—Joder, cada vez que tenemos una cita el cielo se pone rarísimo —dije, acordándome de la tormenta de estrellas sobre el templo egipcio.
Para estar a la altura del milagro, Bastian y yo nos vimos obligados a darnos un beso. Un beso suave, a cámara lenta y a tono con el paisaje. Pero el romanticismo no iba a durar siempre; la libido empezó a latir por nuestras venas, y al cabo de unos segundos dejó de importarnos la puesta de sol, el zumo de naranja sobre las antenas de Madrid o el tango de Dios en las alturas. Cercados por la excitación, nos tumbamos en el suelo y, tras clavarnos en la espalda varios tablones de madera podrida, comenzamos a juguetear con las manos en los territorios prohibidos de nuestras braguetas. Ya no había marcha atrás. O sí. En plena carrera hacia el éxtasis, un crujido detuvo en seco nuestros jadeos. El peso de nuestro amor había sido demasiado intenso para la nave industrial, y su estructura se vino abajo con una atronadora ovación de escombros. Cuando di con mis huesos en el suelo, me dio por pensar:
¿Qué demonios ha pasado? ¿Me he muerto? No, parece que estoy bien. Me duele un poco la pierna, pero no es serio. ¿Y Bastian? Se está riendo, así que también se encuentra bien. Parece que Dios ha dejado el tango por un instante para salvarnos la vida. ¿Dónde están mis pantalones? Joder, nos estábamos besando. Como dos sabuesos enfermos. A lo mejor es un castigo del destino, que me ha lanzado al vacío por infiel. Soy un falso, un traidor, un amancebado, un adúltero, un hereje, un apóstata, un pérfido, un fornicario, un pagano. .. Vaya, tengo algo de sangre en el codo. Sasha no se merece algo así. ¿O quizá sí? Se ha ido a Brasil, tierra de todos y tierra de nadie, dejándome a solas en este páramo. Pensándolo bien, lo que he hecho tampoco es tan grave. Ha sido un simple acto de rebeldía. Entonces, ¿por qué me siento tan mal? Es curioso: nunca había tenido un sentimiento de culpa como éste. ¿Estaré madurando? ¿Por qué pienso en él cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día que no está conmigo? ¿No es el arrepentimiento uno de los signos más nobles del amor? Quiero a Sasha. Deseo estar con él. Mataría por verle, por abrazarle, por destruir Brasil en mil pedazos y traerlo de nuevo a Madrid. Martín, no te pongas nervioso. Sólo quedan tres días para que vuelva. Haremos el amor en la bañera, en la cocina y en el balcón. Joder, cómo me duele la pierna. ¿Y a éste qué le pasa? ¿De qué se ríe? Qué raros son estos noruegos...
2 de septiembre.
Decenas de pechos femeninos escoltaron mi adolescencia. Bultos tímidos y aniñados primero, pezones rabiosos apuntalando el sujetador después. Sus menstruaciones primitivas y los primeros síntomas de hombría en mi bigote llegaron a este mundo de la mano. También nos sorprendieron, sobre la hierba de nuestro parque preferido, sus despertares sexuales y los míos. Mientras en el colegio reinaba la ley caníbal del fútbol —única actividad inteligente en recreos, horas muertas y fiestas de guardar—, sus úteros y mis cojones vivieron, vivimos, todos los goles desde la barrera. O desde el banquillo. Ellos, chicos de barrio, crucifijos de oro y chándal de táctel, goleaban, goleaban y volvían a golear. Y ellas y yo, todas para uno y uno para todas, sobrevivimos a la edad del pavo maldiciendo la gimnasia y destripando el universo
Superpop
(revista-consultorio sobre compresas, primeros amores y el glamour de
jolibú
).
Siempre me he entendido mejor con el género femenino. Los
hooligans
con testículos, uñas sucias y ombligos peludos no terminan de encajar en mi puzzle vital. Supongo que el cordón umbilical de mi mamá, que es una diosa, me reconcilió para siempre con las de su especie. Consecuencia: en la agenda de mi móvil hay más Anas, Nurias, Natalias y Rocíos que Fernandos, Manolos, Julianes o Gustavos.
