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Authors: Néstor Almendros

Tags: #Biografía, Referencia

Días de una cámara (18 page)

BOOK: Días de una cámara
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Cuando Bulle Ogier se maquilla ante un espejo hasta transformarse en Maîtresse, colocamos múltiples bombillas caseras a cada lado como en los espejos de maquillaje en los camerinos del teatro. Estas bombillas aparecían en cuadro y no iban reforzadas por ninguna otra luz exterior. Como los negativos actuales poseen gran latitud, expuse el diafragma según la luminosidad del rostro; a pesar de ello, las bombillas aparecieron con una sobreexposición aceptable y el efecto resultó hermoso. En otro tiempo, con emulsiones de menor latitud, no se habría podido precisar el contorno y forma de las bombillas, y hubiesen desaparecido en una luz blanca-“quemada” de excesiva sobreexposición, sin que se comprendiera bien la naturaleza de la escena.

En tanto que Schroeder evita todo lo posible las simulaciones artificiosas propias del cine, las secuencias de flagelación, ya difíciles de por sí, tenían que ser auténticas. El rodaje se llevó a cabo de la siguiente manera. Se veía a Bulle Ogier vestida con su atuendo de
dominatrix
y al cliente encadenado a la pared; luego, Bulle salía de cuadro por la derecha a buscar el látigo, y regresaba casi de inmediato para ponerse a azotar al hombre con furia. Pero ya no era Bulle, sino una prostituta especializada de la misma talla, provista de una peluca igual y el mismo atavío que ella: por supuesto, entraba de espaldas a la cámara y su rostro no era identificable. Al no haber corte, ni cambio de plano ni de ángulo, la escena adquiría una veracidad incuestionable.

Para terminar, quisiera aludir a dos secuencias de cierto interés desde el punto de vista de mi trabajo, concretamente la primera y la última de la película. La primera, en la que se sobreimpresionaron los títulos de crédito, constituyó el plano más largo de mi carrera. Se rodó cámara al hombro, sin corte ni interrupción. Arrancaba en la consigna de motocicletas en la estación de Austerlitz. Depardieu salía con su motocicleta y la cámara, precediéndole, reproducía tal cual su trayecto auténtico por París. Al llegar a su destino, un café, se apeaba de su moto, la dejaba apoyada contra un árbol, y entraba en el establecimiento; la cámara, siempre en la misma y única toma, le seguía por el interior. Se detenía entonces en la barra, para preguntar por una persona que le aguardaba, y el camarero le conducía al fondo del local, donde efectivamente se hallaba dicha persona. Depardieu tomaba asiento frente a él, y la cámara, a su nivel, registraba sin pausa el diálogo entre ambos. Todo ello se rodó como sigue: yo llevaba la cámara al hombro e iba sentado en la parte trasera abierta de una furgoneta. Empezamos en el interior de la estación. Para que el vehículo pudiese salir suavemente, sin sacudidas al bajar la acera, se habilitó una pequeña rampa que permitiera a las ruedas salvar el desnivel. Ya en la calle, Depardieu nos seguía en motocicleta, procurando mantener siempre la misma distancia. Cuando el semáforo se ponía en rojo, nos parábamos y Depardieu también. Cuando se ponía en verde, continuábamos el trayecto, que comprendía varias bocacalles y vueltas. Al llegar a la puerta del café, me apeé con suavidad del automóvil, para seguir a pie a nuestro protagonista hasta el interior. Al fondo, a la derecha, se sentaba ante la mesa, donde estaba el individuo que le esperaba. Un ayudante oculto tras una columna deslizaba una silla detrás mío y yo, sin más, me sentaba, siempre con la cámara al hombro, al mismo nivel de los intérpretes, para filmar el resto de la escena… Previamente habíamos iluminado la consigna en la estación y, al otro extremo del recorrido, el interior del café, utilizando luces camufladas detrás de las columnas y en el techo. De no hacerse así, el salto de luz entre el exterior y el interior habría resultado muy grande.

