Diecinueve minutos (71 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—El mes de abril pasado.

—¿Repasó los informes sobre Peter Houghton?

—Sí —dijo Uppergate—. Revisé todo lo que recibí de usted, señora Leven. Extensos informes escolares y médicos, informes policiales, entrevistas hechas por el detective Ducharme.

—¿Qué era lo que buscaba, en particular?

—Indicios de enfermedad mental —dijo—. Explicaciones físicas para el comportamiento. Una estructura psicosocial que se pareciera a la de otros perpetradores de violencia escolar.

Diana echó un vistazo al jurado; los ojos de sus miembros estaban poniéndose vidriosos.

—Como resultado de su trabajo, ¿llegó a alguna conclusión con un grado razonable de certeza médica acerca del estado mental de Peter Houghton el día seis de marzo de dos mil siete?

—Sí —dijo Uppergate y miró de frente al jurado, hablando lenta y claramente—. Peter Houghton no estaba sufriendo ninguna enfermedad mental en el momento en que comenzó a disparar en el Instituto Sterling.

—¿Puede decirnos cómo llegó a esa conclusión?

—La definición de salud implica estar en contacto con la realidad de lo que estás haciendo en el momento en que lo haces. Hay pruebas de que Peter había estado planeando ese ataque durante bastante tiempo, desde la acumulación de armas y municiones hasta listas de víctimas escogidas, así como el ensayo de su Armagedón a través de un videojuego diseñado por él mismo. El tiroteo no fue espontáneo. Era algo que Peter llevaba considerando mucho tiempo, con gran premeditación.

—¿Hay otros ejemplos de la premeditación con que obró Peter?

—Cuando llegó a la escuela y vio a un amigo en el estacionamiento, intentó advertirle, por su seguridad. Detonó una bomba de fabricación casera en un coche antes de ir a la escuela, para que sirviera como distracción y poder entrar sin impedimentos con sus armas. Ocultó armas que estaban cargadas de antemano. Ésos no son los actos de una persona que no sabe lo que está haciendo, sino característicos de la rabia racional, quizá doliente, pero con certeza no ilusoria, de un hombre joven.

Diana se paseó frente de la tribuna del testigo.

—Doctor, ¿pudo usted comparar información de tiroteos en otras escuelas en el pasado con éste, con el propósito de apoyar su conclusión de que el acusado estaba sano y era responsable de sus actos?

Uppergate echó sus trencitas hacia atrás por encima de su hombro.

—Ninguno de los francotiradores de Columbine, Paducah, Thurston o Rocori tenía prestigio. No es que fueran solitarios, pero en sus mentes percibían que no eran miembros del grupo al mismo nivel que cualquier otro del grupo. Por ejemplo, Peter estaba en el equipo de fútbol, pero era uno de los dos estudiantes a quienes nunca dejaban jugar. Era brillante, pero sus notas no lo reflejaban. Tenía un interés romántico, pero ese interés no era correspondido. El único sitio en el que se sentía cómodo era en un mundo de su propia creación. En los videojuegos Peter no sólo estaba a gusto… sino que además era Dios.

—¿Eso significa que estaba viviendo en un mundo de fantasía el seis de marzo?

—De ninguna manera. Si así hubiera sido, no habría planeado el ataque tan racional y metódicamente.

Diana se volvió.

—Hay alguna prueba, doctor, de que Peter fuera objeto de intimidaciones en la escuela. ¿Ha revisado esa información?

—Sí, lo he hecho.

—¿Su investigación le ha llevado a alguna conclusión acerca de los efectos del acoso en chicos como Peter?

—En cada uno de los casos de tiroteos escolares —contestó Uppergate—, se juega la carta del acoso. Es ese acoso, supuestamente, el que hace que el francotirador escolar explote un día y contraataque con violencia. Sin embargo, en cada uno de los otros casos, y también en éste, en mi opinión, la intimidación parece exagerada por el francotirador. Las burlas no son significativamente peores para el francotirador de lo que lo son para cualquier otra persona de la escuela.

—Entonces, ¿por qué disparan?

—Se convierte en una forma pública de tomar el control de una situación en la que normalmente se sienten impotentes —respondió Curtis Uppergate—. Lo cual, otra vez, quiere decir que se trata de algo que venían planeando con tiempo.

—Su testigo —dijo Diana dirigiéndose a Jordan.

Éste se puso de pie y se acercó al doctor Uppergate.

—¿Cuándo vio por primera vez a Peter?

—Bueno. No hemos sido presentados oficialmente.

—Pero usted es psiquiatra, ¿no?

—Lo era la última vez que lo comprobé —dijo Uppergate.

—Pensaba que la psiquiatría se basaba en intentar compenetrarse con el paciente y llegar a conocer lo que piensa del mundo y cómo lo procesa.

—Eso es una parte.

—Es una parte increíblemente importante, ¿no? —preguntó Jordan.

—Sí.

—¿Extendería una receta para Peter hoy?

—No.

