¿Entonces de verdad crees, le pregunta el Midas McAlister a Agustina, que tu noble familia todavía vive de las bondades de la herencia agraria? Pues bájate de esa novela romántica, muñeca decimonónica, porque las haciendas productivas de tu abuelo Londoño hoy no son más que paisaje, así que aterriza en este siglo xx y arrodíllate ante Su Majestad el rey don Pablo, soberano de las tres Américas y enriquecido hasta el absurdo gracias a la gloriosa War on Drugs de los gringos, dueño y señor de este pecho y también de tu hermano como antes lo fue de tu padre, ¿o acaso no cachas que en las muchísimas hectáreas que heredó Joaco hoy sólo florecen los caballos de polo, las villas de recreo y los atardeceres con arreboles, porque el billete contante y sonante le llega, dulcemente y por debajito, de los chanchullos con el gobierno y de las lavanderías de Pablo? ¿Y crees que Pablo recurre a tu hermano, a la Araña, a todos nosotros, porque de veras tiene necesidad del dinero nuestro? Al principio tal vez pero después ya no, corazón mío, por supuesto que no; si lo sigue haciendo es para controlarnos, esa movida se la inventó para arrodillar a la oligarquía de este país, así me lo dejó entender él mismo, con una sola frase, la primera de las dos veces que lo he visto en persona. Me había hecho viajar a Medellín en un vuelo comercial y esperar en un hotel del centro a que sus hombres vinieran a recogerme, me llevaran a un aeropuerto clandestino y de ahí hasta Nápoles en su avioneta particular, una Cessna Titan 404 piloteada por un gringo veterano del Vietnam. ¿Nápoles? Nápoles es el caprichoso nombre que le puso Pablo a una de sus muchas haciendas, una que queda en el corazón de la selva y que tiene tres piscinas olímpicas y pistas de motocross y un zoológico paradisíaco con elefantes, camellos, flamencos y toda suerte de bichos, porque ahí donde lo ves, Pablo es Greenpeace y deportista y de izquierda y defensor de los animales y todo eso. Cuando me lo presentaron me decepcionó, yo que iba preparado para conocer al Capo di tutti Capi y lo que veo es un gordazo de bigotito con una mota negra en la cabeza que no se deja peinar y una panza reverenda que se le derrama por encima del cinturón. Eran las doce del día, hacía un calor espantoso y yo, que estaba agotado de tanto viaje y tanta tensión, caigo allá de buenas a primeras en medio de una orgía de lo más destemplada, Pablo y sus sicarios flotando en humo de marihuana y apercollando a unas garotas de lentejuelas y plumas que acababan de importar en otra avioneta directamente de Rio de Janeiro, y como si el calor que hacía fuera poca cosa, las garotas esas nos bailaban la samba en las narices, nos echaban encima sus encantos y no nos dejaban conversar, y yo ahí, sudando a mares y atrapado en ese carnaval de los cojones cuando lo único que quería era aclarar rapidito los términos del negocio para poder largarme de una buena vez. Pero Pablo, muy atento, casi que tímido, preguntaba si el amigo Midas no querría otro traguito de whisky, que si un porrito de Santa Marta Golden, que si un trocito de chivo a la brasa, que si una garota para divertirme un rato, y yo No, muchísimas gracias, don Pablo, qué lástima pero es que estoy de afán, qué pena con usted pero quisiera regresar lo más pronto posible a Bogotá, mientras me decía para mis adentros que lo único que me faltaba en esta perra vida era trabarme y emborracharme en medio de ese calor infernal y hartarme de chivo y de garota en compañía de esa pandilla de criminales en camiseta, Dios mío, que no me adivinen los malos pensamientos, pensaba, porque me cocinan a la brasa a mí también. Y entonces Pablo se quita a las garotas de encima, me llama a un ladito y antes de despedirse me dice una frase, una sola frase que me abrió los ojos de una vez y para siempre, Qué pobres son los ricos de este país, amigo Midas, qué pobres son los ricos de este país. ¿Entiendes las implicaciones que eso tiene, Agustina chiquita? Es el tipo de cosa que quien ha nacido pobre nunca llega a comprender, y resulta que aparece este gordo con su inteligencia