Me gustan las mujeres: sus manos huesudas, sus flequillos traviesos, sus pasitos cortos, sus caderas parturientas, sus ataques de nervios, sus tetas beligerantes, su coraje sibilino, sus menopausias, sus adolescencias, su sensibilidad de pantera. Confirmo esta admiración ovárica cuando en una boda, una peluquería o una fiesta de música y cerveza me deslizo instintivamente hacia los corrillos femeninos. Me excita arremangarme las feromonas para destripar cualquier cotilleo, para departir con las cuñadas de la novia o para bailar —con ellas— cualquier bombazo tropical de radiofórmula.
Para entender este fenómeno tendría que viajar varios años en el tiempo. Viajar, por ejemplo, a mi niñez de hiel y frío. A los insultos fríos, miradas frías, gestos fríos, viernes y sábados fríos y domingos más fríos todavía. Y como soy rencoroso, integrista y desalmado, no olvido ni los insultos, ni las miradas, ni los gestos, ni los viernes, ni los sábados, ni los domingos que vosotros, compañeros de infancia y balompié, me regalasteis durante años. Ni olvido la humillación de ser siempre el último: el último en gimnasia, el último en el amor y el último en reír.
Pero ahora saludo a la treintena, soy moderadamente feliz y me paso el fútbol por la bragueta. Y me dedico, no sé si por venganza o por sadismo, a bailar con vuestras novias, a consolarlas tras vuestros gatillazos, a quererlas mucho, a abrazarlas mucho y a protegerlas mucho. Y como soy un maricón, si me quedan ganas en mis ratos libres dejo que os agachéis y me digáis hola de vez en cuando. Dicho esto, sólo me queda lanzar el grito de guerra de mi nueva revolución: ¡chicas del mundo, lo que la
Superpop
ha unido, que no lo separe nadie! Hacedme ese favor.
PRIMER ACTO. ENTREMESES
La estancia principal es un salón de clase media bien iluminado, con un gran ventanal en uno de los laterales, mobiliario
low cost
y un póster de la película
Mujeres al borde de un ataque de nervios,
de Pedro Almodóvar, en la pared principal. Suena un disco de Carla Bruni. Sobre la mesa descansan varios platos con aperitivos: zanahorias y pepinos cortados en rodajas, un bol con salsa de yogur, berberechos, mejillones en escabeche y aceitunas. Sibila y Martín miran la comida mientras Zeltia, vestida de azul, entra por la puerta con tres cervezas.
SIBILA
: No sabía que las lesbianas supieseis cocinar.
MARTÍN
: Pero si son aceitunas.
ZELTIA
: Se llaman
crudités,
y son platos muy visuales, muy sabrosos y muy sanos.
SIBILA
: Pero habrás preparado algo más, ¿no? ¿Pretendes que cenemos zanahorias crudas?
ZELTIA
: Es de pésima educación preguntar por el menú al anfitrión. Disfruta de la explosión de color y relájate.
MARTÍN
: Hacía mucho que no organizábamos una cena de chicas. Y sí, ya sé que yo soy chico y vosotras sois chicas y que, por lo tanto, no somos tres chicas, sino un chico y dos chicas. Pero cuando hablo de una cena de chicas me refiero a una cena en la que, aunque seamos dos chicas y un chico, podamos crear una atmósfera más femenina, más emocional, más sensitiva... No sé si me explico.
ZELTIA
: No mucho, la verdad.
MARTÍN
: ¡Que hablemos sin tapujos de nuestros sentimientos, coño!
SIBILA
: Pues empieza tú.
MARTÍN
: Sasha me llamó anoche desde Brasil. Me dijo que estos días había conocido a muchas mujeres. Tantas, que se está replanteando su sexualidad. En vez de coger un avión de vuelta a Madrid como me había prometido, el muy hijo de puta tiene el cuajo de descolgar el teléfono para contarme que está probando suerte con un ejército de mulatas y que necesita tiempo para organizarse.
