Déjame entrar (26 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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Así, de haber consumado uno realmente grave, se podía seguir cometiendo cualquier pecado que cayera en las esferas inferiores. Ya no podía ser peor. Más o menos como esos asesinos de Estados Unidos condenados a trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estaban dispuestas en forma de espiral. Los estratos del infierno. Cerbero con su cola. Håkan evocó a los violentos, a las mujeres coléricas, a los soberbios en su lodo hirviente, en su lluvia de fuego; deambuló entre ellos, buscando su sitio.

De
una
cosa estaba totalmente seguro: no caería de ninguna manera en el último de los círculos. Aquél en el que el mismo Lucifer estaba devorando a Judas y a Bruto, aprisionados en un mar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese ruido extraño, como de succión. El policía se sentó al lado de la cama.

—Bueno, bueno. Parece que han encontrado a otro, abajo en el lago, en Blackeberg. El mismo tipo de cuerda, en cualquier caso.

¡No!

El cuerpo de Håkan se contrajo involuntariamente cuando el policía dijo la palabra «Blackeberg». El policía asintió.

—Está claro que oyes lo que digo. Eso está bien. Entonces, podemos aventurar sin mayores dificultades que has vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿En Råcksta? ¿En Vällingby? ¿En Blackeberg?

El recuerdo de cómo se había deshecho del hombre abajo, junto al hospital, acudió a su mente. Había hecho una chapuza. La había cagado.

—De acuerdo. Entonces te voy a dejar un poco tranquilo. Para que vayas pensando si quieres colaborar. De ese modo sería todo mucho más sencillo, ¿no te parece?

El policía se levantó y se fue. En su lugar llegó una enfermera y se sentó en una silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a un lado y a otro, negando. Sacó la mano y empezó a tirar del tubo conectado al respirador. La enfermera acudió enseguida y le apartó la mano.

—Tendremos que atarte.
Una
vez más y te atamos, ¿entiendes? Si no quieres vivir es cosa tuya, pero mientras estés aquí tenemos la obligación de mantenerte vivo. Independientemente de lo que hayas hecho o dejado de hacer, ¿comprendes? Y haremos lo que sea necesario para cumplir con nuestra obligación, aunque tengamos que ponerte un sistema de fijación. ¿Estás oyendo lo que te digo? Todo será mejor para todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De pronto todos quieren colaborar. Yo ya no soy una persona. Soy un proyecto. Oh, Dios mío. Eli. Eli. Ayúdame.

Ya en las escaleras Oskar oyó la voz de su madre. Estaba hablando por teléfono con alguien y parecía enfadada. ¿Con la madre de Jonny? Se quedó al otro lado de la puerta, escuchando.

—Me van a llamar y me preguntarán qué es lo que he hecho
mal
… Sí, claro que lo van a hacer, ¿y qué voy a decir? Que por desgracia mi hijo no tiene un padre con quien él… Sí, claro, pues demuéstralo alguna vez entonces… No, no lo has hecho… A mí me parece que tú puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en casa. Su madre dijo:

—Ahora llega —al auricular, y se volvió hacia Oskar—: Han llamado de la escuela y yo… habla con tu padre porque yo… —habló de nuevo por el auricular—: Ahora puedes… yo estoy tranquila… es fácil para ti, que estás lejos y…

Oskar entró en su habitación, se echó en la cama y se puso las manos en los oídos. Le retumbaban los latidos del corazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, al principio, creyó que todas las personas que corrían por allí tenían algo que ver con lo que le había hecho a Jonny. Pero no era así, como pudo saber luego. Hoy había visto por primera vez en su vida una persona muerta.

Su madre abrió la puerta de la habitación. Oskar se quitó las manos de los oídos.

—Tu padre quiere hablar contigo.

Oskar se llevó el auricular a la oreja y oyó una voz lejana que leía los nombres de los faros, la fuerza y la dirección de los vientos. Esperaba con el auricular pegado a la oreja sin decir nada. Su madre le preguntó frunciendo el entrecejo. Oskar puso la mano sobre el auricular y susurró: «Información sobre el estado de la mar».

Su madre abrió la boca para decir algo, pero se quedó sólo en un suspiro y un gesto de brazos caídos. Se fue a la cocina. Oskar se sentó en una silla en el pasillo y escuchó las noticias sobre el estado de la mar junto con su padre.

Oskar sabía que si empezaba a hablar en ese momento su padre estaría distraído con lo que decían en la radio. Las noticias sobre el estado de la mar eran sagradas. Cuando iba a casa de su padre, se paraba toda la actividad a las 16.45, y éste se sentaba al lado de la radio mientras él, ausente, miraba hacia fuera, como para comprobar si lo que anunciaban en la emisora era cierto.

Hacía mucho tiempo que su padre no se hacía a la mar, pero se le había quedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroeste ocho, al anochecer girando hacia el oeste. Despejado. El mar de Åland y el mar del Skärgårg noroeste diez, hacia la noche es posible que soplen vientos fuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya había pasado.

