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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

Descanso de caminantes (49 page)

BOOK: Descanso de caminantes
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A no pocos escritores habría que preguntarles cuando nos mandan sus libros si quieren hacernos perder la fascinación por la literatura.

Hay versos que sabemos de memoria porque los aprendemos en la infancia y que nos acompañan a lo largo de la vida. Por esta última circunstancia, les tenemos afecto, aunque sepamos que tienen escaso mérito literario. Para no ofender a nadie, no pondré como ejemplo los de nuestro himno. Otro ejemplo:

En el cielo las estrellas
,

en el campo las espinas
,

y en el medio de mi pecho

la República Argentina
.

Oí estos versos por primera vez de labios de mi niñera Celia, cuando íbamos del galpón del Rincón Viejo al potrero 1. Yo debía de tener tres o cuatro años. Celia me señaló una mata de cepacaballo y me dijo: «Cuidado con las espinas» y a continuación recitó la estrofa, que no me pareció demasiado buena, porque a decir verdad en el campo que yo conocía las espinas eran incomprensiblemente menos numerosas que las estrellas en el cielo.

Por una carta de lectores de
La Nación
de hoy, domingo 24 de mayo de 1987, me entero de que el autor de los versos se llama José Piñeiro y que era gallego. Nació en Pontevedra, en 1874; vino a Buenos Aires en 1896. Fue peón de almacén, mayoral de tranvías, estudió los clásicos de literatura, se hizo calígrafo y publicista. Fue colaborador de
Caras y Caretas
y poeta del barrio donde vivía (México al 900). Escribió la famosa estrofa para su sobrina de cuatro años, Carmencito, para que ésta la dijera en la fiesta escolar de fin de curso. Medio país conoció la estrofa; nadie el nombre del autor.

Las precisiones sobre Piñeiro y su estrofa las tomo de una carta de lectores firmada Ricardo Alberto Marín, vecino de esta ciudad.

Idiomáticas
.

Variante
. «Ahora entró en la variante de faltar al trabajo».

Atropellado
. Aturdido por el apuro, la impaciencia y la desatención. «Yo no sabía que eras tan atropellado», me dijo Cécile.

El artista sólo debe emitir juicios sobre lo que entiende —dijo Chejov—. Según él, lo que entendía eran historias en prosa y piezas de teatro contemporáneo (Henry Gifford, en una nota sobre el
Chejov
de Troyat, en el
Times Literary Supplement
de mayo de 1987).

Buenos Aires, 1987
. «Me copa el Volvo» —dijo una chica a otra, cuando yo pasaba en mi Volvo.

El apuro de los demás, ¿quién lo tolera?

«Varios» queda menos lejos de cero de lo que supone.

Idiomáticas
.

Premiación
por distribución o entrega de premios. Italianismo, según sospecho.

Flebótomos
. Sangradores. Hace cien años eran más numerosas, en este país, que los dentistas, que las parteras y que los farmacéuticos. Apenas menos que los médicos…

Misterio
. En mi experiencia, cuando se menciona la calle Guise, suele ocurrir que alguien diga que le gusta el nombre. A mí también me gusta, pero si pienso un poco, advierto que se parece demasiado a
guiso
.

Con la nueva costumbre de donar órganos, ¡qué complicación cuando nos llamen para el Juicio Final!

En la comida de la Cámara del Libro me tocó estar sentado al lado de Canela, una azucarada animadora de televisión. No resultó en la conversación nada tonta, sin embargo quiso que la fotografiaran conmigo y cuando por cortesía ofrecí llevarla a su casa, me replicó: «Puedo hacerlo solo», que sonó como «Usted me confunde, joven» de otros tiempos.

Por lo que le dicen los lectores, cualquier autor sabe que en los libros cada cual encuentra lo que quiere. Me puse a releer
Breakfast at Tiffany's
de Truman Capote y recordé que al leerla por primera vez me atrajo la novela porque en la heroína descubrí un convincente retrato de Juno, de quien estaba enamorado. Para ser más justo, creí descubrir.

