Déjame entrar (41 page)

Read Déjame entrar Online

Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
9.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Es tan asqueroso.

No quería permanecer allí más tiempo. El piso estaba totalmente silencioso y vacío y todo era tan… anormal. Su mirada se deslizó sobre el montón de ropa y se detuvo en los armarios que cubrían la pared de enfrente. Dos armarios dobles, uno sencillo.

Allí.

Flexionó las piernas contra el estómago, miró fijamente las puertas cerradas de los armarios. No quería. Le dolía el estómago. Un dolor punzante, escozor en la entrepierna.

Tenía ganas de hacer pis.

Se levantó de la cama, fue hasta la puerta sin perder de vista los armarios. Había un par de ellos iguales en su habitación, sabía que ella tendría sitio de sobra. Allí era donde estaba, y él ya no quería ver más.

La lámpara de la entrada también funcionaba. La encendió y fue por el corto pasillo hasta el cuarto de baño. La puerta permanecía cerrada. La plaquita que había por encima del pasador estaba de color rojo. Llamó:

—Eli.

No se oyó nada. Volvió a llamar.

—Eli, ¿estás ahí?

Nada. Pero al pronunciar su nombre en voz alta se dio cuenta de su error. Era lo último que le había dicho cuando estaban en el sofá.

Que ella en realidad se llamaba… Elias.
Elias
. Un nombre de chico.
¿Era
Eli un chico? Y ellos se habían… besado y dormido en la misma cama y…

Oskar apoyó las manos en la puerta del baño y la frente sobre ellas.
Pensó
. Pensó profundamente. No lo entendía. Que pudiera aceptar de alguna manera que ella fuese
una vampira
, pero que el hecho de que fuera un
chico
le pudiera resultar más… difícil.

Conocía los nombres, claro está. Maricón, maricón de mierda. Como Jonny lo llamaba. Que fuera peor ser maricón que ser…

Volvió a llamar a la puerta.

—¿Elias?

Sintió un vuelco en el estómago cuando lo dijo. No. No iba a acostumbrarse. Ella… él se llamaba Eli. Pero aquello era demasiado. Con independencia de lo que Eli fuera, aquello era demasiado. Ya no podía más. Es que no había
nada
normal en ella.

Levantó la frente de las manos, se las llevó a la entrepierna, quería hacer pis.

Pasos fuera, en la escalera, y poco después el ruido del buzón al abrirse, un ruido suave. Se alejó de la puerta del cuarto de baño y fue a ver qué era. Propaganda.

PICADA DE VACUNO 14,90/KILO.

Letras y cifras chillonas de color rojo. Cogió el papel y comprendió; apretó el ojo contra el agujero de la cerradura de seguridad mientras los pasos resonaban en los rellanos, chasquidos cuando se abrían y se cerraban los buzones.

Después de medio minuto su madre pasó ante él, escaleras abajo. Sólo pudo ver un poco de su pelo, el cuello de su abrigo, pero sabía que era ella. ¿Quién iba a ser si no?

¿El que repartía su propaganda cuando él no estaba?

Con el papel en la mano fuertemente apretado, Oskar se acurrucó en el suelo al lado de la puerta de la calle, con la frente apoyada en las rodillas. No lloraba. Las ganas de hacer pis eran como un hormiguero punzante en su entrepierna que de alguna manera le impedían llorar.

Pero una y otra vez le daba vueltas a un único pensamiento:

Yo no existo. Yo no existo.

Lacke había dedicado la noche a estar preocupado. Desde el momento en que dejó a Virginia, una inquietud insidiosa no había dejado de roerle el estómago. Había pasado unas horas con los colegas del chino el sábado por la tarde intentando hacerles partícipes de su preocupación, pero nadie estaba por la labor. Lacke había presentido que aquello podía írsele de las manos, que el riesgo de que se agarrara un cabreo de mil demonios era grande, así que se largó de allí.

Porque los colegas no eran más que una mierda.

Nada nuevo, por supuesto, pero había creído que… Sí. ¿Qué cojones había creído?

Que éramos más en esto.

Que
alguien
más que él se daría cuenta de que se estaba tramando algo horrible de cojones. Mucho hablar, palabras grandilocuentes, sobre todo por parte de Morgan, pero a la hora de la verdad ninguno de ellos era capaz de levantar un dedo para
hacer
algo.

No es que Lacke supiera qué hacer, pero al menos estaba preocupado. Aunque no sirviera de nada. Había pasado despierto la mayor parte de la noche tratando de leer de vez en cuando
Los endemoniados
de Dostoievski, pero olvidaba lo que había pasado en la página anterior, en la frase anterior, lo dejó.

Una cosa buena, a pesar de todo, había traído consigo la noche: había tomado una decisión.

El domingo por la mañana había ido a casa de Virginia, había llamado a la puerta. Nadie le abrió y se había marchado de allí con la esperanza de que Virginia hubiera ido al hospital. De vuelta hacia su casa pasó al lado de dos mujeres que estaban hablando, pilló algo acerca de un asesino al que la policía andaba buscando en el bosque de Judarn.