monstruosa, se la pilla al vuelo y por eso es él quien va ganando la partida, muñeca bonita, de eso no te quepa duda; él, nacido en el tugurio, criado en la miseria, siempre apabullado por la infinita riqueza y el poder absoluto de los que por generaciones se han llamado ricos, de pronto va y descubre el gran secreto, el que tenía prohibido descubrir, y es que a estas alturas de su corta vida ya es cien veces más rico que cualquiera de los ricos de este país y que si se le antoja los puede poner a comer de su mano y echárselos al bolsillo. Esta oligarquía nuestra todavía anda convencida de que maneja a Escobar cuando sucede exactamente al revés; para la Araña Salazar, para tu señor padre, para el vivo de tu hermano, Pablo Escobar no es más que un plebeyo que ante ellos se quita el sombrero; cometen el mismo error que cometí yo, mi princesa Agustina, y es un error suicida: la verdad es que el gordazo ya nos comió a todos crudos, y es por eso que tiene la barriga tan inflada. ¿Y yo? Yo fui como quien dice el mesero de Escobar: le serví a mis amigos en bandeja, de postre me encimé yo mismo y luego le facilité el Alka-Seltzer para que hiciera la digestión.
Si Agustina me hablara, suspira Aguilar, si yo pudiera penetrar en su cabeza, que se ha vuelto para mí espacio vedado. Tratando de que suelte prenda saco el álbum con las fotografías que conserva de cuando era niña y me pongo a repasarlas sin prisa, sin demostrar demasiado interés, deteniéndome como al acaso en los personajes de su familia que creo identificar. Esta señora alta y delgada que debe ser Eugenia, su madre, me sorprende porque no parece tan bruja como me la imaginaba, al contrario, en cualquier caso más que bruja parece una Blancanieves por el pelo tan negro, la boca tan roja y la piel tan blanca, Mira Agustina, le dice Aguilar, mira cómo te pareces a tu madre, pero Agustina ni caso le hace. De este muchachito presumido que sale aquí disfrazado de beisbolista no se puede esperar nada bueno; moreno y mayor que Agustina, debe ser su hermano Joaco, muy pendiente siempre de exhibir ante la cámara alguna proeza, como alzar un objeto pesado o clavarse en la piscina de cabeza. Este otro niño más pequeño, carapálida y ojos de azabache, igual a la madre, igual a la hermana, debe ser el menor, Carlos Vicente, a quien llaman el Bichi, y parece recién rescatado de un orfelinato. Aquí se ve todo el grupo familiar sentado en medialuna y sonriéndole al fotógrafo, ¿y esta guapetona que cruza tan buena pierna?, avemaría, pero si es la tía Sofi, qué bien que estaba hace unos años la tía Sofi. ¿Y Londoño, el padre de Agustina, el jeque del clan? Por ningún lado aparece, a menos que sea él quien toma las fotos, desde luego alguien tuvo que tomarlas, todo indica que Londoño orquesta la farsa pero no actúa en ella. Hay otras gentes, abundan los gestos amables, los juegos de pelota, las celebraciones colectivas en escenarios confortables, los rituales predecibles de una felicidad de cajón, happy birthday to you, marcha triunfal de Aída, amigos siempre amigos, muy pronto junto al fuego, Réquiem de Mozart, el día que tú naciste nacieron todas las flores, todo el repertorio de una vida que va cumpliendo organizadamente sus ciclos, como si lo hiciera a propósito para que el fotógrafo pudiera captarla y pegarla ordenadita en los álbumes. Y de vez en cuando, nunca en el centro, aparece la niña que fue Agustina, mirando hacia la cámara con aprensión, como si no se sintiera del todo cobijada por el aura de aquel bienestar, como si no perteneciera cabalmente a aquel grupo humano. Lo que yo buscaba al sacar el álbum, dice Aguilar, era captar su atención, devolverla a un pasado que la estremeciera y la hiciera romper el aislamiento; quería arrancarle una pista, o al menos un comentario, algo que me indicara un punto de partida. Pero ella pasa los ojos sobre su propia gente como si no la viera, como si no la conociera, como si le estuvieran mostrando fotos del personal de planta del almacén Sears o de un periódico francés de hace dos años. Por primera vez siento que algo me