—Hola, papá.

—Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a haber vientos fuertes aquí por la noche.

—Sí, lo he oído.

—Mmm. ¿Qué tal estás?

—Bien.

—Sí, mamá me ha contado eso con Jonny. Y no está muy bien que digamos.

—No. No lo está.

—Ha tenido una conmoción cerebral, me ha dicho.

—Sí. Vomitó.

—Bueno, se vomita con frecuencia, si sólo es eso. Harry… sí, tú ya lo conoces… a él le cayó una vez una plomada en la cabeza y… sí estuvo mal, vomitando como un ternero después.

—¿Se puso bien?

—Sí, claro, fue… bueno, se murió la primavera pasada. Pero no tenía nada que ver con aquello. No. Después de aquello se recuperó bastante rápido.

—Sí.

—Y esperemos que sea así con él, con este chico también.

—Sí.

La radio seguía todavía con las distintas zonas marítimas: el golfo de Botnia y todo lo demás. Un par de veces se había sentado con el atlas delante en casa de su padre y había seguido con el dedo todos los faros según los iban nombrando. Hubo un tiempo en el que se sabía todos esos sitios de memoria, en orden, pero ya se le habían olvidado. Su padre carraspeaba.

—Sí, tu madre y yo hemos estado hablando de que… tal vez te gustaría venir a pasar aquí el fin de semana.

—Mmm.

—Así podremos hablar más de esto y de… todo.

—¿Este fin de semana?

—Sí, si te apetece.

—Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy el sábado?

—O el viernes por la tarde.

—No. Mejor… el sábado. Por la mañana.

—Vale, está bien. Entonces sacaré un eider del congelador.

Oskar acercó la boca al teléfono y dijo en voz baja:

—Sin perdigones.

Su padre se rió.

El otoño pasado, cuando Oskar estuvo allí, se había roto un diente al morder un perdigón que se había quedado en el ave. A su madre le había dicho que había sido una piedra en una patata. Las aves marinas eran lo que más le gustaba a Oskar, mientras que a su madre le parecía que era «terriblemente cruel» disparar a las indefensas aves. Que él se hubiera roto el diente mordiendo el propio instrumento de la muerte habría dado lugar a que su madre le prohibiera probar semejante comida.

—Pondré especial cuidado —aseguró su padre.

—¿Funciona la moto?

—Sí. ¿Por qué?

—No. Por nada.

—Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve, así que podremos dar una vuelta.

—Bien.

—Vale, entonces nos vemos el viernes. ¿Cogerás el autobús de las diez?

—Sí.

—Entonces bajo a buscarte. Con la moto. El coche no está del todo en forma.

—De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablar más con mamá?

—Sí… no… tú puedes contarle cómo vamos a hacerlo, ¿no?

—Mmm. Adiós, hasta pronto.

—Adiós. Hasta pronto.

Oskar colgó el auricular. Se quedó sentado un momento pensando cómo iba a ser. Dar una vuelta con la moto. Eso era divertido. Entonces se ponía sus miniesquís y ataban una cuerda a la caja de la moto con un palo en el otro extremo. En ese palo se agarraba Oskar con las dos manos y después daban vueltas por el pueblo como esquiadores acuáticos sobre la nieve. Esto y los eideres con gelatina de serba. Y sólo
una
tarde lejos de Eli.

Fue a su habitación y metió en el bolso la ropa de entrenar y su cuchillo, porque no iba a volver a casa antes de encontrarse con Eli. Tenía un plan. Cuando estaba en el pasillo poniéndose la cazadora salió su madre de la cocina, limpiándose la harina de las manos en el delantal.

—¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre?

—Que tenía que ir el sábado.

—Sí. ¿Pero de lo otro?

—Ahora tengo que irme a entrenar.

—¿No ha
dicho
nada?

—Sííí, pero tengo que irme ahora.

—¿Adónde vas?

—A la piscina.

—¿A qué piscina?

—A la que está al lado de la escuela. A la pequeña.

—¿Qué vas a hacer allí?

—Entrenar. Vuelvo a las ocho y media. O a las nueve. Después voy a ver a Johan.

Su madre parecía desconsolada, no sabía qué hacer con las manos llenas de harina, se las metió en el bolsillo grande que tenía en medio del delantal.

—Bueno. Venga, vale. Ten cuidado. No te vayas a resbalar en los bordes de la piscina o algo así. ¿Has cogido el gorro?

—Sí, sí.

—Póntelo entonces. Cuando te hayas bañado, porque fuera hace frío, y cuando se lleva el pelo mojado…

Oskar dio un paso al frente, la besó ligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós» y se fue. Cuando salió del portal miró de reojo hacia su ventana. Allí estaba su madre, aún con las manos en el bolsillo del delantal. Oskar le dijo adiós con la mano. Su madre alzó la suya lentamente y también le dijo adiós.