Santo Cielo, hay asesinos en cada puta esquina. Ya tienen los periódicos algo nuevo con qué entretenerse.

Habían transcurrido ya algo más de diez días desde que cogieron al asesino de Vällingby y los periódicos empezaban a cansarse de especular acerca de quién podía ser, por qué había hecho lo que había hecho.

En los artículos que se le dedicaron había existido un tono exagerado de… sí, regocijo ante el mal ajeno. Habían descrito con penoso esmero el estado actual en que se encontraba el asesino, asegurando que no podría abandonar el hospital al menos en seis meses. Al lado, un recuadro con datos sobre las consecuencias del ácido clorhídrico, de manera que uno pudiera regodearse pensando en el daño que podía ocasionar.

No, a Lacke aquello no le producía ninguna satisfacción. Sólo le parecía que era espantosa la manera en que la gente se echaba encima de alguien que «había recibido su castigo» y cosas por el estilo. Estaba totalmente en contra de la pena de muerte. No porque tuviera ningún concepto «moderno» de la justicia, no. Más bien, uno antiquísimo.

Pensaba: si alguien mata a mi hijo, entonces yo mato a esa persona. Dostoievski hablaba mucho de perdón, de clemencia. Naturalmente. Por parte de la sociedad, totalmente de acuerdo. Pero yo, como padre del niño asesinado, estoy en mi absoluto derecho
moral
de matar al que lo ha hecho. Que luego la sociedad me condene a ocho años o lo que sea en el talego, eso ya es otra cosa.

No era eso lo que Dostoievski quería decir, Lacke lo sabía. Pero él y Fedor tenían distintas opiniones a ese respecto, sencillamente.

Lacke iba pensando en esas cosas mientras se dirigía a su casa en la calle Ibsengatan. Una vez allí se dio cuenta de que tenía hambre, así que coció unos macarrones y se los comió con una cuchara directamente de la cazuela, con ketchup. Mientras vertía agua en la cazuela para que resultara más fácil fregarla después, oyó un ruido sordo procedente del buzón.

Propaganda. No hacía caso de ella; además, no tenía un duro.

No. De eso se trataba precisamente.

Pasó la bayeta por la mesa de la cocina y fue a buscar la colección de sellos de su padre, que guardaba en el aparador también heredado y cuyo transporte hasta Blackeberg había constituido una pequeña odisea.

Allí estaban. Cuatro ejemplares no timbrados de los primeros sellos que se emitieron en Noruega. Se agachó sobre el álbum, entornó los ojos fijándose en el león que aparecía erguido sobre las patas traseras contra un fondo de color azul claro.

Genial.

Habían costado cuatro chelines cuando se emitieron en 1855. Ahora estaban valorados en… más. El que estuvieran emparejados los hacía aún más valiosos.

Eso era lo que había decidido por la noche, mientras estaba acostado dando vueltas entre las sábanas: que había llegado la hora. Lo sucedido con Virginia había colmado el vaso. Y luego, encima, la incapacidad de los colegas para comprender, el darse cuenta de que no, no valía la pena codearse con personas así.

Se iba a largar de aquí, y Virginia iba a hacer lo mismo.

Estuviera mal o no el mercado, algo más de trescientos papeles le darían por los sellos, y otros doscientos por el piso. Después se compraría una casa en el campo. Bueno, vale:
dos
casas. Una granja pequeña. El dinero sería suficiente para eso y seguro que iba a funcionar. Tan pronto como Virginia se pusiera bien se lo iba a proponer, y él creía… bueno, estaba casi seguro de que ella lo iba a aceptar; mejor dicho, le iba a encantar.

Eso es lo que iba a ocurrir.

Lacke se sentía ahora más tranquilo. Lo tenía todo bien claro. Lo que iba a hacer entonces y lo que iba a hacer en el futuro. Todo iba a salir bien.

Lleno de pensamientos agradables entró en el dormitorio, se echó sobre la cama para descansar cinco minutos y se quedó dormido.

—Los vemos en las calles y en las plazas y ante ellos nos preguntamos, nos decimos a nosotros mismos: ¿qué podemos hacer?

Tommy no se había aburrido tanto en toda su vida. Ni siquiera hacía media hora que había empezado la misa y ya pensaba que habría sido más divertido sentarse en una silla mirando a la pared.

«Alabado seas, Señor» y «Canto de Gloria», y «Hosanna», sí, pero ¿por qué permanecían todos ahí sentados sin quitar ojo como si estuvieran viendo un partido de clasificación entre Bulgaria y Rumania? Eso no
significaba
nada para ellos, ni lo que leían en el libro ni lo que cantaban. Y parecía que tampoco significaba nada para el cura. Sólo algo que tenía que hacer para ganarse el sueldo.

Ahora al menos había empezado el sermón.

Si el cura sacaba a relucir justamente
ese
pasaje de la Biblia que Tommy había leído, entonces lo haría. Si no, no.

El curita decide.

Tommy buscó en el bolsillo. Las cosas estaban preparadas y la pila bautismal sólo a tres metros de él, sentado en la última fila. Su madre estaba delante, probablemente para poder hacer chiribitas con los ojos a Staffan mientras éste cantaba sus absurdas canciones con las manos entrelazadas sobre su polla de policía.