—Porque tendría que encontrarse físicamente con él antes de decidir si un determinado medicamento es apropiado para él, ¿correcto?

—Sí.

—Doctor, ¿tuvo ocasión de hablar con los francotiradores escolares del Instituto Thurston?

—Sí, lo hice —contestó Uppergate.

—¿Y con el chico de Paducah?

—Sí.

—¿Rocori?

—Sí.

—No con los de Columbine…

—Soy psiquiatra, señor McAfee —replicó Uppergate—, no médium. De todas maneras, sí hablé largamente con las familias de los dos chicos. Leí los periódicos y examiné sus vídeos.

—Doctor —preguntó Jordan—, ¿ha hablado usted alguna vez directamente con Peter Houghton?

Curtis Uppergate dudó.

—No —respondió—, no lo he hecho.

Jordan se sentó y Diana miró de frente al juez.

—Su Señoría —dijo—, la fiscalía pide un descanso.

—Toma —dijo Jordan, tirándole a Peter un emparedado mientras entraba a la celda—, ¿o es que también estás en huelga de hambre?

Peter lo miró airadamente, pero desenvolvió el emparedado y mordió un pedazo.

—No me gusta el pavo.

—En realidad, me tiene sin cuidado. —Se apoyó contra la pared de cemento de la celda—. ¿Quieres decirme quién se ha meado hoy en tus cereales?

—¿Tiene idea de lo que es estar sentado en esa sala escuchando a toda esa gente hablar de mí como si yo no estuviera? ¿Como si ni siquiera pudiera oír lo que dicen de mí?

—Así es como funciona este juego —dijo Jordan—. Ahora, es nuestro turno.

Peter se puso de pie y caminó hacia la parte delantera de la celda.

—¿Es eso lo que es para usted? ¿Un juego?

Jordan cerró los ojos, contando hasta diez para hacer acopio de paciencia.

—Claro que no.

—¿Cuánto dinero le pagan? —preguntó Peter.

—Eso no es de tu…

—¿Cuánto?

—Pregúntale a tus padres —cortó Jordan rotundamente.

—Le pagan tanto si gana como si pierde, ¿verdad?

Jordan dudó y después asintió con la cabeza.

—Entonces, en realidad no le importa una mierda cuál sea el resultado, ¿o sí?

A Jordan le impresionó, con un poco de asombro, que Peter tuviera madera de excelente abogado defensor. Esa especie de razonamiento circular —de la clase que deja al oponente colgado —era exactamente lo que se espera conseguir para usar en el tribunal.

—¿Qué? —acusó Peter—. ¿Ahora también se ríe de mí?

—No. Sólo pensaba que serías un buen abogado.

Peter volvió a hundirse en la silla otra vez.

—Fenomenal. Quizá la prisión del Estado ofrezca esa carrera presentando el certificado de primaria.

Jordan tomó el emparedado de la mano de Peter y mordió un pedazo.

—Esperemos y veamos cómo va —dijo.

El jurado siempre quedaba impresionado con el historial académico de King Wah, y Jordan lo sabía. Se había entrevistado con más de quinientos sujetos. Había sido perito en 248 juicios, sin incluir aquél. Había escrito más artículos que cualquier otro psiquiatra forense, y era especialista en desorden de estrés postraumático. Y, ahí venía lo bueno: había dictado tres seminarios a los que había asistido el psiquiatra de la acusación, el doctor Curtis Uppergate.

—Doctor Wah —comenzó Jordan—, ¿cuándo comenzó a trabajar en este caso?

—Cuando fui contactado por usted, señor McAfee, en junio. Accedí a encontrarme con Peter en ese momento.

—¿Y lo hizo?

—Sí, durante más de diez horas de entrevistas. También leí los informes policiales, los informes médicos y escolares tanto de Peter como de su hermano mayor. Me encontré con sus padres. Hice que fuera examinado por mi colega, el doctor Lawrence Ghertz, que es un neuropsiquiatra pediátrico.

—¿Qué hace un neuropsiquiatra pediátrico?

—Estudia las causas orgánicas de sintomatología y desórdenes mentales en niños.

—¿Qué hizo el doctor Ghertz con Peter?

—Llevó a cabo varias resonancias magnéticas de su cerebro —contestó King—. El doctor Ghertz usa esos estudios cerebrales para saber si hay cambios estructurales en el cerebro adolescente que no sólo explicarían el desarrollo de algunas graves enfermedades mentales, como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, sino también las razones biológicas de algunas conductas salvajes que los padres normalmente atribuyen a la furia hormonal. Eso no significa que los adolescentes no tengan hormonas furiosas, pero también pueden tener una carencia de los controles cognitivos necesarios para el comportamiento maduro.

Jordan se volvió hacia el jurado.

—¿Han entendido eso? Porque yo estoy perdido…

King sonrió ampliamente.

—¿En términos sencillos? Pueden decirse muchas cosas de un chico mirando su cerebro. Podría haber una razón fisiológica para que, cuando le dices a tu chico de diecisiete años que vuelva a meter la leche en el refrigerador, él asienta y luego te ignore completamente.