Oskar fue llorando la mitad del camino hasta el entrenamiento.

El grupo estaba reunido en las escaleras a la puerta de Gösta. Lacke, Virginia, Morgan, Larry, Karlsson. Ninguno se atrevía a llamar, puesto que eso otorgaba al que lo hiciera la responsabilidad de exponer el asunto que los había llevado allí. Ya fuera, en las escaleras, pudieron notar un leve barrunto de lo que era el olor característico de Gösta. Pis. Morgan dio un golpecito a Karlsson en un costado y le susurró algo que no pudo entender. Karlsson se levantó las orejeras que llevaba en lugar de gorro y preguntó:

—¿Qué?

—Te he dicho que si no te podías quitar eso de una vez. Que pareces un idiota.

—Eso es lo que a ti te parece.

Se quitó de todos modos las orejeras, las guardó en el bolsillo del abrigo y dijo:

—Larry, tienes que ser tú. Tú eres el que lo ha visto.

Larry lanzó un suspiro y tocó el timbre. Se oyó un furioso griterío al otro lado de la puerta y luego un ruido sordo y suave como de algo que caía al suelo. Larry carraspeaba. No le gustaba esto. Se sentía como un policía con todo el grupo tras de sí, sólo faltaban las pistolas en alto. Se oyeron pasos lentos dentro del apartamento, después una voz:

—Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?

La puerta se abrió. Una ola de olor a pis cayó sobre la cara de Larry y éste se quedó sin aliento. Gösta apareció en el umbral vestido con una vieja camisa, con su chaleco y su pajarita. Llevaba un gato con rayas de color naranja y blanco acurrucado en uno de sus brazos.

—¿Sí?

—Hola Gösta, ¿qué tal?

Los ojos de Gösta vagaban errantes sobre el grupo que permanecía en las escaleras. Estaba bastante borracho.

—Bien.

—Bueno, pues hemos venido a verte porque… ¿sabes lo que ha pasado?

—No.

—Bueno, pues han encontrado a Jocke. Hoy.

—Ah. Eso. Sí.

—Y lo que pasa es… que…

Larry volvió la cabeza, buscando apoyo en su delegación. Lo único que encontró fue un gesto de ánimo de Morgan. Larry no era capaz de estar allí fuera como una especie de representante de la autoridad y presentar un ultimátum. Sólo había una manera, se mirara como se mirara. Preguntó:

—¿Podemos entrar?

Se había esperado algún tipo de resistencia; Gösta apenas estaba acostumbrado a que aparecieran cinco personas, así de repente, a visitarlo. Pero asintió y dio dos pasos hacia atrás para permitirles la entrada.

Larry dudó un momento; el olor dentro del apartamento era totalmente increíble, era como una nube pegajosa en el aire. En su indecisión, Lacke alcanzó a entrar el primero y tras él entró Virginia. Lacke acarició detrás de las orejas al gato que Gösta llevaba en brazos.

—Bonito gato. ¿Cómo se llama?

—Es gata. Tisbe.

—Bonito nombre. ¿También tienes un Píramo?

—No.

Uno tras otro se deslizaron por la puerta, intentando respirar por la nariz.

Después de unos minutos todos habían abandonado el intento de mantener el tufo a raya, lo dejaron estar y se acostumbraron. Echaron a los gatos del sofá y de la butaca, trajeron un par de sillas de la cocina, aguardiente, tónicas de pomelo y vasos, y después de un rato de cháchara acerca de los gatos y del tiempo dijo Gösta:

—Así que han encontrado a Jocke.

Larry apuró lo que le quedaba de su cubata. Parecía más fácil con el calorcillo del alcohol en el estómago. Se sirvió otro, diciendo:

—Pues sí. Abajo, junto al hospital. Estaba congelado en el hielo.

—¿En el hielo?

—Sí. Ha sido un puñetero circo el que se ha montado hoy ahí abajo. Yo había bajado para visitar a Herbert, no sé si tú le conoces, bueno… de todas formas, cuando he salido de allí aquello estaba lleno de maderos y ambulancias y después han llegado los bomberos.

—¿Había fuego también?

—No, pero tuvieron que picar para sacarlo del hielo, claro. Bueno,
entonces
, claro está, yo no sabía que era él, pero luego, cuando lo llevaron hasta la playa, pues reconocí su ropa, porque la cara… pues estaba cubierta de hielo, ¿no?, así que no se podía… pero la ropa…

Gösta movió la mano en el aire como si estuviera acariciando a un perro grande e invisible.

—Espera un poco… se había
ahogado
, entonces… no entiendo…

Larry bebió un trago del cubata, se limpió la boca con la mano.

—No. Eso era lo que creía la pasma también. Al principio. Por lo que he podido comprender. La verdad es que estaban de brazos cruzados allí arriba, y los chicos de la ambulancia totalmente ocupados con un chaval que había allí con la cabeza sangrando, así que era…

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