SIBILA
: ¿Y no va a volver?
MARTÍN
: Pues por lo visto no. ¿Qué os parece?
ZELTIA
: A ése lo que le pasa es que le va la marcha. Entre regresar a Madrid para verte la cara de revenido que se te está poniendo o quedarse en Río de Janeiro haciendo el amor con hembras autóctonas ha optado, lógicamente, por lo segundo. Las brasileñas son seres de otro planeta, Martín. Con esa piel como el café torrefacto, con esos tangas agarrados al culo... Son como un milagro.
MARTÍN
: Gracias por tus ánimos.
ZELTIA
: De nada.
SIBILA
: Pues a mí las cariocas no me parecen nada del otro mundo. Me resultan muy básicas, demasiado rudas...
MARTÍN
: Si no os importa, estábamos hablando de Sasha. Me dijo que si alguna vez volvía a Madrid me llamaría para tomar un café. ¡Un café! Que se beba el café con Carlinhos Brown. O con Lula da Silva. Que se empache de Brasil, que se emborrache de caipiriña, que le vaya
moito bonito.
¿Qué he sido para él? ¿Un pasatiempo?
SIBILA
: Pero ¿erais novios o no erais novios? Que tú enseguida escribes un guión en tu cabeza y te acabas creyendo lo que no es.
MARTÍN
: No sé si éramos pareja o no. Lo que sí sé es que me regaló un viaje a Puerto Rico, estuvo a mi lado mientras me hacían un tatuaje, había venido a Madrid para estar conmigo...
ZELTIA
: A mí ese chico no me gustó nunca. Había algo en su mirada que me inquietaba.
MARTÍN
: ¿Y si voy a buscarle a Brasil?
SIBILA
: No digas estupideces. Le gustan las mujeres, le gustan las playas, el surf y el carnaval, y tú no entras en esos planes. Demuestra que eres un hombre maduro, asume la derrota, pasa página y búscate a otro.
ZELTIA
: Sibila tiene razón. Tómatelo como un amor de verano con fecha de caducidad.
SIBILA
: ¿Y Javier? Podría seguir el ejemplo de su compañero de viaje y no volver nunca.
MARTÍN
: ¡Joder, se me había olvidado! Tiene que estar a punto de aterrizar en Madrid. Qué desgracia, por favor. ¿Por qué no puedo tener un solo día de tranquilidad? Dios santo Todopoderoso, si me estás escuchando, sólo te pido veinticuatro horas de paz. Menos mal que me queda un consuelo: cuando estoy triste me pongo muy guapo.
SEGUNDO ACTO. PLATO PRINCIPAL
Zeltia hace mutis por el foro. Martín abre una botella de vino mientras Sibila cambia el CD de un equipo de música. Comienza a sonar Chavela Vargas. Martín suspira, Sibila suspira y Zeltia, que regresa con una lasaña de verduras y langostinos, también suspira.
SIBILA
: Pasta... Esto ya es otra cosa. ¡Viva Italia!
MARTÍN
: ¡Viva!
ZELTIA
: Ahora me toca a mí. Palmira y yo nos estamos viendo otra vez.
SIBILA
: ¿Palmira? ¿La kamikaze de la autoescuela? ¿La que te intentó atropellar con el coche?
ZELTIA
: Aquello fue un accidente. Se le fue de las manos, eso es todo.
MARTÍN
: El juez no opina lo mismo, y por eso dictó una orden de alejamiento.
ZELTIA
: Estaba nerviosa. Joder, había dejado a su marido y a sus hijos por mí, y de repente se vio sola, desahuciada. Yo era lo único a lo que podía aferrarse, y le fallé.
SIBILA
: Zeltia, esa señora está chiflada.