En la secuencia final, Bulle Ogier y Gérard Depardieu hacen el amor, mientras conducen a toda velocidad un descapotable por una carretera bordeada de árboles. Buscamos una carretera con árboles frondosos por entre cuyas ramas se filtraban intermitentemente los rayos del sol. No añadí ninguna luz para suavizar los contrastes, dejándolo todo sin modificación. Al desplazarse, el descapotable exponía a los actores, intermitentemente, a cambios violentos de luz y sombra, casi como las luces estroboscópicas de los cabarets
á la mode
. Esto confería a la escena un carácter vertiginoso, y le aportaba un elemento dramático suplementario.

Die Marquise von O.

Eric Rohmer - 1975

En oposición a mis otras películas de época con Truffaut —ele tonos más bien oscuros, en particular
Adèle H.~
ésta es una película luminosa, con grandes ventanales, con sol y tonos blancos en la escenografía y el vestuario. No se trataba de blancos puros, naturalmente, sino de telas crudas, pasadas a menudo por un baño de té. Esto me planteó, al principio, pequeñas dificultades con la diseñadora del vestuario. Moidelei Bikel, una de las mejores profesionales del mundo en su especialidad, proviene del teatro Schaubune, de Berlín.
Die Marquise von O
. era su primera película y quería utilizar el blanco puro en las cortinas, las ropas y las sábanas como se hace en los espectáculos teatrales. Tuve que hacerle comprender que los blancos serían mucho más violentos en la pantalla que en la escena, hasta el extremo de que llegaría a desaparecer, por sobreexposición, la textura de las telas que tan cuidadosamente había buscado. Sólo conseguí convencerla cuando le hice ver las primeras tomas proyectadas. En lo sucesivo Moidelei fue una colaboradora excepcional.

Un año antes del rodaje, Rohmer y yo visitamos el castillo de Obertzen, en Alemania, de estilo italianizante. Estaba en parte deshabitado, y en espera de créditos para su restauración: el deterioro era bastante ostensible. Decidimos pintar de gris las paredes descascarilladas; el gris es el color neutro por excelencia, gracias al cual los muebles, las ropas, y los rostros toman un valor muy justo, muy noble, sin contaminaciones cromáticas. Una vez más desbordaba yo los límites consustanciales del director de fotografía, para invadir los territorios del decorado y el vestuario, y aun el del
atrezzo
.

En cambio, en lo que se refiere específicamente a la iluminación, mi labor fue mínima. El castillo donde se filmó
Die Marquise von O
. estaba orientado de tal forma, concebido con tanta inteligencia por su arquitecto, en una sucesión de habitaciones en fila, que la luz del sol, al penetrar por los ventanales, repetía un dibujo en fuga sobre el suelo de manera maravillosa. Nuestra tarea consistió, lo mismo que en
La Collectionneuse
, en estudiar las diferentes posiciones de esta luz solar —era verano— hasta descubrir su momento privilegiado estética y dramáticamente. Rohmer entonces ensayaba todo el día con los' actores, y al llegar la hora elegida, se rodaba rápidamente. Yo me limité a añadir en ocasiones algunos
soft-lights
y espejos, para compensar los contrastes. El arquitecto del siglo XVIII fue, pues, quien diseñó la iluminación de esta película. Parafraseando a Picasso, podría afirmar que en mi trabajo no invento nada, simplemente encuentro. Y conste que digo esto en el sentido más literal, sin ninguna pretensión.

Nos situábamos de manera estratégica en relación a la luz existente. En los interiores dejábamos con frecuencia a los personajes al lado de la ventana, según la técnica de Vermeer. Raramente situábamos la acción a contraluz, con la ventana al fondo.

