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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (26 page)

BOOK: Desde donde se domine la llanura
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—Niall, perdóname. Yo…, yo a veces… No me cambies por tortas de avena…

—Tranquila, cariño; no te volveré a cambiar —murmuró él, besándole la frente. Levantando con debilidad la mano, se la miró, y con un puchero, sollozó:

—He perdido mi horroroso anilloooooooooooooooo. Soy una torpe. Niall, tragándose sus emociones, le acarició el pelo empapado y, con una ternura que hizo que su cuñada se emocionara, le susurró al oído:

—Escúchame, Gata. Te compraré el anillo más bonito que jamás nadie haya tenido, pero no quiero verte llorar. Eres una mujer fuerte, una guerrera y no una torpe mujercita como he afirmado esta tarde. Nada de lo que te he dicho lo sentía, ¿me has entendido?

Con una dulce sonrisa, ella volvió a cerrar los ojos, y cayó de nuevo en un profundo y tormentoso sueño. Shelma comenzó a llorar, y Duncan, que había entrado segundos antes, tras una mirada de su mujer, agarró a su cuñada y, sin que ésta opusiera resistencia, la sacó de la tienda y la llevó junto a Lolach, que al verla llorar de aquella manera pensó en lo peor, así que suspiró al saber por Duncan que Gillian seguía viva.

El tiempo pasaba, y ésta empeoraba. Nada podían hacer, excepto rezar y esperar un milagro. Megan, consciente de por lo que Niall estaba pasando, pensó por un momento cómo podía aliviarlo, pero estaba tan preocupada por Gillian que apenas podía pensar con claridad.

—Niall, sal a estirar las piernas.

—No. Quiero estar con ella —murmuró, secándole con un paño húmedo el sudor. No pensaba alejarse de su mujer. De su Gillian. Se sentía culpable por lo ocurrido, y aunque sabía que la mordedura era lo que la mantenía en aquel estado, se culpaba una y otra vez. Quería estar con ella, a su lado. Necesitaba cogerla de la mano y tocar con delicadeza aquella perfecta y graciosa cara, y pensar que todo saldría bien. Gillian no podía morir. No podía desaparecer de su vida.

Pero Megan insistió:

—Escucha, Niall. No puedes ayudar en nada más. Sólo hay que hacerle beber la pócima. Es necesario que el brebaje entre en ella para que el veneno que se ha extendido por su cuerpo sea expulsado, y hay que rezar para que el emplaste que le hemos puesto absorba al máximo la ponzoña concentrada que sin duda aún hay en la herida. Si el emplaste se pone negro es que está funcionando. Pero poco más podemos hacer. Y aunque me duela en el alma decirte esto, debemos estar preparados por si ocurre lo peor.

Niall negó con la cabeza y afirmó con la seguridad de un guerrero:

—Mejorará. Gillian es fuerte y no se rendirá.

Con cariño, Megan tocó la mejilla de su cuñado y, con una triste sonrisa, le susurró, agotada:

—Niall…

—No, Megan —replicó éste—. Gillian no morirá. No se lo voy a permitir. Tras asentir, ojerosa y triste, Megan le dio un beso a Gillian en la frente y, mirando a su cuñado, le susurró mientras se sentaba a esperar en el fondo de la tienda: —Dios te oiga, Niall. Dios te oiga.

Cuando Megan se recostó, Niall se tumbó junto a su mujer. Nada podía hacer por ella excepto estar a su lado y esperar. Por ello, conociendo el alma guerrera de ella, se le acercó y le murmuró al oído:

—Escúchame, mujer malcriada y consentida, no se te ocurra morir para escapar de mí, porque te juro por mi vida que si lo haces te buscaré como sea, llegaré hasta ti, te traeré de vuelta conmigo, y por Dios que me las pagarás.

Ella se movió, intranquila, y Niall suspiró, seguro de que le había oído.