ZELTIA
: ¿Y tú no lo estás? Casi te asesinan en Turquía porque te fugaste con el primero que te dijo que tenías unos ojos preciosos. ¿Te parece que una persona cuerda haría algo así? ¿Y Martín? ¿No está chiflado Martín? Yo diría que sí; deprimido y apaleado porque un sinvergüenza de Miami al que conoció hace cuatro días ha desaparecido de su vida. Todos estamos locos y cometemos errores, y todos tenemos derecho a rectificar, pedir perdón y empezar de nuevo.
SIBILA
: Ya, pero yo no volvería con Abdul, y Martín no volvería con Sasha.
MARTÍN
: ¡Hey! Yo sí volvería con Sasha. No tengo orgullo, lo sé. Pero mataría por verle otra vez.
ZELTIA
: Pues ya está. ¿Tú sabes lo que es despertarse sola todas las mañanas?
SIBILA
: Sí. Me ocurre desde hace treinta años.
ZELTIA
: ¿Y no tener a nadie a quien acariciar?
MARTÍN
: Soy todo un experto en no tener a nadie a quien acariciar.
ZELTIA
: Y mirar el móvil cada vez que suena y descubrir que se trata de tu madre...
Suena el teléfono de Martín.
MARTÍN
: Hola, mamá. Ahora no puedo hablar, estoy cenando en casa de Zeltia. Te llamo mañana... Que sí... Y yo... Que sí... Adiós.
ZELTIA
: ¿Lo ves? Yo no quiero eso, Martín. Está muy bien que me llame mi madre, pero necesito tener ilusión por alguien, esperar su llamada durante horas, sentir mariposas en el estómago... Y con Palmira estoy recuperando el tiempo perdido. Con ella tengo una misión.
SIBILA
: ¿Qué misión? Sorpréndenos...
ZELTIA
: Hacerla feliz. Porque se lo merece. Y porque se lo debo. Y me lo debe. Y nos lo debemos.
SIBILA
: Cuánto deber, chica, cuánto deber.
MARTÍN
: ¡Pues claro que sí! Vuelve con ella, arriésgate, vive, sufre, ríe, muérete de celos, acaríciale el pelo, disfruta mientras puedas. Y si no funciona, no pasa nada. Ya lloraremos juntos si sale mal.
SIBILA
: O si intenta atropellada otra vez. Por cierto, ¿no hay postre?
TERCER ACTO. POSTRES
Sibila y Martín, algo borrachos, se recuestan sobre sus sillas. En la mesa están los restos de la velada: platos sucios, tres botellas de vino vacías y un cenicero rebosante de colillas. Suena Edith Piaf. Zeltia entra en escena con una tarta de manzana y helado de plátano.
MARTÍN
: ¿Sabíais que este disco pertenece a un concierto que ofreció Edith Piaf unos meses antes de morir? Creo que fue en 1962, en el teatro Olympia de París. Tenía cuarenta y seis años, artritis, cirrosis, pocos amigos y muy malas pulgas. Casi no podía moverse y su voz no era la de siempre, pero se puso hasta las trancas de morfina y cantó. Aquella actuación puso a Francia patas arriba.
ZELTIA:
Non, je ne regrette rien...
Qué pasada.
MARTÍN
: Cuando murió, su cadáver fue trasladado a París de forma clandestina, porque las autoridades tenían miedo de que el dolor popular se descontrolase. El día de su funeral en el cementerio de Pére-Lachaise, el tráfico en París se detuvo como no se había detenido desde la Segunda Guerra Mundial. Qué grande era. Y qué bajita: 1,47 metros de altura. ¿Y lo desgraciada que fue? Me hubiera encantado que estuviese aquí, pasando la noche con nosotros.
SIBILA
: Sí, claro. Y que Marilyn Monroe nos fregase los platos.
MARTÍN
: ¿No es esto una cena de chicas? Aquí hubiese podido hablar de sus cosas, desahogarse, hacer terapia... Zeltia, Sibila, Edith y Martín. Los cuatro juntitos, comiendo lasaña y bebiendo vino. No se me ocurre otro plan mejor.