—Así que, en definitiva, tú eres la flor de loto, o al menos la que tiene las flores de loto, y vas a dejar que cumplan su destino y florezcan o, lo que es más probable, vas a fastidiarla y a condenarlas a la profundidad.
—¡Rayne! —la riñe Ava.
Pero la chica se limita a encogerse de hombros y declarar:
—¿Qué? No he dicho ninguna palabrota. Solo repito lo que dice la canción.
—No me refería a eso, y lo sabes. Tu intención va mucho más allá de tus palabras —le reprocha Ava con expresión sombría.
—Lo siento —responde Rayne entre dientes, y aunque me mira cuando lo dice está claro que su disculpa está destinada a Ava.
—¿Sabéis qué me recuerda esto? —dice Damen. Todos nos volvemos, sorprendidos de oírle de nuevo—. Me recuerda el año 1968, cuando los Beatles publicaron el
White Album
después de su estancia en la India. Todo el mundo trataba de interpretar la letra, buscándole un significado más profundo, pero resultó que la mayoría de la gente se equivocaba y algunos incluso acabaron de forma trágica.
—Charles Manson. —Jude asiente, arrellanándose otra vez en su asiento y pasando los dedos por el símbolo maya que adorna su camiseta—. Creyó que el álbum contenía un mensaje apocalíptico que llamaba a la guerra racial y lo aprovechó para justificar los asesinatos de gente rica que se dedicó a cometer con su familia de seguidores.
Las palabras de Jude me provocan escalofríos. La idea resulta demasiado espeluznante. De todos modos, no es eso lo que estamos haciendo, y estoy convencida de que Damen lo sabe.
—Por muy cierto que eso sea —digo, evitando cuidadosamente su mirada—, no cabe duda de que aquí hay un mensaje. Y, por lo que afirma Loto, también hay un viaje que solo yo puedo hacer. —Luego, para sorpresa de todos, incluso de mí misma, miro a Jude a los ojos y añado—: En todo el tiempo que has pasado en Summerland estudiando tus vidas pasadas, nuestras vidas pasadas, ¿has visto alguna de la que yo no esté enterada, alguna que no conocieses, alguna en la que me llamase Adelina?
Contengo el aliento, y solo me permito exhalar el aire cuando niega con la cabeza y dice:
—Lo siento, pero no.
—De acuerdo, pues. —Damen asiente, separándose de la pared e indicando de ese modo que se levanta oficialmente la sesión—. Creo que ya hemos abordado todos los temas, ¿no es así?
Y aunque quisiera protestar, me limito a asentir con la cabeza en señal de aceptación.
En parte porque sé que solo está haciendo lo que cree correcto. Trata de protegerme de Loto, del lado oscuro de Summerland y, ¡demonios!, quizá hasta de mí misma.
Y en parte porque, bueno, seguramente tiene razón. Seguramente no hay nada más que hacer aquí. Aunque me cuesta reconocerlo, parece que hemos abarcado todo lo posible.
Al menos de momento.
En cuanto al resto, espero que se revele por sí mismo a lo largo del viaje.
—¿V
as a entrar?
Damen se sitúa junto a mí, justo a mi lado. Su cuerpo está tan cerca del mío que percibo su hormigueo cálido, el aliento tibio que roza suavemente la curva de mi mejilla.
—No —susurro—. Yo… no puedo hacerlo.
Trago saliva, rodeándome el cuerpo con los brazos mientras continúo atisbando el interior. Me siento como la peor y más repelente especie de obsesa por estar aquí fuera, a oscuras, espiando a Sabine y a Muñoz en lugar de limitarme a dar la vuelta a la casa, abrir la puerta y entrar para reunirme con ellos como haría una persona normal.
Pero yo no soy normal.
Ni de lejos.
Y eso es lo que me mantiene agazapada aquí a oscuras, en el lado equivocado de la ventana.
«Si no vas a entrar, ¿puedes decirme al menos qué estás haciendo aquí fuera?» Damen piensa las palabras en lugar de pronunciarlas; no quiere arriesgarse a que le oigan.
«Me estoy despidiendo. —Suspiro—. Me estoy preparando para un futuro sin ella.»
Aunque mi posición me impide ver la cara que pone, percibo cómo cambia su energía, cómo se ensancha y expande hasta que nos envuelve a ambos en un maravilloso y cálido abrazo que persiste mucho más allá del momento en que sus brazos me alcanzan y hacen lo mismo.
—Ever… —susurra con las manos en mi cintura.
Sus labios se abren paso a través de mi cortina de cabello hasta aterrizar en mi mejilla. Y aunque parecía que iba a decir algo más, opta por dejarlo ahí y permite que el beso haga lo que las palabras no pueden hacer.
Nos quedamos muy juntos, contemplando a la feliz pareja, que picotea con desgana los últimos restos de la cena. Cada uno de ellos insta al otro a quedarse con el último trozo de pizza, hasta que Sabine agita la mano y coge su copa de vino, y Muñoz se ríe y se pone a comer.