Mi diagnóstico sobre las causas de la decadencia de nuestro país
. Entramos en la decadencia el día en que cesó la inmigración, es decir el renovado ingreso de hombres que buscaban (y creían en) la prosperidad por el trabajo y en que la administración de las fuentes de energía y de los medios de comunicación (electricidad, petróleo, gas, ferrocarriles, telégrafo) pasó de manos extranjeras a manos argentinas.

La gente no ve razones fuera de su punto de vista. No puede ver la verdad, si no le conviene. El mundo está poblado de pequeños soldados que pelean solos contra todos los otros y que desde luego están encadenados a la derrota.

Idiomáticas
.
Atento
. Modismo adverbial. En atención a. Muy del gusto de políticos. «Atento a un clamor de las masas, esta mesa resuelve».

Profesoras universitarias norteamericanas creen que para escribir novelas planeamos alegorías. No es Bunyan el que quiere. Además no quiero; aunque lo admiro a Bunyan, no quiero escribir el
Pilgrim's Progress Progress y menos El Criticón
.

A mí me pareció siempre que mi madre exageraba su odio contra las convenciones. Yo no las defendía; me limitaba a considerarlas como parte de la comedia de la vida; estupideces de gente que uno no tomaba en serio. Estaba equivocado. Ahora, que las convenciones no están de moda, he reflexionado sobre lo estúpida y cruel que puede ser la gente convencional. Leí ayer, en uno de los diarios más austeros de Buenos Aires, que la campeona mundial de tenis celebró en Wimbledon su compromiso con una jugadora americana. Diez años atrás un periodista que hubiera dado esa noticia corría el riesgo de ser despedido del diario.

24 junio 1987
. Mi amigo español me pidió, hace tiempo, que hablara en la presentación de su libro. Yo le dije que no y le rogué que no me pidiera eso porque me desagradaba hablar en público. Un rato después de la conversación pensé que mis «no» no habría sido como los nos de cuáqueros y que para asegurar mi tranquilidad debía llamarlo y decirle claramente que no hablaría. Por razones circunstanciales postergué el llamado y, cuando lo hice, ya era tarde, ya había invitaciones en que se anunciaba que yo presentaría el libro.

Pensé no ir, para dar una lección al amigo. Pensé que después que si no iba se atribuiría el hecho a mi timidez, mejor dicho, a mi temor. Eso no me gustaba, sobre todo porque no sentía temor.

Pensé, pues, en media docena de palabras y me largué al acto. La primera persona que encontré me dijo: «Vine para oírte». Por más que lo tomé a la broma y le aseguré que oiría muy poco, la frasecita, no tengo más remedio que confesarlo, me intimidó. Me dije: «Es un buen amigo. En esto no se portó muy bien, pero… Por suerte en este libro se nota una reacción en su poesía: así que no tengo que mentir. Esto me hace pensar que tal vez convenga que yo sepa cómo se titula el libro». Alguien me lo dijo.

Mientras esperábamos que el salón se vaciara de los concurrentes a un acto previo, me presentaron a señor español que también hablaría sobre el autor y su libro. De pronto dijeron: «¿Saben quién está? ¡Miguel de Molina! Viejito, muy viejito, es claro». Recuerdo que en sus buenos tiempos era una persona notoria por su vanidad, admirado por gente de algún jet-set, un bailarín andaluz, ignoro si bueno o malo, pero famoso por sus desplantes, por su homosexualidad y por su presencia en grandes fiestas. Ahora, como todo lo del otro tiempo, es mirado con afectuosa admiración.