liga a las gentes de su familia, y es lo insignificantes que somos ante los ojos de ella; insignificantes por cuanto no significamos, no emitimos signos, Agustina no es susceptible a las señales que provienen de nosotros. Cuando Aguilar devuelve las fotografías a su lugar en la repisa, piensa que lo único que ha logrado comprobar con su triste test de laboratorio es que el delirio carece de memoria, que se reproduce por partenogénesis, se entorcha en sí mismo y prescinde del afecto, pero sobre todo que carece de memoria. Busca entonces otras pistas, nuevos hilos conductores, y se pregunta por ejemplo qué revelación podrá obtenerse de un crucigrama, qué combinación de palabras que sea fundamental, o qué clave que te permita comprender algo que te concierne de vida o muerte y que un momento antes te importaba un cuerno. Porque en estos días de locura Agustina ha desarrollado afición por los crucigramas y Para mi sorpresa, dice Aguilar, el domingo se levantó temprano y dijo que quería leer el periódico, cosa que no ha hecho nunca en su vida porque es uno de esos seres a quienes lo que ocurre en el mundo exterior no les incumbe, pero el domingo se levantó temprano y Aguilar se levantó con ella albergando una esperanza, a fin de cuentas era domingo, que siempre ha sido día de tregua y de encuentro entre ellos, Yo diría más, añade Aguilar, yo diría que estaba casi convencido de que precisamente por ser domingo la crisis de Agustina iba a cejar, o como mínimo a amainar, en cualquier caso estaba predispuesto a interpretar hasta la más leve señal como síntoma de la esperada mejoría. La observó ponerse una sudadera sobre la piyama y luego, por petición expresa de ella, bajaron los dos a la droguería a comprar la edición dominical de El Tiempo, al regresar Agustina se metió de nuevo en la cama sin quitarse la sudadera y Ése fue el primer revés para mi esperanza porque yo no veía la hora de recuperar su cuerpo desnudo, su presencia de muchacha que un domingo por la mañana se muestra generosa con su cuerpo desnudo; que no se quitara la sudadera para meterse bajo las cobijas podía ser entendido como una advertencia, algo así como si me estuviera diciendo que llevaba puesta una coraza, y no se dedicó a leer el periódico que acabábamos de traer sino a completar las líneas horizontales y verticales del crucigrama con un interés que desde hacía días no demostraba por nada, salvo sus ceremonias con agua. Aguilar recalca lo de la coraza porque antes del episodio oscuro lo que hacían en la mañana del domingo era el amor, y según él lo hacían con un fervor admirable, como si se desquitaran del sexo a la carrera que entre semana le imponían a él los madrugones al empezar el día y el agotamiento al terminarlo, Los domingos hacíamos el amor desde que nos despertábamos hasta que nos arrinconaba el hambre, entonces bajábamos a comer lo que encontráramos en la nevera y volvíamos a subir para seguir en lo mismo, luego dormíamos o leíamos un rato y nos abrazábamos de nuevo, a veces ella quería que bailáramos y lo hacíamos cada vez más lenta y estrechamente hasta que terminábamos de nuevo en la cama, no sé, dice Aguilar, era como si el domingo realmente fuera un día bendito y ningún mal pudiera permearlo, por eso me levanté esa mañana lleno de esperanza, y en efecto Agustina volvió a recurrir a mí, después de días de indiferencia glacial volvió a buscar mi compañía aunque por lo pronto no fuera para besarme sino para que le dijera qué provincia española empieza por Gui, termina en a y tiene nueve letras, de todas maneras eso fue para mí como un regalo, el solo hecho de que me reconociera y me dirigiera la palabra ya era un cambio de la tierra al cielo, Dime, Aguilar, cómo se llama la glándula salival situada detrás del maxilar inferior, me hacía preguntas por el estilo que me obligaban a rebuscar en mi cabeza y en el diccionario enciclopédico esa respuesta acertada que me significara la aprobación por parte suya, la sonrisa que por un instante borrara de su cara esa expresión sin afecto que ahora la marca como una cicatriz, y me permitiera