Sin embargo, a pesar de su actitud despreocupada, no es difícil detectar el destello de remordimiento en la mirada de Sabine, el atisbo de derrota por haberse arriesgado a pronunciar un ultimátum y haber fracasado en lo único que de verdad le importaba.
Una mirada que casi es suficiente para que abandone mi posición junto a la ventana y me precipite allí dentro para demostrarle que no pasa nada, que la he perdonado.
Casi, pero no del todo.
En lugar de eso me quedo donde estoy, observándoles juntos. Ella todavía lleva puesto el traje chaqueta, y ese detalle, unido al de la pizza, indica que ha estado trabajando hasta muy tarde; Muñoz, por su parte, va vestido de manera mucho más informal, con un par de vaqueros desgastados y una camisa blanca de manga larga remangada hasta los codos. Debe de estar disfrutando del breve descanso del instituto y aprovechando las vacaciones de invierno para trabajar en su libro.
El que se disponía a abandonar.
El que le dije que sería publicado algún día.
«Bueno, por lo menos mis habilidades han dado algún fruto. Es posible que hayan provocado el distanciamiento de Sabine, pero al menos sirvieron para conseguir convencer a Muñoz de que no renunciase a su sueño.»
Y estoy tan absorta en el pensamiento, y Damen tan absorto en el acto de consolarme, que ninguno de nosotros se espera que Muñoz salga de pronto por la puerta lateral, cargando una bolsa de basura llena hasta los topes.
—¿Ever?
Se sitúa ante nosotros mientras la pesada bolsa cuelga balanceándose de su mano. Entorna los ojos como si hubiese dejado de confiar en ellos tan pronto como se han posado en mí.
Levanto la palma de la mano y le suplico con la mirada que guarde silencio, que se reserve la noticia para sí, que siga caminando hacia el contenedor de basura como si no nos hubiese visto encorvados debajo del alféizar de la ventana.
Pero eso es pedirle mucho a alguien que te ha estado buscando. Y aunque Muñoz va hasta el contenedor y echa la bolsa dentro, no tarda en dar la vuelta y regresar a donde nos hallamos Damen y yo.
—¿Dónde demonios has estado?
Sus palabras me cogen por sorpresa, sobre todo porque no encierran tanta ira como esperaba. Suenan más bien como un enorme suspiro de alivio.
—Estoy en casa de Damen —digo, como si eso explicase del todo mi ausencia—. Y Sabine lo sabe perfectamente, Damen la llamó para decírselo.
Miro un momento a Damen y veo la oleada de conmoción que invade su rostro. Ignoraba que yo lo supiese.
—Sabine ha estado muerta de preocupación. Tienes que entrar ahí, tienes que hacerle saber que estás bien.
Nos mira a ambos; su cerebro sigue tratando de asimilar lo que ven sus ojos.
—Sabes que no puedo hacer eso —replico con voz categórica, pragmática—. Y sabes por qué. De hecho, sabes mucho más de lo que deberías saber, mucho más de lo que yo pretendía.
Suspiro y sacudo la cabeza, recordando que hace solo unas semanas, precipitándome frenética hacia un desastre que no supe prever, me dio por manifestar un ramo de narcisos y un BMW negro delante de sus narices. En definitiva, le mostré que mis rarezas, mis poderes, iban mucho más allá de la telepatía y las habilidades psíquicas que él sabía que tenía. Me vio correr como el viento, hacer que apareciesen cosas allí donde solo había aire, y estoy casi segura de que, tras superar la conmoción, empezó a preguntarse de qué más sería capaz. Al menos, eso es lo que yo habría hecho en su lugar.
—¿Tú también formas parte de esto? —pregunta Muñoz, centrando su atención en Damen como si buscase un lugar bonito y bien situado para descargar toda la culpa.
—Yo soy la razón, sí —dice Damen, sin vacilar ni hacer pausa alguna.
No puedo evitar quedarme boquiabierta por el asombro que me causan sus palabras, casi idénticas a las que pronunció Loto. Me pregunto si eso es lo que él pretendía o si solo es una coincidencia que haya utilizado unas palabras calcadas a las de ella.
Muñoz reflexiona, trata de entenderlo. Él avanzaba en una dirección cuando Damen iba en la otra, y ahora se ve obligado a alcanzarle, o al menos a reunirse con él en un punto medio.
—Siempre he pensado que había algo muy extraño en ti —dice Muñoz por fin en voz baja, casi soñadora.
Damen asiente con la cabeza. No tengo la menor idea de cómo se ha tomado eso. La expresión de su rostro no revela nada.
—Parece que no seas de esta época —añade Muñoz, como si hablase consigo mismo.
—No soy de esta época —replica Damen, mirándole a los ojos. La respuesta es tan sencilla, tan directa e inesperada, que me quedo sin aliento.
Muñoz asiente sin dejar que la respuesta le perturbe. Se comporta como si diese crédito a sus palabras cuando dice:
—Bueno, ¿y de qué época eres, entonces?
—Una de tus favoritas. —Damen esboza una sonrisa—. El Renacimiento italiano.
