Detrás de la Lluvia (50 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Y al filo del mediodía empezaron a desfilar casas a ambos lados del tren. Su nerviosismo creció. Iba a ver al hombre fugaz, tanto tiempo añorado. El hombre que se metió en sus entrañas para no salir. ¿Cómo sería el encuentro soñado, a veces no creído? Habían pasado cuatro años, justo en ese mes de abril, justo la edad de la niña. El tren entró en la inmensa Gare de Austerlitz, rebosante de gentío. Cuando se detuvo, bajó la ventanilla y miró, buscando. Pasó un rato, que fue haciéndose opresivo. No le veía. Los nervios empezaron a intimidarla. ¿Y si no aparecía? ¿Y si le hubiera pasado algo? ¿Y si, a pesar de las cartas y las promesas, todo era una ilusión? Se sintió abrumada por ese mundo diferente, tan extraño como el idioma que hablaban. Y entonces le vio. Avanzaba entre la muchedumbre como un barco cortando las olas.

—¡Mira! Es tu papá —dijo a la niña, señalando. Pero había imaginado tantas veces decirlo que ahora, al oírse, le sonó extraño, como si no estuvieran viviendo la realidad.

Carlos subió al vagón y sorteó en el pasillo a los que salían. Ella lo miró, a punto de derrumbarse. Observó que tenía los ojos cansados y pinceladas de plata en las sienes. Pero era él, su hombre para siempre. Cuando sintió sus brazos cerró los ojos y lloró.

Cuatro

Potius sero quarn nunquam.

(Mejor tarde que nunca.)

TITO LIVIO

Asturias, octubre de 1953

El buque
Portrieux
, de ciento siete metros de eslora y cuatro mil toneladas de carga, atracó en el espigón Uno de El Musel cuando la noche se rendía a las primeras claridades. Navegaba bajo pabellón francés y llegaba de Amberes con desbastes para la industria metalúrgica, consignado por Duro-Felguera. El puerto, donde estaría una semana para la descarga de su bodega y posterior llenado con carbón, hervía de actividad, con los muelles llenos de mercantes procedentes de diversos países de Europa.

Al atardecer del primer día, varios marineros del carguero salieron para relajarse en los numerosos chigres del lugar o desahogarse en los lupanares del barrio viejo. En la aduana se cruzaron con otros que procedentes de otros barcos salían o volvían de sus rondas. Eran gentes rudas, trabajadas, con predominio de anatomías fornidas y cabellos dorados.

Dos hombres altos de distinta contextura, separados en el tumulto, enseñaron sus pasaportes y permisos de dos días en el control donde la policía portuaria ejercía una vigilancia extrema. Procuraban no llamar la atención de nadie y menos de los carabineros, a los que no debían mirar nunca a los ojos. Vestían los chaquetones corrientes de la gente del mar, iban bien afeitados y llevaban una mochila de lona oscura colgada al hombro. El funcionario del puesto miró sus documentos con la acostumbrada atención. Italiano y francés. Numerosos sellos de entrada y salida a diferentes puertos indicaban que eran marineros veteranos. Puso el sello y anotó la fecha límite de estancia. Los dos hombres, siempre por separado, salieron a la transitada calle y tomaron el lento y destartalado tranvía que unía el puerto con la ciudad. En la gran estación de Renfe sacaron billetes de tercera clase de ida y vuelta, uno para Madrid y el otro para León, en el expreso que saldría a las 22 horas hacia la capital. Cada uno por su lado consumió su tiempo en las sidrerías de Cimadevilla, único lugar animado de la ciudad a esas horas. Cuando el tren salió, ellos se situaron en distintos lugares, disimulados entre los numerosos viajeros. El tren se detuvo en Oviedo, donde terminó de llenarse. En esas primeras horas el guirigay de la gente era tremendo, con muchos hablando en voz alta de sus proyectos. No eran pocos los que emigraban a Alemania y otros lugares de Europa.

Reían, cargados de ilusiones. En Madrid tenían que integrarse en los grupos preparados por el Instituto Nacional de Emigración y partir luego hacia sus soñados destinos.

A las 23,30 los dos hombres se bajaron en Campomanes. Una pareja de la Guardia Civil miraba con aire aparentemente descuidado a los pocos pasajeros que descendían. Echaron sin prisas y sin titubeos hacia la salida y se desvanecieron en la noche en direcciones diferentes. Más adelante convergieron en senderos cercanos a la misma carretera, que discurría a tramos junto al Huera, siempre hacia el sur. Pasado Espinedo se apartaron y echaron por trochas, ya en el monte. Precavidos, calzaban fuertes botas de cuero y llevaban los tobillos vendados para contrarrestar malas pisadas. Sabían que les quedaban unos dieciséis kilómetros, lo que suponía unas cuatro horas. Si no les surgían incidentes llegarían en la alta madrugada.