Capítulo 30

Durante aquella larga y tormentosa noche, obligaron en varias ocasiones a Gillian a que bebiera aquella amarga y maloliente poción. No fue tarea fácil. Ella, en su delirio, se empeñaba más en escupir que en tragar, pero Niall no se rindió. Y con gesto fiero, aunque estaba exhausto, le ordenó que tragara una y otra vez, hasta que Megan le indicaba que ya podía parar. El emplaste que le habían puesto en la mordedura parecía funcionar y, con el paso de las horas, comenzó a oscurecerse. Eso les alegró.

Al amanecer, Gillian continuaba igual, pero viva. Duncan intentó sacar de la tienda a su mujer para que descansara, pero ésta se negó. No se movería de allí hasta que Gillian estuviera a salvo. Lo mismo pasó con Niall.

Las largas horas del día siguiente, Niall las pasó mirando a su inerte esposa, mientras la conciencia le atormentaba por todo lo que le había dicho. ¿Cómo había sido capaz de decirle aquellas barbaridades?

Con paciencia, ayudó a una extenuada Megan con el brebaje y, al anochecer del segundo día, ambos se relajaron al notar que la mujer cada vez deliraba menos, la fiebre parecía remitir y dejaba de temblar. Eso los animó.

—Tenías razón, Niall —sonrió Megan, quitándole el emplaste del muslo para colocarle otro fresco y limpio—. Gillian es muy fuerte.

—Te lo dije —sonrió el
highlander
por primera vez. En ese momento se abrió la tela de la tienda y apareció Duncan.

—¿Os traigo algo de comer? —preguntó, consciente de que aquellos dos no se moverían de allí si no era con Gillian por delante.

—No, cariño —suspiró Megan, levantándose—. Llévame a descansar un poquito, que estoy agotada. Niall puede quedarse a solas con su mujer. Creo que el peligro ya ha pasado.

—Deseo concedido, cariño —susurró Duncan, asiéndola por la cintura. Con una sonrisa en la boca, el
highlander
guiñó un ojo a su hermano, y éste, con gesto fatigado, asintió. Tomando la mano a Megan, se la besó y, antes de que se marchara, dijo:

—Sabes que te adoro, ¿verdad?

Con cariño, ella se agachó y, dándole un beso en la mejilla, respondió:

—Tanto como yo a ti, tonto.

Duncan, emocionado por el cariño verdadero que aquellos dos se profesaban, sonrió y le susurró al oído a su mujer:

—¿Y a mí me adoráis también, mi señora?

Sabiendo que su cuñado aún los miraba y conociendo lo mucho que le gustaba ver a su marido sonreír, le dio un suave beso en los labios y le indicó:

—A ti te quiero, te adoro, te amo y, en ocasiones, te odio. ¿Qué más puedes pedir, Halcón?

Con una risotada que llenó el corazón de Megan, Duncan la tomó en brazos y la llevó a su tienda. Su mujer necesitaba descansar, y él, tenerla cerca.

Agotado por las horas transcurridas, pero feliz por la mejoría de Gillian, Niall se tumbó a su lado, y vigilando su respiración, acercó su frente a la de ella.

—Eres una auténtica McRae. Una luchadora. Y aunque no volveré a repetir estas palabras delante de ti, necesito decirte que te quiero más que a mi vida porque siempre has sido y serás mi único y verdadero amor.

Instantes después, agotado, se durmió junto a ella. El tercer día amaneció y con él la actividad del campamento. Todos estaban felices por saber que la mujer del joven laird McRae mejoraba y se recuperaría: todos, excepto Diane, que maldijo con rabia dentro de su carromato.

Niall se despertó sobresaltado. Se había quedado dormido. Con premura observó a su mujer, que parecía dormir plácidamente. Comprobó que los oscuros cercos negros que le rodeaban los ojos ya no estaban. Su bonito rostro volvía a tener un color normal y la fiebre había desaparecido por completo.