confirmar que alguna vez amé, que seguía amando, que podré volver a amar a esa persona apertrechada entre su sudadera que se metió en mi cama a resolver un crucigrama y que estuvo todo el día en ésas con un fanatismo obsesivo que fue minando mi esperanza, ya por la tarde Aguilar había comprobado que si le preguntaba ¿Cómo me llamo?, ella no sabía responderle, pero que en cambio se mostraba rápida para adivinar cuál tribu del antiguo Yucatán tiene seis letras y empieza por It. Temo que si pudiera entrar en la cabeza de ella como en una casa de muñecas, dice Aguilar, y pasear por el comprimido espacio de los diversos cuartos, lo primero que vería, en la sala principal, sería cirios del tamaño de fósforos, encendidos en torno a un pequeño ataúd que contendría mi propio cadáver, yo muerto, yo olvidado, yo muñeco desteñido y rígido y tamaño Barbie en la casa toda color rosa de la Barbie, o mejor dicho tamaño Ken, que es el insignificante compañero de la Barbie; un Ken ridículo y abandonado en su diminuta salita color verde musgo, él mismo de color verde musgo también, porque ya lleva rato difunto. Pero de nuevo a Aguilar lo traicionó la cabeza, de nuevo sangró por la herida, Quítate esa sudadera y hagamos el amor, le dijo a Agustina con un impresentable tonito imperativo sin duda nacido del rencor de que con él no quisiera y en cambio sí con ese hombre del hotel. Ella tiró lejos el crucigrama, salió de la alcoba y cuando fui a buscarla estaba otra vez trajinando con tiestos llenos de agua y no quiso volver a hablarme, ni a mirarme, pese a que traté por todos los medios de deshacer mi error e interesarla de nuevo en el crucigrama, Mira, Agustina, quién iba a creerlo, esta palabra por p que nos falta aquí es palimpsesto, fíjate, cuadra perfectamente, pero Agustina ya no quiso saber nada de mí ni del crucigrama ni de este puto mundo. ¿Será por culpa mía que se está enloqueciendo? ¿O será su locura la que me contagia?
He adquirido otro poder, dice la niña Agustina, uno que me sacude tan fuerte que me deja medio muerta, un poder que se traga todas mis fuerzas; mirando hacia atrás, dice, creo que en eso se me fue la infancia, en hacer fuerza y acumular poder para impedir que mi padre se fuera de casa. Ayer, hoy, muchas veces, casi siempre lo oye pelear con su madre y amenazarla con las mismas palabras, que si tal cosa me largo, que si tal otra me largo, y ante todo Agustina no quiere que su padre se largue porque cuando está aquí y está alegre es lo mejor del mundo y no hay nada, nada en esta vida como su risa, como su limpio olor a Roger & Gallet y sus camisas inglesas de rayitas azules y blancas; a veces, cuando la casa está oscura, miro a mi padre y me parece que brilla, que despide un halo de limpieza, de elegancia y de buen olor, me gusta cuando me pide que me suene o que me limpie algún resto de comida que me ha quedado en los labios, porque entonces me pasa su pañuelo blanco entrapado en agua de colonia Roger & Gallet. He visto cómo el papá de Maricrís Cortés la sienta sobre sus rodillas y me arrimo al mío esperando que haga lo mismo pero no lo hace, tal vez si se lo pido pero no me atrevo porque no es muy el estilo de mi padre eso de estar sentándose a los hijos en las rodillas o andar repartiendo besos y abrazos, pero toco el paño gris de su pantalón, que es así de suave por ser puro cashmere según dice mi madre, y que en realidad no es gris sino charcoal porque los colores con que viste mi padre sólo en inglés tienen nombre, y yo lo idolatro aunque a mí mucha atención no me presta porque sus favoritos son Joaco, para mimarlo, y el Bichi para atormentarlo, y porque tiene que trabajar todo el día y cuando está aquí se ocupa de su filatelia, pero Agustina, que poco a poco ha ido aprendiendo a tener paciencia, espera a que le llegue el turno, que siempre le llega a las nueve en punto, a la hora que ella llama de nona, o sea el momento de prepararnos para pasar la noche protegidos contra los ladrones cerrando todas las puertas y todas las ventanas y mi padre me dice, Tina, ¿vamos a echar llave?, es la única