Déjame entrar (49 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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Dentro de unos días llegaría el camión de la basura a buscar el saco. Venían por la mañana temprano. La luz anaranjada, parpadeante, se reflejaría en el techo de Oskar a la misma hora en que él solía despertarse y se quedaría en la cama oyendo el estruendo, el aplastamiento succionador cuando la basura era triturada. Puede que se levantara y mirara a los hombres con monos que con movimientos expertos echaban los sacos, apretaban el botón. Las fauces del camión de la basura que se cerraban y los hombres que saltaban dentro y conducían el pequeño trayecto hasta el siguiente portal.

Y aquello le daba siempre una sensación de… calor. De hallarse seguro en su habitación. De que las cosas funcionaban. Y quizá también un sentimiento de añoranza. De aquellos hombres, del camión. De poder estar sentado dentro de esa cabina débilmente iluminada, arrancar…

Soltar. Tengo que soltar.

Tenía la mano compulsivamente agarrada a la bolsa. Le dolía el brazo de tenerlo estirado tanto tiempo. La corriente le estaba empezando a enfriar el dorso de la mano. Soltó.

El roce de la bolsa al chocar contra las paredes, medio segundo de silencio cuando caía libremente y luego un golpe sordo cuando aterrizó en el saco.

Yo te ayudo.

Se volvió a mirar la mano. La mano que ayuda. La mano…

Mato a alguien. Entro y cojo el cuchillo y salgo y mato a alguien. A Jonny. Le corto el cuello, recojo la sangre y se la llevo a Eli a su casa porque qué importa si ya estoy contagiado y pronto voy a…

Las rodillas se le querían doblar y tuvo que apoyarse en el borde del hueco de las basuras para no caer al suelo. Había
pensado
aquello.
En serio
. No era como el juego con el árbol. Había pensado… por un momento… que iba a
hacerlo
realmente.

Calor. Tenía mucho calor, como de fiebre. Le dolía todo el cuerpo y quería acostarse. Ya.

Estoy contagiado. Me voy a convertir en un… vampiro.

Obligó a las piernas a bajar las escaleras mientras con una mano

la que no estaba contagiada

buscó apoyo en el pasamanos. Consiguió entrar en el piso, en su habitación, se echó en la cama y se quedó mirando fijamente el papel pintado. El bosque. Enseguida apareció una de sus figuras, mirándole a los ojos. El diminuto troll. Pasó el dedo sobre él mientras aparecía un pequeño pensamiento increíblemente tonto.

Mañana iré a la escuela.

Y tenía una copia que no había hecho. África. Debería levantarse y sentarse delante del escritorio, encender la lámpara y empezar a buscar en el atlas. Buscar palabras sin sentido y copiarlas en las líneas de puntos.

Eso era lo que debería hacer. Acarició lentamente el gorro del troll. Luego dio unos golpecitos.

E.L.I.

No hubo respuesta. Habrá salido y
hará lo que nosotros hacemos.

Se puso el edredón encima de la cabeza. Unos escalofríos le recorrieron el cuerpo. Intentó imaginárselo. Cómo sería. Vivir para siempre. Temido, odiado. No. Eli no le odiaría. Si ellos… juntos…

Trató de figurárselo, fantaseó. Después de un rato se abrió la puerta de la calle y su madre llegó a casa.

Almohadas de grasa.

Tommy miraba con los ojos vacíos la imagen que tenía delante. La chica apretaba sus pechos con las manos de manera que parecían dos globos, poniendo morritos. Parecía absolutamente morboso. Había pensado en hacerse una paja, pero le pasaba algo en el cerebro porque tuvo la impresión de que la tía parecía como un monstruo.

Sorprendentemente despacio cerró la revista, la guardó debajo del cojín del sofá. Permanecía atento a cada movimiento por pequeño que éste fuera. Estaba totalmente amodorrado por el pegamento. Y era una suerte. El mundo no existía. Sólo la habitación en la que se encontraba, y fuera de ella… un desierto ondulado.

Staffan.

Intentó pensar en Staffan. No podía. No conseguía imaginárselo. Sólo veía a ese policía de cartón que estaba arriba, en Correos. En tamaño natural. Para disuadir a los ladrones.

¿Vamos a robar a Correos?

No, ¡tasloco, allí hay un policía de cartón!

Tommy se rio cuando al policía de papel le puso la cara de Staffan. Castigado. A vigilar Correos. También ponía algo en ese muñeco de cartón, ¿qué era lo que ponía?

Delinquir no vale la pena
. No.
La policía te ve
. No. ¿Cómo cojones era?
¡Cuidado! ¡Que soy el ganador de tiro con pistola!

Tommy se reía. A carcajadas. Le daban sacudidas de la risa y le pareció que la bombilla pelada del techo se balanceaba hacia delante y hacia atrás al compás de su risa. Se rio de ello.
¡En guardia! ¡Policía de cartón! ¡Con pistola de cartón! ¡Y cerebro de cartón!

Sonaron unos golpes en su cabeza. Alguien quería entrar en Correos.

