de vista sobre su conducta. No es que fuera a desmayarme, pero fui incapaz de borrar de mi rostro aquella mirada de total estupefacción.

Jim Ma Guire acabó su actuación de piezas maestras ante una audiencia incondicional de admiradores. La multitud parecía estar animada y electrificada por su interpretación, pero yo me senté pasmada en un taburete de la barra, preguntándome qué sucedería a continuación. Le observé estrechar manos de fans mientras se abría camino entre la multitud avanzando en dirección a mí.

Tardó toda una vida, pero por fin se detuvo en frente de mí muy sonrojado y alborozado tras la interpretación de su música.

—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunté con la impresión de haber hecho un poco el ridículo, al deshacerme en elogios sobre él sin saber quién era. ¿Y qué pasaba si en realidad había dicho algo poco halagador?

—¿Hubiera cambiado algo el que supieras quién era? —me preguntó con una mueca—. Aparte, siempre va bien que te hagan críticas sinceras —añadió antes de que yo pudiera responder a la pregunta.

—Bueno, ¿y qué habría pasado si te hubiera dicho que odio tu música? —dije a la defensiva.

—No era muy probable que te encontraras aquí si fuera ésa tu opinión —respondió con un aire triunfante en su mirada.

—Bien, pues para responder a tu pregunta —continué yo—: No, no hubiera importado tampoco saber quién eras tú. He aprendido a dar siempre respuestas sinceras. La vida resulta mucho más sencilla de esa forma.

Alzó al aire su botella de agua mineral y brindó:

—Por la sinceridad. ¡Qué refrescante! —Dio un trago al frío líquido y me sonrió, lo que me hizo ruborizarme—. Me gusta de veras tu sonrisa —dijo con dulzura—. Hay algo en ti que me impresiona por su autenticidad. Me siento muy atraído por ti.

¡Eso era! Acababa de decir la palabra mágica. Se sentía atraído por mí. Le había atraído, no le había abordado. ¿No era eso lo que Joe intentaba decirme aquel día que comimos juntos? Algo referente a que mi alma clarividente y satisfecha atraería a un hombre comprensivo. Ahora sabía con toda certeza que, de algún modo, Joe permanecería siempre conmigo.

—Oye —estaba diciendo Jim Ma Guire por encima del fuerte ruido—, ¿te apetece venir a dar una vuelta en mi moto? Aún tengo veinte minutos antes de la próxima actuación.

Aquello era demasiado perfecto, sólo que ahora sabía que no había nada «demasiado perfecto». Todo era del modo que le correspondía ser. Jim Ma Guire me ofreció su mano y yo la cogí. Me relajé y permití que me guiara a través de la multitud hasta salir al exterior, a la sofocante noche veraniega. No tuve la sensación de estar haciendo ninguna renuncia, nada de eso. Por el contrario, me sentía bien por permitirme recibir algo que normalmente no admitía. Controlaba la situación; siempre lo había hecho. La diferencia era que había dejado de sentir la necesidad de demostrarlo.

Me coloqué a un lado para ajustarme el casco que Jim me había pasado mientras él ponía en marcha el motor. Sacó la moto del espacio de aparcamiento y me subí con destreza tras él. Le rodeé con mis brazos mientras nuestras cabezas retrocedían con un tirón y nos perdíamos en aquella noche mágica de verano.

La vida se había convertido en una aventura muy apasionante. Eran muchas las cosas que habían cambiado pero, sobre todo, era yo la que había cambiado y eso había sido el catalizador que mi mundo necesitaba. No se me ocurría otra forma más adecuada de entrar de lleno en mi nueva vida que en el asiento posterior de una Harley y con un hombre que mostraba su alma a través de un saxofón.

Frenamos ante un semáforo y Jim se volvió a mirarme por encima del hombro con una sonrisa. Le devolví la sonrisa y toqué la cadena de plata que asomaba por la parte posterior de su cuello. Tiré de la gruesa medalla de plata de ley para que diera la vuelta hasta la espalda y poder examinarla. La medalla pesaba más de lo que aparentaba y me pareció que irradiaba una sutil calidez cuando la sostuve en la palma de la mano, al resplandor rojo de la luz del semáforo. Lo que descubrí entonces me dejó atónita.

En realidad se trataba de dos medallas, puestas la una sobre la otra y cortadas en forma de láminas, o mejor dicho, de tablillas como las que Joe me había dado al comenzar la noche. Me quedé con la boca abierta, con antelación, frente a lo que ya sabía que iba a encontrar inscrito en ellas.

No me cabía la menor duda de que se trataba de una lista de mandamientos personalizados, ocho en total, grabados en la impecable superficie de plata. Al principio me sentí un poco celosa y estafada —a mí sólo me habían dado seis—, pero después deduje que Jim Ma Guire debería de tener más cosas que aprender que yo, simplemente.

Tengo la extravagante costumbre de empezar los libros por el párrafo final antes de leer el comienzo, así que, automáticamente, los ojos se me fueron al último mandamiento inscrito en la medalla.

8. Ten paciencia y confía en que la encontrarás, pero sólo cuando ella esté preparada.

Alcé la vista, atemorizada ante la magnitud de las certezas que me estaban embargando. El semáforo se había puesto verde pero Jim Ma Guire no parecía dirigirse a ningún lugar en ese momento. Volvió la cabeza hacia mí y vi que incluso a la sombra del casco sus ojos brillaban expresando una calidez y una dicha increíbles.

—¿Preparada? —preguntó con dulzura.

—Preparada —susurré, sabiendo que nunca me había sentido tan segura de algo en toda mi vida.

FIN

AGRADECIMIENTOS

Deseo expresar mi gratitud a mi agente, Denise Stinton, por haberme dado acceso a un nuevo mundo para mí; a Emily Bestler y Eric Rayman por haberme guiado experta y pacientemente durante el proceso; y muy especialmente a la fuerza espiritual que hay en todos nosotros.

NOTAS

[1]
Anfetamínicos (benny es el término en argot para bencedrina). (N. de la T )

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