Cuando se filma un decorado natural en un mal momento de luz, el motivo suele ser la falta de preparación. Si no se dispone de tiempo para estudiar el tránsito del sol, porque se está rodando en otra parte, una técnica sencilla consiste en enviar a un ayudante con una cámara Polaroid, para que tome una fotografía del lugar por la mañana, otra al mediodía, y otra por la tarde. Con esas instantáneas se puede decidir, de acuerdo con el director, cuál es el mejor momento para filmar una escena prevista en los días sucesivos.

El desarrollo de objetivos ultraluminosos, de películas en color mucho más sensibles con el revelado forzado, propició que varias personas descubrieran a la vez las. mismas cosas. Joe Alcott, el operador de
Barry Lyndon
, le preguntó a Rohmer en Nueva York si le había influido la película de Kubrick, aún no estrenada en Francia cuando se rodaba
Die Marquise von O
. Inversamente, a Kubrick también le habían preguntado si conocía nuestra película. Es normal que merced a una nueva tecnología se les ocurriera a Alcott y a Kubrick, lo mismo que se nos ocurrió a nosotros: no hace falta sobreiluminar, cuando una vela ilumina por sí misma. Habíamos estudiado los sistemas de iluminación de la época. Contrariamente a lo que ocurría en tiempos de
Les Deux Anglaises et le continent
y
Adèle H.
, en la época de
Die Marquise von O
. no existían las lámparas de petróleo; la iluminación se hacía aún con velas, por lo tanto era luz más débil. Sin embargo, como las personas de clase social elevada —las que reflejaba nuestra película— disponían de candelabros de muchos brazos que aumentaban la luminosidad, una cierta ventaja estaba de nuestra parte.

Un
sketch
de
L’Oiseau rare
, de Jean-Claude Brialy, me había permitido descubrir previamente que la iluminación natural de las velas resulta todavía mejor —y es paradójicamente más fácil— en color que en blanco y negro. En teoría, el color es menos sensible que el blanco y negro. En la práctica, crea la ilusión de poseer más sensibilidad, porque el cromatismo aporta más elementos de información visual. La tonalidad anaranjada de la luz de vela no aparece en blanco y negro; por ello, si se compara con ciertas escenas de
L’Enfant sauvage
, la impresión de luminosidad y de autenticidad es mayor en
Die Marquise von O
.

Hay un momento delicado de luz en el interior de una vivienda, difícil de reproducir en el cine, cuando cae la tarde y hay que encender una lámpara, porque ya no se ve. En
Die Marquise von O
. teníamos una escena de este género. La marquesa (Edith Clever) está bordando y el
valet
enciende un candelabro: la luz del exterior tenía que empezar entonces a equilibrarse con la del interior. Se rodó a plena abertura de diafragma f1.4 de los objetivos Zeiss especiales y se pidió forzar el revelado de un diafragma al laboratorio. Rohmer me permitió esta vez. hacer varias tomas a intervalos de cinco minutos al atardecer, para ver cuál de ellas resultaba mejor. En una de ellas, cuando visionamos el copión, la luz del exterior, aunque existente, era inferior a la de las velas. Fue ésta la que se utilizó en el montaje final.

En la época en que se rodó
Die Marquise von O
. estaba yo a favor de un cine hecho de movimientos de cámara imperceptibles, de iluminación lo más discreta y lo menos aparente posible. Hasta el
travelling
empezaba a molestarme, porque aun el más perfecto, no deja de tener algo artificial. El equilibrio en el encuadre era para mí otra preocupación fundamental. Pienso que en una película de época las composiciones deben ser más perfectas. Existía en otro tiempo un sentido de la medida y de las proporciones, que hoy me parece que ha desaparecido. De ahí que nuestros encuadres en
Die Marquise von O
. fueran más simétricos, tuvieran rigurosamente en cuenta el adecuado equilibrio entre formas y luces. Algunos pintores nos inspiraron, como es lógico, los románticos alemanes y, en particular, Fuseli, a quien prácticamente copiamos en la escena de la pesadilla.