El policía de cartón aguza el oído. Hay doscientos papeles en Correos. Quitó el seguro de la pistola. Bang-bang
. Paf. Paf. Paf.
Pang.

… Staffan… mamá, joder…

Tommy se puso rígido. Intentó pensar. Imposible. Sólo una nube deshilachada en su cabeza. Luego se tranquilizó. Quizá fueran Robban o Lasse. O sería Staffan. Y estaba hecho de cartón.

Pene de imitación, hecho de cartón.

Tommy carraspeó, dijo con la voz pastosa:

—¿Quién es?

—Yo.

Reconoció la voz, pero no podía identificarla. Staffan no, en cualquier caso. No el papá de cartón.
Barbapapá. Déjalo
.

—¿Y quién eres?

—¿Puedes abrirme?

—El correo ha cerrado por hoy. Vuelve dentro de cinco años.

—Tengo dinero.

—¿Dinero de papel?

—Sí.

—Entonces está bien.

Se levantó del sofá. Despacio, despacio. Los contornos de las cosas no querían quedarse quietos. La cabeza llena de plomo.
La visera de hormigón.

Permaneció quieto unos segundos, se tambaleó. El suelo de cemento se inclinaba como en sueños hacia la derecha, hacia la izquierda, como en la Casa Encantada. Fue hacia delante, paso a paso, levantó el pasador, empujó la puerta. Fuera estaba esa chica. La amiga de Oskar. Tommy se quedó mirándola fijamente sin comprender lo que veía.

Sol y playa.

La chica sólo llevaba encima un vestido ligero. Amarillo, con lunares blancos que absorbían la mirada de Tommy y él intentaba fijar la vista en los lunares, pero éstos empezaron a danzar, a moverse de tal manera que hacían que se mareara. Era unos veinte centímetros más baja que él.

Bonita como… como el verano.

—¿Ha llegado el verano de repente? —preguntó.

La chica ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—No, como llevas puesto un… cómo se llama…
vestido de verano
.

—Sí.

Tommy asintió, satisfecho de haber encontrado la palabra. ¿Qué había dicho ella? ¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habría contado…

—¿Es que quieres… comprar algo?

—Sí.

—¿El qué?

—¿Puedo entrar?

—Sí, sí.

—Di que puedo entrar.

Tommy hizo con el brazo un gesto exagerado, envolvente. Vio su propia mano moviéndose en ultrarrápido, un pez drogado nadando en el aire por encima del suelo.

—Entra. Bienvenida a la… sucursal.

No le quedaban fuerzas para estar más tiempo de pie. El suelo quería hacerse con él. Se volvió, se desplomó en el sofá. La chica entró, después cerró la puerta, echó el cerrojo. Él la vio como un pollo increíblemente grande, se rio de la ocurrencia. El pollo se sentó en la butaca.

—¿Qué pasa?

—Nada, yo sólo… estás tan… amarilla.

—Ah.

La chica cruzó las manos encima de un bolso pequeño sobre las rodillas. Él no se había fijado en que lo llevaba. No. Un bolso no. Más como un… neceser. Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Se pregunta qué habrá en él.

—¿Qué llevas en… eso?

—Dinero.

—Sí, claro.

No. Esto no encaja. Aquí hay algo raro
.

—¿Y qué es lo que quieres comprar?

La chica abrió la cremallera del neceser y sacó un billete de mil. Otro. Otro. Tres mil. Los billetes parecían ridículamente grandes en sus manos pequeñas cuando se inclinó y los puso en el suelo.

Tommy resopló:

—Pero ¿esto qué es?

—Tres mil.

—Sí. ¿Para qué?

—Para ti.

—No.

—Que sí.

—Será alguna cagada de… dinero del Monopoly o algo así, ¿no?

—No.

—¿No?

—No.

—Entonces, ¿por qué me lo das?

—Porque quiero comprarte algo.

—Quieres comprar algo por
tres mil
… no.

Tommy estiró uno de sus brazos todo lo que pudo, agarró un billete. Comprobó el tacto, lo arrugó, lo puso a contraluz y vio que llevaba la marca al agua. El mismo rey o lo que fuera que había en el billete. Auténtico.

—O sea, que no estás bromeando.

—No.

Tres mil. Puedo… viajar a algún sitio. Volar a algún sitio.

Staffan y su madre se podían quedar ahí y… Tommy sintió que se le aclaraba la cabeza. Todo esto era una locura, pero de acuerdo: tres mil. Ahí estaban. Ahora sólo quedaba saber…

—¿Qué es lo que quieres comprar entonces? Por esto puedes tener…

—Sangre.

—Sangre.

—Sí.

Tommy dio un bufido, meneó la cabeza.

—Oye, no, lo siento. Las reservas se… han acabado.

La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, mirándole. Ni siquiera sonrió.

—No, pero en serio —dijo Tommy—: ¿qué quieres?

—Tú tienes el dinero… si yo tengo un poco de sangre.

—No tengo.

—Sí.

—No.

—Sí.

Tommy comprendió.

Qué cojones…

—¿Estás hablando en serio? La chica señaló los billetes.

—No es peligroso.

—¿Pero… qué… cómo?