No había luna ni tampoco lluvia, coincidencia que les era imprescindible y que habían buscado. Eran empleados de la Naviera y, por lo tanto, no adscritos a un barco determinado. Atentos a las previsiones atmosféricas y a los próximos servicios, en este caso por su buena relación con los oficiales encargados de las consignaciones, pudieron conseguir que se les incluyera en la tripulación del
Portrieux
. La estación elegida era la más conveniente. En verano el sol se despedía tarde y el clima templado facilitaba las rondas, ahora normalizadas, de la Guardia Civil. Y en invierno y primavera las lluvias podían aposentarse casi a diario y durante semanas, como ocurrió el año anterior con la llegada prematura del tiempo lluvioso al Cantábrico que les obligó a hacer retraso de sus planes.

Ni una luz brotaba de las lejanas aldeas, pero el firmamento estrellado les iluminaba como si todo estuviera encendido. No habían pasado tantos años para que no recordaran la forma adecuada de caminar por los campos, las pendientes y los vericuetos. No tantos como para olvidar las mismas estrellas y las sombras imaginadas y, sin embargo, sí los suficientes para saber que todo había cambiado sobre la tierra inmutable. Entonces, cuando su cuerpo se volvía ingrávido, el músculo obediente a la orden cerebral, podían sentir un atisbo de la libertad envidiada de las aves. Eran momentos fugaces porque sabían que sus cuerpos cambiantes no les pertenecían, que estaban obligados por quienes creían tener derechos de propiedad sobre ellos durante toda la vida. Ahora, allí, ni siquiera existía la posibilidad de esa fugacidad. Toda libertad estaba bajo control y, si la suerte no les era propicia, ambos lo perderían todo y para uno de ellos sería el final.

El frío se hacía cortante a medida que ascendían, aunque el viento no tenía presencia. Caminaban a buen ritmo procurando asentar bien los pasos, y circundaban las aldeas para evitar alterar a los perros. En Teyeo dejaron de guiarse por los senderos que llevaban al puerto de La Cubilla. Echaron, en subida constante, por las praderías ausentes de pueblos y caminos, y luego por los pedreros, recogiendo los olores dormidos, las sensaciones casi olvidadas. La Sierra Negra se recortaba en el fondo como si hubiera devorado parte de las estrellas. Era la antesala de los picachos de la cordillera.

—¿Paramos un momento? —dijo Jesús.

—¿Estás cansado? Nos queda mucha faena.

—No. Sólo quiero...

—Vale —aceptó José Manuel. Sabía que la remembranza acuciaba a su amigo. A él también le hacía mella pero había aprendido a apaciguarla.

—Pasamos cerca de nuestras casas, de nuestras familias. Y no podemos visitarlas. Me cago en la madre de todos los santos... Bueno, perdona.

—No somos nosotros ya. Puede que nunca volvamos a serlo.

Más tarde culminaron las últimas cuestas. En el aprisco no había ganado descansando. El calendario marcaba y los anunciados fríos eran órdenes para que las vacas estuvieran en sus establos. Miraron las cabañas. La primera estaba cerrada, con los torcidos muros resistiendo. La otra ya no era un
teito
. Alguien había sustituido el techo de paja por trozos desiguales de pizarra. La notaron muy incrustada en la roca, como si la montaña la estuviera absorbiendo. Pasaron a inspeccionar, tomando la precaución de cerrar la puerta. José Manuel encendió una potente linterna. Todo estaba humillado de polvo y abandono. El tiempo también había desalojado la huella impalpable de sus progenitores del enrarecido aire. Salieron y escalaron las estribaciones de la montaña. Allí estaba la cueva, indiferente al paso de los siglos. Eran las tres de la madrugada. Entraron y se agazaparon en los bordes durante varios minutos para apreciar posibles movimientos del exterior. Luego encendieron una linterna, y para evitar roces y heridas, se colocaron unos gorros de cuero forrados de lana, como los que llevaban los aviadores. Dieron la vuelta a sus chaquetones para salvaguardarlos de los rasponazos y empezaron el recorrido. Hacía frío, lo que recordaban y tuvieron en cuenta al equipar el viaje. Ahora llevaban camisetas de felpa bajo las camisas de paño.

En la primera sala todavía estaban algunas de las herramientas que vieran la otra vez, ahora herrumbrosas. Había más detritos calizos y unos capachos de goma negros. No pasaron a la galería ancha, pero los focos concentrados de las linternas pusieron al descubierto pozos y escombros junto con restos de cartuchos. Testimonios del empleo de la dinamita en el lugar equivocado. Todo estaba sin recoger, como si la intención fuera volver en breve. Algunas galerías habían desaparecido para formar nuevos conductos. Los cambios eran grandes pero el hondo recuerdo no había sido alterado y José Manuel sabía por dónde seguir. Progresaron, salvando los hoyos y los amontonamientos. El cofre de piedra ya no estaba pero sí el reguero.

—No sé cómo puedes guiarte con tanta exactitud —susurró Jesús.

—En realidad yo tampoco. Es como si algo me dirigiera.

Pero la grieta no aparecía en todo el recorrido.

—Estará en otra galería.

—No, es ésta.

—Entonces olvidaste el sitio. No debiste romper el plano que hicieras.

