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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (17 page)

BOOK: Desde donde se domine la llanura
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—He dicho, malditos necios, que si me habéis entendido —gritó fuera de sus casillas.

Absolutamente todos asintieron con la cabeza. Instantes después, los hombres desaparecieron de su alrededor, excepto Ewen.

—Milady, creo que los habéis asustado —le dijo con gesto divertido. Ella caminó hasta el árbol, sacó de un tirón la daga y, volviéndose hacia el
highlander
que con una sonrisa la miraba, le susurró:

—Sujétame, Ewen, que me tiemblan hasta los dientes. —Complacido, la tomó del brazo y la acompañó hasta el caballo a fin de coger una manta para que entrara en calor. Después de dialogar un rato con ella, se marchó, y Gillian se sentó bajo un enorme árbol, alejada de los demás. Cansada por todo lo acontecido, y por la noche en vela que había pasado, se acurrucó junto al tronco, y cuando parecía que su cuerpo comenzaba a relajarse, una voz la sobresaltó:

—¿Qué les has hecho a mis hombres?

Abrió los ojos de golpe y se encontró a Niall con cara de pocos amigos, de pie, frente a ella.

—¡¿Cómo?!

—No pongas esa cara de inocencia, Gillian, que nos conocemos. Gillian le miró con la boca abierta mientras se levantaba del suelo.

—Arnald, uno de mis hombres, ha venido a verme muy enfadado —voceó—. Le has cortado parte de su barba, y se siente mal por ello, y a Jacob casi le arrancas una oreja.

—Pero serán asnos, quejicas y enclenques… —soltó, incrédula—. Yo no les he hecho nada; se lo han hecho ellos solitos a consecuencia de su comportamiento.

Durante gran parte del camino, Niall había pensado en cómo favorecer el entendimiento entre ella y sus hombres. Sabía que Gillian tenía carácter, pero nunca podía haberse imaginado que ella sola sería capaz de enfrentarse a todos ellos.

—Esos cavernícolas que tienes como guerreros, además de sucios, malolientes y maleducados, ¡oh, Dios!, escupen en cualquier sitio ¡qué asco! Y además, no han parado de mirarme con gestos lascivos desde que salimos de Dunstaffnage. Y te digo una cosa, McRae: que se alegren si sólo le he cortado a uno la barba y a otro le he arañado la oreja, porque como sigan así, sus vidas conmigo serán mucho peor. —Pasmado ante lo que oía, Niall no podía ni hablar. Lo tenía completamente hechizado—. No pienso permitir que esos…, esos… ordinarios, toscos y agrestes hombres me llamen rubita o guapa como si fuera una mesonera cualquiera. Pero bueno, ¿qué clase de educación tienen? ¿De dónde has sacado a ese grupo de estúpidos? ¿Acaso no les has dicho que ahora soy su señora y me deben un respeto? —Al ver que él sonreía, más enfadada, gritó—: Si algo tengo claro es que no voy a permitir que esos mostrencos barbudos me avergüencen ante nadie. ¡Me has oído, McRae! —Él asintió—. El día de nuestra boda, además de humillarme y ponerme este…, este absurdo trozo de cuero marrón en el dedo —dijo, enseñándoselo—, me dejaste muy claro que yo sólo sería la dueña de tu hogar, y me guste o no tendré que vivir con ellos, y pienso enseñarles modales.

Mientras Gillian continuaba despotricando, moviéndose de un lado para otro, Niall sólo podía admirar, contemplar y disfrutar de su esposa. Aquella pequeña y menuda mujer se había enfrentado a más de un centenar de hombres con caras de asesinos sin dudarlo y sin un ápice de miedo. Eso le gustaba. Prefería que ella fuera así a una blandengue como Diane. Satisfecho, miró el dedo de Gillian y comprobó que el trozo de cuero marrón seguía anudado. Eso le hizo sonreír. Sabía que los modales de sus guerreros eran pésimos, aunque nunca le había importado hasta ese momento. Pondría remedio aquella noche. Hablaría con ellos y les dejaría un par de cosas claras. Gillian era su esposa y, efectivamente, la señora de todos. Debía replantearse lo que ella le exigía, o los volvería tan locos que al final era de temer que se tomaran la ley por su cuenta. Una vez decidido, centró de nuevo la atención en Gillian.