—¿Envió usted a Peter al doctor Ghertz porque pensó que tenía un trastorno bipolar o que era esquizofrénico?

—No. Pero parte de mi responsabilidad incluye descartar unas causas antes de empezar a buscar otras razones para su comportamiento.

—¿Elaboró el doctor Ghertz un informe en el que detallara sus descubrimientos?

—Sí.

—¿Puede mostrárnoslo? —Jordan tomó un diagrama de un cerebro que ya había sido presentado como prueba y se lo entregó a King.

—El doctor Ghertz dijo que el cerebro de Peter era muy similar al del típico adolescente en el que el córtex prefrontal no estaba desarrollado como suele estarlo en un cerebro adulto maduro.

—Doctor —lo interrumpió Jordan—, me estoy perdiendo de nuevo.

—El córtex prefrontal está exactamente aquí, detrás de la frente. Es una especie de presidente del cerebro, encargado del pensamiento calculado y racional. También es la última parte del cerebro en madurar, razón por la cual los adolescentes se meten en tantos problemas. —Luego señaló una minúscula mancha en el diagrama, ubicada en el centro—. Esto se llama amígdala. Como el centro decisorio del cerebro de los adolescentes no está completamente formado todavía, las decisiones recaen en esta pequeña glándula. Se trata del epicentro impulsivo del cerebro, allí donde se alojan sentimientos como el miedo, el enojo y las reacciones viscerales. O, en otras palabras, la parte del cerebro que corresponde a «Porque mis amigos también pensaban que era una buena idea».

La mayor parte de los miembros del jurado se rieron y Jordan vio de reojo que Peter estaba prestando atención. Ya no estaba desplomado en la silla, sino erguido, escuchando.

—Es fascinante —prosiguió King—, porque un chico de veinte años podría ser fisiológicamente capaz de tomar una decisión informada… mientras que uno de diecisiete, no.

—¿Llevó a cabo el doctor Ghertz otras pruebas fisiológicas?

—Sí.

—Hizo una segunda resonancia, que se realizó mientras Peter estaba llevando a cabo una tarea sencilla. Se le habían dado unas fotografías de rostros y se le pidió que identificara las emociones que veía reflejadas en ellos. A diferencia de un grupo de adultos sometidos a la misma prueba y en los cuales la mayoría de las valoraciones fueron correctas, Peter tendía a cometer errores. En particular, identificaba las expresiones temerosas como de enojo, confusión o tristeza. La resonancia magnética mostró que, mientras estaba concentrado en su tarea, la amígdala era la que estaba haciendo el trabajo… no el córtex prefrontal.

—¿Qué puede usted deducir de eso, doctor Wah?

—Bueno, que la capacidad de Peter para los pensamientos racionales, planeados, premeditados, todavía está en una etapa de desarrollo. Fisiológicamente, aún no es capaz de tener ese tipo de pensamientos.

Jordan miró la reacción de los miembros del jurado ante esta afirmación.

—Doctor Wah, ¿usted ha dicho que también se entrevistó con Peter?

—Sí, en las instalaciones del correccional, en diez sesiones de una hora.

—¿Dónde se encontraba con él?

—En una sala de visitas. Le expliqué quién era yo y que estaba trabajando con su abogado —dijo King.

—¿Fue Peter reacio a hablar con usted?

—No. —El psiquiatra hizo una pausa—. Parecía disfrutar de la compañía.

—¿Algo le impresionó de él al comienzo?

—Parecía que no tuviera emociones. No lloraba, ni sonreía, ni reía, ni mostraba hostilidad. En psiquiatría, lo llamamos nulidad emocional.

—¿De qué hablaron?

King miró a Peter y sonrió.

—De los Red Sox —respondió—. Y de su familia.

—¿Qué le dijo él?

—Que Boston merecía otro título más. Lo cual, como hincha de los Yankees que soy, fue suficiente como para que pusiera en duda su capacidad para el pensamiento racional.

Jordan sonrió ampliamente.

—¿Qué dijo de su familia?

—Explicó que vivía con su madre y su padre y que su hermano mayor Joey había sido asesinado por un conductor ebrio hacía más o menos un año. Joey era dos años mayor que Peter. También hablamos de las cosas que le gustaba hacer, en su mayoría relacionadas con programación y computadoras, y sobre su niñez.

—¿Qué le dijo sobre eso? —preguntó Jordan.

—La mayor parte de los recuerdos infantiles de Peter incluyen situaciones en la que era victimizado, ya sea por otros niños o por adultos que él percibía que estaban en condiciones de ayudarle pero no lo hacían. Describió todo, desde amenazas físicas, «Sal de mi camino» o «Voy a apagarte las luces a golpes», hasta acciones físicas, que le empujaran contra la pared yendo por un pasillo al pasar por su lado, y burlas emocionales, como que le llamaran «homosexual» o «rarito».

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