Cuando se abrió el acto, me sentaron en el estrado, junto al señor español, que también hablaría. Lo hizo, largo y tendido, y leyendo. Se ve que pensaba: «Esperan de mí que sea poético, ya que presento el libro de un poeta». Hizo literatura, con la aplicación y el empeño del niño que escribe una composición. No sé qué habrá pensado el auditorio de las alhajas flagrantemente falsas que le ofrecían; sé que yo pensaba: «Después de lo que dice este tío» (dije «este tío» por contagio ambiental) «mis palabras van a parecer fuera de lugar por lo pedestres». Fueron peores que pedestres: desarticuladas y torpes. Aunque no estaba nervioso, pensaba como si lo estuviera, y no encontraba la palabra adecuada para concluir la frase. He llegado a una situación que vi en otros viejos. Sin preocuparse mayormente, hablan mal y olvidan lo que se proponían decir. Después de nuestros discursitos, bajamos del estrado y nos sentamos entre el público. El acto siguió por mucho tiempo. Closas leyó tres poemas del libro y dijo algunas palabras atinadas. Un actor argentino, Oscar Martínez, leyó bien poemas bastante débiles. Otros leyó Miguel de Molina. Benítez, el dibujante, habló a su vez y Cócaro habló y me llamó
Adolfito Bioy
. Yo me decía. «Con tantas personas con incontenibles ganas de hablar, parece demasiado injusto que hicieran hablar al que no quería».

La otra reflexión: los poemas en general no son tan buenos. Yo pensé que lo serían por uno, excelente, en que el autor habla de su participación involuntaria pero continua en una vida que no es la suya: la de su destierro entre nosotros.

Closas, cuando me iba, me tomó de un brazo y me dijo: «Quiero presentarte a un viejo catalán, un señor Bausilis, de ochenta y cuatro años, que desea conocerte». El señor Bausilis me dijo que en 1924 había viajado en el Massilia, con mis padres, Adolfo Bioy y Marta Casares, y que había guardado un muy buen recuerdo de ellos. Me elogió a mis padres y ese momento compensó todo lo absurdo y casi molesto que me había ocurrido allá. El viaje a Europa en el Massilia, de la Compagnie Sudatlantique, fue el primero de los cuatro que hice con mis padres.

El casamiento (no está bien que yo lo diga) debilita la unión de una mujer y un hombre. La debilita porque la afianza con actos oficiales, promesas, obligaciones. Por algo se habla de lazos matrimoniales. Son lazos figurados, que obran como lazos reales. Nadie quiere tanto recuperar su libertad como el que está atado. Sentir las ataduras y querer romperlas es todo uno.

Mi amiga advirtió cuánta razón yo al predecir: aprobada la ley del divorcio, recrudecerán los casamientos.

Para decir que un caballo era blando de de boca, se decía: «Il a une bouche a boire dans un verre», «his mouth is so fine he could almost drink out of a glass». Baedeker,
Manuel de conversation
, Leipzig, s.d.

En la peluquería
.

CLIENTE: Cuando me miro en el espejo, después de un corte de pelo, me parece que rejuvenecí. Algo muy importante a mi edad.

PELUQUERO: Le doy la razón. A cierta edad hay que cuidar el detalle. Yo cada día me echo más agua de colonia…

CLIENTE: Yo no. Menos que antes…

PELUQUERO: Mal hecho. Un doctor me explicó que a cierta edad las glándulas, nuestras glándulas, ¿entiende? producen mal olor. Olor a viejo.

Según me dicen, expresión oída a libreros norteamericanos: «Un libro es como el yogurt. No debe tenerse más de quince días en los estantes». Después desaparecen.

Me contaron que el papel empleado para los libros desde los años veinte hasta hace poco, muy bueno para resaltar la letra impresa, tiene el inconveniente de pulverizarse por efecto de la tinta y que miles de libros desaparecerán.

Ofrenda a psicoanalistas
. Hablé con mi amiga de camisones y pijamas y anoche soñé que mi madre y mi padre se disponían a salir con unas camisas muy cortas, sin nada abajo, de modo que se les veían
los pudenda
. Yo estaba avergonzado.