No hay nada peor que el abuso de accesorios técnicos: difusiones, teleobjetivos, cámara lenta, etc. Muchos directores, al no tener nada de interés frente a la cámara, recurren a trucos. Rohmer no necesita, por suerte, tales afectaciones de la imagen. El estilo tiene mucho que ver con los límites. Cuando no hay límites, no hay estilo.

Mi relación de trabajo con Rohmer fue progresando, hasta culminar en esta película. A pesar de que somos muy distintos en formación y en carácter, en algunas cosas somos casi idénticos. Tenemos un gusto un poco ascético, casi calvinista, por la decoración. Lo superfluo nos molesta, lo brillante con exceso también. Nos gusta la simplificación. Estos puntos comunes nos facilitaron el trabajo, porque no desperdiciábamos energías en convencernos mutuamente. Le podía proponer algo, con la seguridad de que casi siempre lo aceptaría, y si a él no se le había ocurrido antes, por ejemplo, era por estar ocupado con los actores. Yo venía a ser un poco como su otro yo y eso le ahorraba tiempo. Similitud de gustos, pero no identidad, de ahí que nos complementásemos. Rohmer es un hombre mucho más intelectual y con una capacidad de abstracción mayor que la mía, yo soy probablemente más sensual, más físico. Rohmer, además, tiene tendencia a frenarse estéticamente. Con otros directores soy yo el que tiende a contenerles, a eliminar elementos superfluos,
travellings
innecesarios, primeros planos de adorno, etc. Con Rohmer sucede lo contrario, su concepción es muy sencilla y en ocasiones me parece indicado diversificar un poco la construcción visual de sus películas. Mover un poco la cámara, rodar un plano más cercano. A veces, raramente, le convenzo.

Rohmer es un hombre, con grandes conocimientos de pintura, lo cual permite dialogar con él teniendo la certeza de que entenderá cualquier referencia. En mi trabajo no deseo una gran libertad, en cuanto esto significa en cierto modo responsabilizarse con una parte de la puesta en escena sin recibir crédito por ello, suplantando al realizador, hecho que se da con más frecuencia de lo que se cree. Pero no quiero tampoco que se me den indicaciones demasiado estrictas, pues mi aportación a la película sería entonces insignificante. Aspiro a una estrecha aunque libre colaboración con el director, y eso es justamente lo que Rohmer me ha ofrecido. Prefiero trabajar con alguien que tenga un concepto de la imagen cercano al mío; los resultados son así mejores siempre. Por eso procuro trabajar por principio con gentes de la misma familia artística, como puedan ser Truffaut, Rohmer, Schroeder, Malick, Benton, por muy distintos que parezcan. Raramente se da que directores de otro tipo de cine pidan mi colaboración, o que yo acepte trabajar con ellos. En el caso de Rohmer, casi nos adivinamos mutuamente el pensamiento. Cuando trabajamos juntos en una película, muchas veces empieza él a decir algo y a mitad de frase yo se la termino, y viceversa.

En lo que concierne al montaje de
Die Marquise von O
., Rohmer llegó a una simplificación de elegancia absoluta. La coreografía de cada plano, los emplazamientos de los actores, habían sido tan estudiados, que no podía existir el menor error de continuidad en las transiciones por corte. Unas veces se rodaba en plano-secuencia, otras veces el corte del plano venía dictado por la salida de campo de uno de los intérpretes, que podíamos encontrar en el plano siguiente. Cuando era imposible evitar un corte o un emplazamiento distinto de cámara, para ampliar o reducir el campo de visión, lo llevábamos a cabo con la mayor precisión. Aun así, es curioso señalar que Rohmer hacía trampas. La misma pieza sirvió para tres decorados, sólo con cambiar de color las paredes, los muebles, las cortinas. El comedor se convertía en la habitación de la marquesa en el piso superior. Se quitaban después las cortinas, para que se vieran los árboles a través de las ventanas, y nos encontrábamos en la casa de campo durante su exilio.

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