Feliz y motivado por aquella mejoría, destapó el muslo de ella, y al ver el emplaste oscurecido, hizo lo que había visto hacer a Megan. Se lo quitó y con delicadeza le puso uno nuevo. Sin que pudiera evitarlo observó su cuerpo suave y curvilíneo. Nunca la había visto completamente desnuda y, con picardía, levantó un poco más la manta y resopló al ver lo preciosa que era.

Al notar cómo su entrepierna se endurecía ante aquel espectáculo, bajó la manta, la besó en la frente y se levantó. Decidió salir de la tienda. Necesitaba refrescarse, o era capaz de hacer suya a su mujer pese a estar en aquel estado. Cuando Niall abandonó la tienda, Gillian abrió con torpeza un ojo y sonrió.

Capítulo 31

Dos días después, Gillian estaba ya casi repuesta y viajaba recostada en una de las carretas, junto a Helena, que resultó ser una encantadora y agradable compañía. Con curiosidad, Gillian observó a sus guerreros. Aquellos toscos y barbudos hombres comenzaban a dejar de serlo, y eso le gustó.

—Helena, ¿qué piensas de Aslam? —preguntó al ver cómo aquel fiero guerrero convertido en un adonis se pavoneaba siempre que podía ante la mujer para hacerla reír.

—Es agradable, milady.

Gillian, con comicidad, se acercó más a ella y le cuchicheó al oído:

—¿Sólo agradable?

Aquello hizo reír a Helena. Aún recordaba el primer impacto que sufrió al subir a aquella carreta y ver a aquel gigante barbudo y peludo mirándola. Lo temió.

—Milady, ¿qué estáis queriendo decir? —inquirió, sonrojada.

—Helena…, Helena…, tú ya me entiendes.

La carcajada de ésta hizo que Aslam, que llevaba sobre su caballo a Demelza, la mirara con cara de bobalicón y los otros
highlanders
se mofaran de él.

—Milady, entiendo lo que me queréis decir y sólo puedo responder que él es encantador con mis hijos y conmigo, algo a lo que no estamos acostumbrados.

—Eso es magnífico, Helena —suspiró Gillian mirando las anchas espaldas de su marido.

En esos días, tras lo ocurrido, el trato entre Niall y Gillian se había relajado. Él intentaba suavizar sus comentarios mordaces, y ella se lo agradecía. Un poco de paz, tras varios días de lucha, era de agradecer, aunque le costara horrores contener sus impulsos asesinos cada vez que veía a Diane cabalgar como una loca para estar con él.

Circunspecto, Niall se percató de cómo sus hombres cambiaban día a día. Uno tras otro se habían afeitado las barbas y se habían arreglado el cabello, incluso intentaban no escupir a cada momento, algo que las mujeres agradecieron hasta la saciedad y a él le agradó.

Ver al rudo de Aslam paseando al anochecer con un bebé en brazos y una niña cogida a su otra mano era algo que Niall nunca había esperado. Pero desde la llegada de Helena aquel tosco hombre prefería una buena charla con ella sentado bajo un árbol a una borrachera con sus compañeros.

Durante aquellos días, y en sus ratos de ocio, con su cariño y paciencia, Gillian, ayudada por sus amigas y, en ocasiones, por Helena, les enseñó a los
highlanders
modales para cortejar a las damas.

Una de aquellas noches, Aslam dejó muy claro que Helena era cosa suya, y todos sus compañeros lo respetaron. Y jornada a jornada, Niall se percató de que no sólo su vida cambiaba con la presencia de Gillian, sino también la de todos.

Cuando la mejoría de ésta se hizo notable, y sin entender por qué, la rivalidad entre ambos regresó. Él parecía incómodo en muchas ocasiones a pesar de que ella intentaba agradarle. Lo que no sabía Gillian era que Niall luchaba única y exclusivamente contra sí mismo. Delante de la gente mantenían las formas y la sonrisa, pero en cuanto se quedaban solos en la tienda por las noches poco les faltaba para liarse a golpes de espada.