—Esos mentecatos, simples e insulsos guerreros tuyos apren…

—Si vuelves a insultar una sola vez más a alguno de mis hombres —la cortó Niall con voz tajante—, seré yo quien te enseñe modales a ti y te azotaré delante de ellos, ¿lo has entendido?

Aunque abrió la boca para contestar, pestañeó, incrédula, por lo que él estaba dispuesto a hacerle. Resopló, y de una manera que hizo que el corazón de Niall se desbocara, se marchó a grandes zancadas. Siguiéndola con la mirada, la oyó maldecir y, con una sonrisa en la boca, murmuró:

—Menos mal que te has alejado, Gata; si no, hubiera acabado rendido a tus pies.

Capítulo 21

Dos días después, entre lluvia y fango, la comitiva continuaba su camino. Durante ese tiempo, Niall y Gillian intentaron mantener su falsa felicidad ante los demás, a pesar de los continuos tonteos de Diane. En varias ocasiones, Gillian deseó cogerla de su bonita cabellera y arrancarle los pelos uno a uno. Pero sabía que eso le causaría más mal que bien, y por ello se contuvo.

Todos se percataban de la situación tan incómoda que la boba de Diane ocasionaba entre los recién casados, pero callaban. Megan y Shelma, en la intimidad, habían comentado entre cuchicheos que si eso les ocurría alguna vez a ellas directamente rajarían en canal a la intrusa. Cris observaba como todos y no decía nada. Pensaba igual que las otras, y comprobó que Gillian apenas podía contenerse. Sólo había que ver con qué cara miraba a su hermana y resoplaba alejándose cuando ésta aparecía.

Durante el día, los recién casados intentaban cruzar sus caminos lo menos posible, aunque cuando lo hacían sonreían como tontos, e incluso, en ocasiones, se besaban ante todos. Eran besos que Niall exigía y que Gillian, a pesar de refunfuñar, disfrutaba. Cuando cenaban todos juntos, bromeaban y reían, pero por debajo de la mesa se propinaban continuas patadas.

Por las noches, cuando llegaba el momento de descansar y se metían en la tienda, Niall y Gillian se hacían la vida imposible, hasta que él salía a dormir al raso junto a sus hombres, o bien ella cogía su manta y se enrollaba con ella en un lateral de la tienda, lejos del jergón, la comodidad y la cercanía de su marido.

Durante aquellos días, los hombres de Niall, tras la charla que éste había tenido con ellos, intentaron acercarse lo menos posible a la mujer de su laird. Y ocurrió algo que la sorprendió: en un par de ocasiones aquellos toscos guerreros, al dirigirse a ella, la habían llamado milady. Eso la hizo sonreír.

Una de las noches, después de acampar y cenar todos juntos, Duncan y Megan decidieron dar un paseo por los alrededores, necesitaban un poco de intimidad. Gillian, ayudada por el joven Zac, llevó a las pequeñas Johanna y Amanda a la tienda para acostarlas, mientras Niall observaba a su mujer reír y besuquear a las niñas.

«Lo que daría yo porque me besuqueara así», pensó, mirándola con recelo. Pero levantándose de donde estaba, decidió ir con sus hombres. El trato con ellos le refrescaría la cabeza y calmaría la entrepierna, que estaba cada día más acalorada.

Después de besar a las pequeñas, Zac se marchó. Había visto salir a la guapa Diane de su carromato y corrió para hacerle compañía. Su juventud hacía que la siguiera como un cordero a todos lados.

—Tía Gillian, ¿es cierto que la tía Shelma una vez le dio un puñetazo al tío Lolach en la nariz?

Al recordar aquel momento, Gillian sonrió.

—Totalmente cierto. Pero no se lo recordéis a Lolach; estoy segura de que aún le duele.