José Manuel caminó hacia atrás y adelante examinando la roca.

—Es aquí. —Señaló un punto—. Está taponada con el escombro de excavaciones posteriores.

Sacó un pico de escalador y un cincel. Se quitaron los chaquetones, se tumbaron y procedieron. Aunque el tapón estaba muy incrustado, pudieron eliminarlo sin dificultades. La grieta quedó despejada y apreciaron que José Manuel, a pesar de su delgadez, no podía penetrar por ella. Su estructura ósea de adulto se lo impedía. Sin caer en el abatimiento empezó a romper los bordes de la piedra utilizando el cortafrío y golpeando con un mazo de madera. Los golpes eran apagados pero se extendían con gran sonoridad por la galería.

—Ve a la entrada de la cueva. En diez minutos empezaré a golpear y lo haré durante un minuto. Esperaré a que vuelvas y me digas si llega hasta allí el sonido.

Tiempo después asomó la luz de la linterna de Jesús.

—No se oye nada.

José Manuel volvió a su labor. Un rato más tarde había agrandado la abertura lo suficiente para pasar. Miraron la hora. Las tres y media. Todavía tardaría en llegar la luz a las montañas. José Manuel se ató la cuerda de escalador a la cintura, se colgó una mochila con los bártulos necesarios, pasó las piernas por el hueco y desapareció.

Recordaba perfectamente el lugar. A media altura del pozo vertical, a la derecha, había un conducto angosto en cuesta. Entró por él y fue descendiendo mientras notaba la fuerte corriente de aire. Y de nuevo, como surgiendo del más grande de los misterios, el destello que le apresó en el instante inolvidable. Se detuvo, sacó el detector de metales portátil y lo enfocó en torno. Era un aparato de pulso de inducción cuyas ondas alcanzaban varios metros. No hubo emisión de sonido de fondo ni siquiera de alerta, lo que significaba que no había metales cerca. El brillo era sólo la reflexión de la luz sobre algo. Siguió bajando y llegó al final del conducto. Era como una chimenea sobre una sala. Descendió hasta la base. El potente haz de su linterna descubrió un espacio amplio y alto saturado de humedades. En una parte del techo, cerca del hueco por el que entró, pequeños agujeros se repartían el viento, lo que dejaba el fondo en tranquilidad. Las estalactitas parecían dientes de un animal estratificado. Conectó de nuevo el detector, que empezó a emitir señales. Se acercó a un extremo. La vibración era intensa. Y allí, tras un pequeño reborde, apareció lo que originó el vislumbre detectado tantos años antes: dos corroídos cofres de madera y chapa. Repasó minuciosamente con el detector todos los huecos. Encontró una espada tan oxidada que parecía de piedra. El candil que perdiera veintiséis años antes estaba pringado de orín, pero lo acarició como si el tiempo hubiera retrocedido. No había más metales ni cofres. Pero, ¿cómo los habrían llevado hasta allí? Imposible que hubieran seguido su mismo camino. Dado que la urgencia no le acuciaba buscó alguna pista de acuerdo con la lógica. Proyectó la luz en derredor. Tardó en descubrir una parte de las paredes imperceptiblemente diferente del resto. No estaba cuarteada ni presentaba tantos salientes. La examinó con atención. Era un tapón, una puerta. La habrían empujado desde el otro lado hasta encajarla, lo que le hizo deducir que había una galería detrás, por donde entrarían. El tiempo se encargó de unificarla con las otras y los bordes estaban casi fundidos. Significaba que existía otra entrada de más fácil acceso al otro lado de la montaña. El que nadie hablara de ella indicaba que no había sido descubierta porque también estaría bloqueada y disimulada en el entorno. La grieta que él exploró era un respiradero y en la cueva por donde entraron nunca hubo nada. La gaceta estaba equivocada en cuanto a la cueva. Era otra. Por eso nadie encontró ningún tesoro.

Volvió a los cofres. Uno de ellos había recibido el impacto de una estalactita. Por el boquete abierto la luz reverberó en las piezas doradas. Ahí estaba el origen del reflejo misterioso. El rayo luminoso del candil, y luego el de la linterna, habían llegado a las monedas al rebotar en las húmedas paredes y su reflejo se había proyectado de vuelta a la chimenea a través de los mismos planos inclinados que actuaron como espejos. Quitó la tapa y luego abrió la del otro. No perdió el tiempo en admirarse. Vació la mochila y vertió en ella el contenido de un arca. Dio un tirón a la cuerda y se aupó trabajosamente hacia la abertura donde esperaba Jesús.

—Toma —dijo, asomando la cabeza y empujando la mochila—. Dame la tuya.

Volvió a bajar y repitió la operación. Minutos más tarde estaba junto a su amigo contemplando el tesoro encontrado.

—¿Estas son monedas, tan raras?

—Puedes jurarlo —sonrió José Manuel—. Pasaremos aquí el día. Bajaremos en la noche, dejando todo lo innecesario que trajimos. Tenemos que llegar a Campomanes al amanecer de mañana.

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