Cada noche, Niall demoraba todo lo que podía en ir a dormir. Y si entraba y notaba que ella estaba despierta, cogía su manta y se echaba lo más lejos de ella que podía. La tentación de sucumbir a los encantos de su mujer cada vez era más grande y sólo la podía refrenar mostrándose enfadado y molesto con ella. Gillian, en silencio, sentía tal rechazo por parte de él que deseaba que otra víbora le picara, para que Niall se le acercara y fuera amable. Pero callaba y no decía nada.

Por su parte, Niall apenas descansaba. Pensar que tenía a pocos metros a la mujer que le había robado la vida le estaba matando. La adoraba como nunca adoraría a ninguna otra, pero no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Ella no se lo merecía.

Megan se percató de que algo ocurría. Pero tras hablarlo con Duncan y él aconsejarle que se mantuviera al margen, intentó no mediar en aquella relación, aunque no pudo evitar relatarle a Gillian mil veces con pasión cómo Niall la había besado desesperado cuando ella estaba delirando. A su cuñada eso le hacía sonreír, y si en un principio pensaba que lo que creía haber oído había sido un sueño, cada día estaba más segura de que ciertamente no era así.

La mañana en que Gillian tuvo que despedirse de Shelma, Trevor y Lolach se entristeció. Habían llegado al punto del viaje donde éstos se desviaban hacia Urquarq. Tras muchos besos y deseos de volver a verse pronto, prosiguieron su camino, y Gillian fue consciente de que pronto se quedaría a solas con Niall.

Aquella noche llegaron al castillo de Eilean Donan, el precioso hogar de Duncan, Megan y sus hijas. Allí, las aldeanas casaderas, al ver a los guapos hombres de Niall, los saludaron con unas sonrisas y pestañeos que los dejaron descolocados. Fue tal el desconcierto de los hombres al comprobar cómo las mujeres decentes les sonreían que apenas sabían qué decir, mientras Gillian los miraba, asombrada.

Como festejo por su llegada a Eilean Donan, la gente del castillo organizó una cena de bienvenida. Como era de esperar, Diane no acudió. Prefirió quedarse en la habitación, deseosa de que amaneciera para marcharse de allí.

Tras la cena, los lugareños comenzaron a tocar las bandurrias y las gaitas, y con rapidez los aldeanos de Eilean Donan empezaron a bailar. Desde su posición, Gillian observó cómo aquellos toscos guerreros de su marido miraban a las mozas del lugar, pero no se atrevían a decirles nada. Estaban tan acostumbrados a tratar con furcias que cuando una dulce jovencita los miraba se ponían rojos como tomates.

«Vamos, muchachos, lanzaos», pensó Gillian. Sentada junto a su marido, seguía la conversación que éste mantenía con Duncan, pero sus ojos estaban sobre los rudos hombres que con sus torpes movimientos le pedían ayuda. Megan, que también se había percatado de la situación, sonrió sin que pudiera remediarlo al ver cómo algunas de las mujeres que conocía cuchicheaban sobre ellos. Pero Gillian ya no podía más, y volviéndose hacia su marido, que parecía haberla olvidado, lo llamó:

—Niall…, Niall…

—Dime, Gillian —respondió él, mirándola.

—¿Te importa si me levanto y bailo con alguno de tus hombres? Sorprendido por la prudencia que ella mostraba al preguntar, la observó con desconfianza mientras ella seguía hablando.

—Todas esas jóvenes están deseando bailar con ellos, pero no sé qué les pasa a esos memos que ni uno solo se atreve a bailar.

Niall desvió la mirada hacia sus hombres y casi se carcajeó al ver la cara de circunstancias que ponían. Unos parecían corderos degollados por sus caídas de ojos y otros,
highlanders
enfadados y a punto de sacar la espada. Finalmente, se sintió incapaz de negarle aquello a su mujer, así que la miró y, cerca de su oído, le susurró:

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