Las niñas se carcajearon. Entonces, la pequeña Amanda preguntó:

—¿Y también es cierto que mamá, la tía Shelma y tú os escapasteis del tío Niall una noche y, al final, os encontró?

Sorprendida por las preguntas que las niñas le hacían, las miró y dijo:

—Pero ¿quién os cuenta esas cosas?

—Mamá —confesó Johanna—. Por las noches, cuando nos lleva a la cama, nos cuenta historias divertidas para que nos riamos.

—Desde luego vuestra madre… —murmuró Gillian. Pero al ver la cara de las niñas asintió, y dijo—: Sí…, es cierto. Una vez nos escapamos de vuestro tío Niall, pero no debimos hacerlo porque casi nos cuesta la vida. Y a propósito, si no queréis que se enfade, no se lo recordéis, ¿vale?

Las pequeñas asintieron, y Johanna cuchicheó:

—Cuéntanos tú algo. Hoy no está mamá y queremos nuestra historia.

—¿Y qué os cuento yo?

—A mí me gustaría que nos contaras cómo te sentiste la primera vez que viste al tío Niall. ¡Es tan guapo…!

—¡Ufff, cariño!, de eso hace mucho, y yo era muy pequeña —suspiró sin querer recordar aquellos tiempos.

Amanda, haciendo grandes esfuerzos por no dormirse, preguntó:

—¿Tenías ya una espada como la mía?

Divertida, Gillian sonrió, y tras besarla y pasarle la mano por los ojos para que los cerrara, le susurró:

—No, cariño, yo no tuve una espada tan maravillosa como la tuya hasta que no fui mayor, y me la regaló Mauled, uno de los abuelos de vuestra mamá. Ahora duerme.

La niña, acurrucándose junto a su amada espada, se quedó dormida con rapidez. Johanna se resistió un poco más, pero Gillian, cantándole una canción que hablaba de bellas princesas y apuestos príncipes, consiguió que cerrara los ojos y que por fin se durmiera.

Una vez que comprobó que las pequeñas se habían quedado dormidas, salió de la tienda y, sumida en sus pensamientos, se encaminó hacia la suya, aunque antes pasó a visitar a sus caballos. La herida de la pata de
Hada
parecía haber mejorado y eso la hizo muy feliz.

—Buenas noches, milady.

Levantó la cabeza y se sorprendió al ver que quien la había saludado era el barbudo que días atrás le había servido de conejillo de Indias ante el resto de los hombres.

—Hola, Donald, buenas noches. ¿Estás de guardia? Boquiabierto porque recordara su nombre, se paró y la miró. —Sí, señora, esta noche me toca a mí. Podéis dormir tranquila. Sorprendida por aquellas formas tan correctas sonrió, pero al verlo escupir arrugó la cara.

—¡Oh, Dios!, Donald, ¿cómo puedes hacer algo tan desagradable? —le dijo.

—¿El qué, milady?

—Pero a vosotros qué os pasa. ¿Dónde os han criado? El
highlander
no sabía qué responder.

—Eso que acabas de hacer, el escupir, es algo feo, irritante y sucio, y a las mujeres nos da mucho asco.

—Yo no tengo mujer; no debo preocuparme. —«¡Oh, Dios!, es para darle con un tronco en la cabeza», pensó Gillian.

—Pero seguro que tienes alguna enamorada, ¿verdad?

—No, milady. Las mujeres no suelen mirarme, y si acaso me miran, es para huir. Sin que pudiera evitarlo, ella asintió.

—¿Lo ves, Donald? ¿Cómo vas a pretender que una mujer te mire con agrado si haces esas guarrerías? Y si huyen de ti es por la pinta de oso apestoso que llevas.

—No intento gustar a las mujeres. Soy un guerrero. Gillian puso los ojos en blanco y suspiró.

—Vamos a ver, Donald, una cosa no quita la otra. Se puede ser un fiero guerrero y gustar a las mujeres.

Encogiéndose de hombros, él respondió:

—Milady, yo sólo quiero ser buen guerrero. El resto, no me importa. —¿No te gustaría formar tu propia familia?