Tommy se mordió los labios.
Esperaba
que el cura dijera aquello.

—Vemos una inquietud en sus ojos, la inquietud de quien está perdido y no encuentra el camino. Cuando veo a una de esas personas jóvenes siempre me viene a la memoria la salida del pueblo de Israel de Egipto.

Tommy se quedó paralizado. Pero el cura tal vez no se centrara precisamente en
eso
. Tal vez sería algo del mar Rojo. De todas formas, sacó las cosas del bolsillo: un encendedor y una briqueta. Le temblaban las manos.

—Porque así es como debemos ver a esas personas jóvenes que a veces nos dejan consternados. Caminan por un desierto de preguntas sin respuesta y con unas perspectivas de futuro poco precisas. Pero hay una gran diferencia entre el pueblo de Israel y la juventud de nuestros días…

Vamos, dilo ya…

—El pueblo de Israel tenía alguien que lo guiaba. Seguro que recordáis lo que dicen las Escrituras: «El Señor iba al frente de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino; y de noche en una columna de fuego, para iluminarlos». Esa columna de nube, esa columna de fuego es lo que les falta a los jóvenes de nuestros días y…

El cura bajó la vista buscando en sus papeles. Tommy ya había prendido la briqueta, sujetándola entre el dedo pulgar y el índice. El extremo ardía con una llama azul y limpia que bajaba buscando sus dedos. Entonces aprovechó la ocasión: se agachó, dio un paso largo desde el banco y, echando la briqueta en la pila, se retiró rápidamente y volvió a sentarse. Nadie había notado nada.

El cura volvió a levantar la vista.

—… y es nuestra obligación como adultos ser esa columna de fuego, esa estrella que guíe a los jóvenes. ¿Dónde la van a encontrar si no? Y la fuerza para ello la sacaremos de la obra del Señor…

Un humo blanco empezó a salir de la pila bautismal. Tommy ya podía notar el conocido olor dulzón.

Lo había hecho en montones de ocasiones: quemar ácido nítrico y azúcar. Pero casi nunca en cantidades tan grandes de una vez, y nunca había probado a hacerlo en un espacio cerrado. Estaba impaciente por ver qué efecto tendría cuando no había viento que alejara el humo. Entrelazó los dedos, apretando con fuerza una mano contra la otra.

Bror Ardelius, nombrado de forma interina sacerdote de la parroquia de Vällingby, fue el primero que vio el humo. Lo tomó por lo que era: humo que salía de la pila bautismal. Toda su vida había estado esperando una señal del Señor y era innegable que, cuando vio elevarse la primera espiral de humo, pensó por un momento:

Oh, Dios mío. Por fin.

Pero aquel pensamiento se esfumó. Que la sensación de estar ante un milagro lo abandonara tan deprisa lo tomó como la prueba de que no
era
ningún milagro, ninguna señal. No era más que eso: humo que salía de la pila bautismal. Pero ¿por qué?

El sacristán, con el que no tenía demasiadas buenas relaciones, habría tenido ganas de gastarle una broma. El agua de la pila había empezado… a cocer…

El problema era que él se encontraba en mitad del sermón y no podía dedicar más tiempo a pensar en esas cuestiones. Así que Bror Ardelius hizo lo que la mayoría de las personas en situaciones parecidas: siguió como si no ocurriera nada y esperando a que el problema se arreglara por sí solo si no le daba mayor importancia. Tosió para aclararse la voz y trató de acordarse de lo último que había dicho.

La obra del Señor. Algo acerca de buscar fuerza en la obra del Señor. Un ejemplo.

Miró de reojo las anotaciones que tenía en el papel. Allí ponía: Descalzos.

¿Descalzos? ¿Qué habré querido decir con eso? ¿Que el pueblo de Israel caminaba descalzo, o que Jesús… alguna larga caminata…?

Volvió a levantar la vista, vio que ahora el humo era más espeso, que formaba una columna que subía lentamente desde la pila hasta el techo. ¿Qué era lo último que había dicho? Sí. Ahora se acordaba. Las palabras estaban aún en el aire.

—Y la fuerza para ello hemos de buscarla en la obra del Señor.

Era un final aceptable. No era bueno, ni el que había pensado, pero aceptable. Sonrió azorado a los feligreses y asintió con la cabeza hacia Birgit, que dirigía el coro.

El coro, ocho personas que se levantaron a un tiempo y se dirigieron a la tarima. Cuando se volvieron hacia los feligreses pudo notar en sus caras que ellos también veían el humo. Alabado sea el Señor; había estado a punto de pensar que tal vez sólo lo veía él.

Other books

The Burry Man's Day by Catriona McPherson
Ditched by Hope, Amity
The Rule of Four by Ian Caldwell, Dustin Thomason
Goldengrove by Francine Prose
The Prefect by Alastair Reynolds
The Bishop's Daughter by Tiffany L. Warren
Bodyguard: Ransom (Book 2) by Chris Bradford
The Weight of Numbers by Simon Ings
Miles to Go by Richard Paul Evans