La chica metió la mano en el neceser, sacó algo. Un trozo de plástico blanco, rectangular. Lo meneó. Raspaba un poco. Entonces Tommy vio lo que era. Un paquete de cuchillas de afeitar. Lo dejó en la rodilla, sacó otra cosa. Un rectángulo de color carne. Una tirita grande.

Esto
es ridículo.

—No, déjalo ya. No comprendes que… te puedo limpiar sencillamente ese dinero, ¿eh? Metérmelo en el bolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tres mil? No las he visto en mi vida. Eso es
mucho
dinero, ¿no lo entiendes? ¿De dónde lo has sacado?

La chica cerró los ojos, suspiró. Cuando los abrió de nuevo ya no parecía tan amable.

—¿Quieres o no quieres?

Está hablando en serio. No me jodas que está hablando en serio. No… No…

—¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte o así…? La chica asintió, impaciente.

¿Un corte? Espera un poco. ESPERA ahí un momento… qué era eso… cerdos…

Arrugó el entrecejo. El pensamiento rebotaba en su cabeza como una pelota de goma lanzada con fuerza en una habitación, intentaba agarrarse, parar. Y se paró. Recordó. Abrió la boca. La miró a los ojos,

—¿no…?

—Pues sí.

—Esto será una broma, ¿no? Escucha: lárgate ahora mismo. No. Ahora te largas de aquí.

—Tengo una enfermedad. Necesito sangre. Te puedo dar más dinero si quieres.

Revolvía en el neceser, rebuscando, sacó otros dos billetes de mil, los dejó en el suelo. Cinco mil.

—Por favor.

El asesino. Vällingby. El cuello cortado. Pero qué cojones… esta chica

—Para qué lo quieres… pero qué cojones… no eres más que una cría, tú…

—¿Tienes miedo?

—No, yo está claro que puedo… tú tienes miedo, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por si me dices que no.

—Bueno, pues te digo que no. Esto es… no, espabílate. Vete a casa.

La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, pensando. Después asintió con la cabeza, se levantó y recogió el dinero del suelo, lo guardó en el neceser. Tommy miraba el sitio donde habían estado. Cinco. Mil. Un ruido metálico al abrirse el cerrojo. Tommy se puso boca arriba en el sofá.

—Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortar el cuello?

—No. Sólo en la parte interior del codo. Un poco.

—¿Pero qué vas a hacer con ello?

—Bebérmelo.

—¿Ahora?

—Sí.

Tommy se sondeó por dentro y vio esa lámina de la circulación de la sangre puesta como un papel de calco en la parte interior de su cabeza. Sintió, tal vez por primera vez en su vida, que
tenía
una circulación sanguínea. No sólo puntos aislados, heridas por donde salen una o dos gotas de sangre, sino un gran árbol que bombeaba lleno de arterias llenas de… ¿cuánto sería?… cuatro, cinco litros de sangre.

—¿Qué
enfermedad
es ésa?

La chica no dijo nada, estaba al lado de la puerta con el picaporte en la mano, observándole, y las líneas de las arterias y de las venas de su cuerpo, el mapa, adquirieron de pronto el aspecto de una lámina de despiece. Eludió ese pensamiento, pensó en cambio:
Hazte donante. Veinticinco coronas y un bocadillo de queso
. Después dijo:

—Entonces, dame el dinero.

La chica abrió la cremallera del neceser, volvió a sacar los billetes.

—¿Y si te doy… tres ahora y dos después?

—Vale, vale. Pero podría sobradamente… echarme encima de ti y quitarte el dinero, ¿es que no lo entiendes?

—No. No podrías.

Le extendió tres billetes de mil, sujetos entre los dedos índice y corazón. Él miró cada uno de ellos a contraluz, comprobó que eran auténticos. Los enrolló como un cilindro y los cogió con la mano izquierda.

—Bueno. ¿Ahora entonces?

La chica dejó los otros dos billetes de mil en la butaca, se sentó de rodillas al lado del sofá, sacó el paquete de cuchillas del neceser, extrajo una cuchilla.

Ya ha hecho esto antes.

La chica volvió la cuchilla como para ver qué lado era el más afilado. Se lo acercó a la cara. Un leve aviso cuya única palabra era: Schvittt. Ella dijo:

—No se lo cuentes a nadie.

—¿Qué pasa entonces, di?

—No lo cuentes. A nadie.

—No —Tommy miró de reojo hacia su codo estirado, hacia los billetes que había en la butaca—. ¿Y cuánto me vas a sacar?

—Un litro.

—¿Es… mucho?

—Sí.

—¿Es tanto que yo…?

—No. No te pasará nada.

—Se renueva otra vez, claro.

—Sí.

Tommy asintió. Luego miró fascinado mientras la cuchilla, reluciente como un pequeño espejo, bajaba hasta su piel. Como si le estuviera pasando a otro, en algún otro sitio. Sólo vio el juego de líneas. Las mandíbulas de la chica, su pelo negro, su propio brazo blanco, el rectángulo de la cuchilla que apartaba el ralo vello del brazo y llegaba a su meta; se apoyó un momento sobre la vena hinchada, algo más oscura que la piel de alrededor.

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