De camisones y pijamas
. Mi padre (1882-1962) durmió siempre con camisón. No se avino a los pijamas porque no le gustaban y, sobre todo, porque no le gustaban los cambios. Yo, hasta pasada la adolescencia, dormí en camisón. Los pijamas no me gustan; cuando uno se mete en la cama, el pantalón se sube y enrosca (por lo menos en una pierna). Sin embargo, me pasé a los pijamas porque me importan las mujeres y temí causarles una mala impresión si me presentaba en camisón ante ellas. Según el señor Gieso, el pijama se introdujo en Buenos Aires entre los años 20 y 25. Tiene que saber de lo que habla.

George Moore, en «The Lovers of Oreley» (de
Memoirs of my Dead Life
, 1921), se disgusta cuando descubre que el mucamo no le puso pijamas en la valija. Está con Filis, con la que pasará unos días en una ciudad de provincia en Francia, y ¿cómo se presentará ante ella? Dice que los pijamas son
the great redemption
y que veinte o veinticinco años antes no habían sido aún inventados…

En mi opinión, para el amor el pijama es visualmente superior al camisón pero «prácticamente» el camisón es superior. Acostarse con los pantalones puestos no es demasiado grato, sacárselos parece ridículo e incómodo. Yo resolví la cuestión acostándome desnudo, cuando estaba con mujeres. Sólo me acuesto con pantalones, para no tener frío. Mi amiga observó: «Conmigo siempre te acostaste desnudo». «Es verdad —le dije— pero contaba con tu cuerpo para abrigarme». Si hay también riesgo de frío cuando estoy con una mujer, bueno, corro ese riesgo, pero solo no quiero correrlo. Me acuerdo de Kaufman, que pidió otro plato de sopa porque su amiga probó del suyo; me acuerdo de la perplejidad de la amiga: «¿Aprehensión? ¿Cómo, si me besas en la boca?» y de la explicación de él: «Probar mi sopa es un riesgo; besarnos, otro; concentrémonos en el segundo».

Ahora me entero de que alguien comentó que un personaje de un cuento de Blaisten debió de ser viejo, porque dormía con pijama. Blaisten se enteró del comentario y quedó muy preocupado porque, según dijo, «yo también duermo con pijama».

Habría que averiguar hasta cuándo se usaron los gorros de dormir. ¿Hasta que apareció la calefacción central?

Domingo, 26 julio 1987
.
Noticia merecida
. Fuerte inversión norteamericana para instalar una moderna fábrica de receptores de televisión, que funcionarán gracias a la energía producida por el encendido de media docena de velas de estearina, recambiables. Ideales para hacer frente a las tristes horas de los apagones, tan frecuentes en nuestra querida ciudad.

La gente lee lo que quiere leer
. Marta Viti llamó a Silvina, desde Códoba, para decirle (con tonada cordobesa): «Lea en
La Nación
de hoy el artículo de Silvina Bullrich, que dice que usted es la mejor escritora del mundo». Yo le dije a Silvina: «Es verdad» y busqué el artículo y estuve a punto de comentar con los presentes lo que dijo Silvina. Por fin encontré el artículo en el suplemento, no en la revista, donde lo busqué primero, y leí: «La casa de Adolfo Bioy y Silvina Ocampo, un dúplex cuyas paredes eran sólo una sucesión de bibliotecas, estaba abierta a la hora de comer para esos amigos dilectos. Allí discutíamos con tanto fervor que casi podría decir con furia. Yo alzaba la bandera de los poetas franceses; Adolfo y Borges la de los ingleses. Thomas de Quincey no podía ser comparado con Baudelaire sino por un hereje. Silvina contemporizaba, porque como todas las Ocampo y como yo, había sido educada en francés y lo decía dulcemente en sus admirables poemas, a través de los cuales podíamos recorrer Adrogué, en donde las estatuas con nostalgias de viajes y lunas delictuosas marcaron en sus pechos heridas arcillosas».
Bref c'est tout
.

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