Muñoz traga saliva, asiente y mira a su alrededor como si esperase encontrar alguna explicación adicional plantada en el jardín, flotando en la piscina o tal vez incluso pegada con cinta adhesiva en la tapa de la barbacoa. Asimila las palabras de Damen con más calma de la que yo habría esperado jamás, como si no le sorprendiese en absoluto estar manteniendo una conversación tan seria sobre un tema tan peculiar.
—Entonces, ¿la alquimia es real? —se atreve a preguntar, dando en el clavo de un modo que no está al alcance de todo el mundo.
Me refiero a que, cuando era yo quien trataba de identificar la rareza de Damen, pensé directamente que era un vampiro. A Miles le pasó lo mismo. Pero al parecer Muñoz no está ni mucho menos tan influido por el fenómeno actual de la cultura pop, y por eso ha dado enseguida con la verdad.
—La alquimia siempre ha sido real —reconoce Damen con expresión controlada y voz tranquila, sin dar absolutamente ninguna pista de lo mucho que le está costando esto. Aunque yo me hago una buena idea.
Durante seis siglos ha luchado por mantener en secreto la verdad de su existencia, pero al encontrarse conmigo en esta vida se ha visto forzado a contemplar cómo todo se deshace como un jersey apolillado.
—Real, sí, pero no siempre fructífera. —Los ojos de Muñoz se posan en Damen, contemplándole de una forma nueva, y Damen asiente en señal de aprobación—. ¿Y tú, Ever? —Muñoz me observa, tratando de verme también de una forma nueva. Sin embargo, a pesar de mi absoluta rareza, está claro que soy un producto del mundo moderno, eso es innegable.
Niego con la cabeza y levanto los hombros sin decir nada.
—¡Vaya! Tenemos mucho de qué hablar, quiero preguntaros muchas cosas…
Miro con preocupación a Damen, confiando en que Muñoz no se lance a hacer toda una serie de preguntas que Damen, por la razón que sea, se sienta obligado a responder.
Pero, por suerte (últimamente no he tenido demasiada, aunque la aceptaré feliz llegue en la forma que llegue), Sabine me salva llamándole:
—¿Paul? ¿Va todo bien ahí fuera?
Él inspira con fuerza y nos mira a los dos. Y, como no puedo arriesgarme a hablar, no puedo arriesgarme a que ella oiga mi voz procedente del otro lado de su ventana, me conformo con sacudir la cabeza y lanzarle una profunda mirada suplicante y significativa.
Me invade el alivio cuando dice:
—Sí, estoy… bien. Estoy disfrutando de la noche, contemplando un poco las estrellas. Busco Casiopea, ya sabes cómo me gusta todo eso. Ahora entro.
—¿Te apetece que salga yo? —pregunta ella con una voz grave y seductora que apunta directamente a algo que no quiero presenciar en modo alguno.
—No, aquí fuera hace bastante frío. Espérame con ese pensamiento; me reuniré contigo dentro —responde él para alivio mío.
Nos recorre de arriba abajo con la mirada. Sus labios se separan como para decir algo más, pero yo niego con la cabeza, cierro los ojos y manifiesto rápidamente un ramo de narcisos que le insto a darle a ella.
—¿Qué se supone que le voy a contar? ¿Qué le digo? —susurra, echando una ojeada prudente hacia la ventana.
—Preferiría que no dijeses nada, que ni siquiera lo mencionases —le contesto—. Sin embargo, si crees que tienes que hacerlo, dile solo que la quiero. Dile que lamento todas las molestias que le he causado, y que no pase ni un momento más sintiéndose culpable por cualquier cosa que pueda haber dicho llevada por la frustración y el enfado. Sé que suena frío, y seguramente horrible desde tu punto de vista, pero, por favor, trata de creerme cuando te digo que es mejor así. No podemos volver a vernos. Es imposible, ella no lo aceptará, y no hay manera de explicarlo.
Luego, antes de que Muñoz pueda reaccionar, antes de que pueda adoptar una postura, prometer una cosa u otra, Damen me aprieta la mano, tira de mí a lo largo del camino de piedra y me saca de allí por la puerta lateral.
Los dos desaparecemos gradualmente en la noche hasta que Muñoz ya no puede vernos.
Los dos nos negamos a echar la vista atrás, a sabiendas de que es mejor mirar hacia delante, hacia el futuro, que anhelar un pasado que se ha ido para siempre.
E
s nuestra última noche juntos, o al menos nuestra última noche en un período de tiempo indeterminado, y confío en hacer algo especial.
Algo memorable.
Algo que Damen pueda recordar con una sonrisa.
Aunque no debería ser demasiado memorable: no puedo permitirme que sospeche que me reservo algo que de momento no quiero mencionar.
Decidí emprender el viaje al poco de abandonar Summerland, pero Damen no está informado de ello. Y como decírselo dará lugar, sin duda alguna, a una discusión de enormes proporciones, confío en guardarme la noticia hasta que no tenga más remedio que contárselo.