vez que me llama Tina y no Agustina y ésa es para mí la señal, a partir de ese instante y por un rato todo cambia porque él y yo nos metemos en un mundo que no compartimos con nadie, me da su llavero pesado que va sonando como un cencerro, me toma de la mano y vamos recorriendo los dos pisos de la casa empezando por el de arriba, entramos a los cuartos aunque estén a oscuras y como estoy con él no me da miedo, la luz que despide mi padre llega hasta los rincones y dispersa el miedo, él y yo vamos callados, no nos gusta hablar mientras desempeñamos el sagrado oficio de ajustar con tranca los postigos de las ventanas y de echar en las puertas cerrojo y candado, me refiero a mi casa de antes, la del barrio Teusaquillo, porque después vendría la de La Cabrera, donde nunca hubo hora de nona porque es una construcción moderna que se cierra sola y porque ya por entonces mi padre no me llamaba Tina ni me daba su llavero, porque su cabeza andaba totalmente en otra cosa. Pero ésta es la casa de la Avenida Caracas en el barrio Teusaquillo y Agustina se sabe de memoria qué llave es de dónde, la Yale dorada con la muesca arriba para la puerta que da de la cocina al patio, la que tiene grabado un conejo para la verja de atrás, la cuadradita que dice Flexon para el otro candado, para el portón que da a la calle las dos más largas, Agustina, que no necesita mirarlas porque con el solo tacto las sabe reconocer, las tiene listas para pasárselas al padre antes de que se las pida, tan pronto estire la mano, y siente que la felicidad la inunda cuando él le dice Bravo, Tina, ésa es, no te confundes nunca, ni yo mismo soy tan ducho; Cuando me celebra así pienso que a lo mejor sí me admira aunque no me lo esté diciendo todo el tiempo, y vuelvo a saber que valió esperar hasta la hora de nona, que pase lo que pase durante esa noche y el día siguiente yo sólo tengo que esperar a que vuelvan a ser las nueve, cuando mi padre dice Vamos Tina y la niebla se despeja, porque también esta noche le dará a Agustina su mano morena y grande de venas bien marcadas, la argolla de matrimonio en el dedo anular y en la muñeca ese Rolex que cuando él murió le entregaron a ella y que ella empezó a usar en su propia muñeca aunque le quedaba enorme y le colgaba como una pulsera, adónde habrá ido a parar ese reloj que fue del padre y ahora es de ella, perdido el reloj, perdida la mano, demasiado vivo el recuerdo y metido siempre entre las narices el olor, el idolatrado olor a limpio del padre. Agustina añora esa casa grande y cálida, bien protegida e iluminada y Con todos nosotros resguardados adentro mientras que la calle oscura quedaba afuera, del otro lado, alejada de nosotros como si no existiera ni pudiera hacernos daño con su acechanza; esa calle de la que llegan malas noticias de gente que matan, de pobres sin casa, de una guerra que salió del Caquetá, del Valle y de la zona cafetera y que ya va llegando con sus degollados, que a Sasaima ya llegó y por eso no hemos vuelto a Gai Repos, de ladrones que rondan y sobre todo de esquinas en las que se arrodillan los leprosos a pedir limosna, porque si a algo le temía yo, si a algo le temo, es a los leprosos porque se les caen los pedazos del cuerpo sin que se den cuenta siquiera. Pero el padre cierra bien la casa y la hija le dice sin palabras Tú eres el poder, tú eres el poder verdadero y ante ti yo me doblego, y centra toda su atención en pasarle la llave que corresponde porque teme que si falla se va a romper el encanto y él ya no le dirá Tina ni le agarrará la mano. Durante ese recorrido de cada noche, dice Agustina, yo desdeño a cualquiera que pueda molestar a mi padre y lo obligue a dejarnos, así sea mi madre que lo aburre, o el pobre Bichito que tanto fastidio le produce, o sobre todo ella, la tía Sofi, que es la principal amenaza, por culpa de la tía Sofi se van a separar mi padre y mi madre y nosotros los niños vamos a quedar a merced de los terrores de afuera. ¿O es acaso la tía Sofi quien retiene a mi padre en esta casa? ¿También a ella la visitan los poderes, sobre todo cuando se desnuda?