El hombre bajó la mirada y no contestó.

—¿De dónde eres? —continuó ella.

—Antes vivía en Wick.

—¿Y no tienes familia allí? Padres, hermanos… —Tenía…, tenía mujer e hijo, pero murieron. —Aquella revelación tocó el corazón de Gillian—. Por eso me marché a luchar con vuestro marido a Irlanda, y ahora mi hogar es Duntulm. No quiero regresar a Wick; creo que los recuerdos me matarían.

Conmovida, Gillian se acercó más al hombre. —Siento lo de tu familia —susurró—. Lo siento muchísimo, Donald. Yo no sabía… —No se preocupe, milady; eso ocurrió hace tiempo. Se quedaron un momento en silencio.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Gillian, al fin.

—Veintiocho.

Lo miró, incrédula y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Por san Ninian!, sólo eres dos años mayor que yo y pareces mi abuelo. Al ver el gesto del hombre se apresuró a decir:

—¡Oh, discúlpame, Donald! Soy una bocazas en ocasiones, y ésta ha sido una de ellas.

—No, no sois una bocazas, milady.

—Sí, Donald, sí lo soy. Pero a pesar de ser una bocazas, tengo que decirte que esas barbas, esos pelos enmarañados y tus toscos modales te hacen parecer mayor.

—Es lo que siempre he intentado —dijo el hombre con orgullo.

—Pero vamos a ver, Donald, ¿por qué todos os empeñáis en dejaros esas barbas y esos pelos? Parecéis un ejército de salvajes. Eso hizo reír al hombre, que mirándola dijo:

—Milady, tras años de lucha, todos nosotros hemos sido heridos en batalla. Yo, particularmente, tengo una cicatriz que me cruza el cuello, y la barba la oculta, y como yo, hay muchos.

—Entonces, ¿me estás diciendo que dejándoos esas barbas y esos pelos ocultáis lo que vuestros años de lucha hicieron en vuestros rostros y cuerpo?

—Sí, milady. No es agradable que cuando uno va a un pueblo, la gente, en especial las mujeres, miren las cicatrices con asco.

«Por Dios, ¿dónde hay un tronco que se lo estampo?», se le ocurrió. —¡Por todos los santos, Donald!, ¿no habéis pensado que quizá os miran así por la pinta que lleváis? Pero si parece que no os habéis metido en un lago desde el día en que vuestra madre os parió…

Eso le hizo sonreír. Tenía razón. No eran muy amigos del agua y el jabón. Consciente de que era como hablar con un trozo de sebo, Gillian decidió darle las buenas noches y no insistir más. Por ello, tras besar a
Hada y a Thor
, se volvió hacia el guerrero y se despidió.

—Buenas noches, Donald, que tengas buena guardia. Sólo había dado dos pasos cuando el hombre la llamó… —Milady, ¿podría consultaros algo?

Asombrada, se volvió y lo miró.

—Tú dirás.

El hombre, tras tragar con dificultad, miró al suelo y murmuró:

—El caso, milady, es que hay una joven que sirve en el castillo de los McLeod llamada Rosemary a la que me gustaría cortejar, pero ella ni siquiera sabe que existo. «¡Oh!, el trozo de sebo se ha deshecho», pensó con emoción Gillian, y boquiabierta por aquella confidencia se acercó a él.

—Normal, Donald. Te lo acabo de decir. Las mujeres nos fijamos mucho en esas cosas, y esas barbas, más la pinta de salvaje que llevas, no nos gustan nada. A las mujeres nos atraen los hombres limpios, educados y aseados.

—¿En serio? —preguntó, sorprendido.

—Totalmente en serio, Donald.

Viendo que él se quedaba pensativo, ella sonrió y le dijo: —Haz una prueba, Donald. Rasúrate la barba para que ella vea tu cara; aséate y arréglate un poco ese pelo —dijo, señalándolo—. Si haces eso, quizá, y sólo digo quizá, ella se fije en ti. Tal vez te sorprendas al comprobar que, si le gustas, en lo que menos reparará será en la cicatriz de tu cuello.

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