De muerto en peor (17 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: De muerto en peor
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Cogí dos novelas románticas nuevas y un par de libros de misterio, e incluso uno de ciencia ficción, un tema del que rara vez leo. (Me imagino que porque considero que mi realidad es más loca que cualquier cosa que pueda imaginar un autor de ciencia ficción). Mientras miraba la solapa de un libro de un escritor al que no había leído nunca, oí un ruido de fondo y adiviné que alguien acababa de entrar en la biblioteca por la puerta trasera. No le presté atención; había gente que solía utilizar aquella puerta.

Barbara emitió un sonido y levanté la vista. Tenía detrás de ella un hombre enorme, de casi dos metros, seco como un palillo. Llevaba un cuchillo de gran tamaño que sujetaba contra la garganta de Barbara. Por un segundo pensé que se trataba de un ladrón, y me pregunté a quién se le ocurriría robar en una biblioteca. ¿Buscaría el dinero de los recargos por retraso en las devoluciones?

—No grites —dijo entre unos dientes largos y afilados. Barbara estaba muerta de miedo. Estaba completamente aterrorizada. Pero entonces percibí la actividad de otro cerebro en el interior del edificio.

Alguien acababa de entrar sigilosamente por la puerta de atrás.

—El detective Beck le matará si le hace daño a su esposa —dije gritando. Y lo dije con total seguridad—. Considérese muerto.

—No sé de quién me hablas, ni me importa —dijo el gigante.

—Pues mejor que vayas enterándote, cabrón —dijo Alcee Beck, que acababa de aparecer silenciosamente detrás de él. Apuntaba a la cabeza del hombre con su pistola—. Suelta a mi mujer ahora mismo y deja caer el cuchillo.

Pero Dientes Afilados no tenía la mínima intención de hacerlo. Se volvió, empujó a Barbara en dirección a Alcee y echó a correr directamente hacia mí, cuchillo en mano.

Le lancé un libro de tapa dura de Nora Roberts que le golpeó en la cabeza. Extendí la pierna. Cegado por el impacto del libro, Dientes Afilados tropezó con mi pie, tal y como esperaba.

Y cayó sobre su propio cuchillo, un detalle que no había planificado.

La biblioteca se quedó en completo silencio, sólo interrumpido por la respiración entrecortada de Barbara. Alcee Beck y yo nos quedamos mirando el espeluznante charco de sangre que empezaba a surgir de debajo del cuerpo del hombre.

—Caramba —dije.

—Vaya..., mierda —dijo Alcee Beck—. ¿Dónde aprendiste a lanzar así, Sookie Stackhouse?

—Jugando al softball —dije, y era la pura verdad.

Como puedes imaginarte, llegué tarde al trabajo. Estaba más cansada si cabe que por la mañana, pero me veía capaz de superar la jornada. Hasta el momento, y por dos veces seguidas, el destino había intervenido para impedir mi asesinato. Suponía que Dientes Afilados había aparecido en la biblioteca con la intención de matarme y la había pifiado, igual que el falso policía de la autopista. Tal vez la suerte no fuera a acompañarme una tercera vez, aunque existía una probabilidad de que lo hiciera. ¿Qué posibilidades había de que otro vampiro recibiera la bala que iba dirigida a mí o que, por pura casualidad, Alcee Beck pasara por allí para traerle a su mujer la comida que se había dejado olvidada en casa sobre el mostrador de la cocina? Escasas, ¿verdad? Pero ya la suerte había jugado a mi favor dos veces.

Independientemente de lo que la policía supusiera oficialmente (teniendo en cuenta que yo no conocía a aquel tipo y nadie podía afirmar lo contrario... y que además había agarrado a Barbara y no a mí), Alcee Beck me tendría en su punto de mira a partir de ahora. Era muy bueno interpretando situaciones, y había visto con claridad que Dientes Afilados iba a por mí. Barbara había sido un medio para llamar mi atención y Alcee no me lo perdonaría nunca, por mucho que yo no tuviera culpa alguna. Además, yo había arrojado el libro con una fuerza y una puntería más que sospechosas.

De estar yo en su lugar, es probable que pensara lo mismo que él.

De modo que me encontré en el Merlotte's por inercia pero con cautela, preguntándome adonde ir, qué hacer y por qué Patrick Furnan se había vuelto loco. Y de dónde salían todos aquellos desconocidos. No conocía al hombre lobo que había forzado la puerta de casa de María Estrella. Eric había recibido el disparo de un tipo que llevaba pocos días trabajando en el concesionario de Patrick Furnan. Jamás en mi vida había visto la cara de Dientes Afilados, y eso que era un tipo de los que no se olvidan nunca.

La situación no tenía ningún sentido.

De pronto, tuve una idea. Viendo que mis mesas estaban tranquilas, le pregunté a Sam si podía hacer una llamada y me dijo que sí. Llevaba toda la noche lanzándome miradas, miradas que daban a entender que acabaría cogiéndome por su cuenta y hablándome, pero todavía no, de momento. Entré en el despacho de Sam, busqué el número de casa de Patrick Furnan en el listín de Shreveport y lo llamé.

—¿Diga?

—Reconocí la voz.

—¿Patrick Furnan? —dije para asegurarme.

—Al habla.

—¿Por qué intenta matarme?

—¿Qué? ¿Quién es?

—Oh, vamos. Soy Sookie Stackhouse. ¿Por qué hace todo esto?

Se produjo una prolongada pausa.

—¿Quieres hacerme caer en una trampa? —preguntó.

—¿Cómo? ¿Cree que tengo el teléfono pinchado? Quiero saber por qué. Yo nunca le he hecho nada. Ni siquiera salgo con Alcide. Pero intenta apartarme de su camino como si yo fuera una persona poderosa. Ha matado usted a la pobre María Estrella. Ha matado a Christine Larrabee. ¿Qué sucede? Yo no soy nadie importante.

Patrick Furnan respondió muy despacio:

—¿De verdad crees que soy yo quién está haciendo todo esto? ¿Matar a los miembros femeninos de la manada? ¿Tratar de matarte?

—Por supuesto que sí.

—No soy yo. Leí lo de María Estrella. ¿Dices que Christine Larrabee ha muerto? —Estaba casi asustado.

—Sí —y le respondí con tanta inseguridad como él—. Y han intentado matarme ya dos veces. Temo que alguien completamente inocente acabe cayendo víctima del fuego cruzado. Y, naturalmente, no me apetece morir en absoluto.

—Mi mujer desapareció ayer —dijo Furnan. Su voz estaba rota por el dolor y el miedo. Y por la rabia—. Alcide la ha secuestrado, y ese cabrón me las va a pagar.

—Alcide nunca haría eso —dije. (Bueno, más bien podría decirse que estaba bastante segura de que Alcide no haría eso)—. ¿Dice que no fue usted quien ordenó los ataques contra María Estrella y Christine? ¿Ni contra mí?

—No, ¿por qué debería ir en contra de las mujeres? Nunca hemos querido matar a mujeres lobo de pura sangre. Excepto, tal vez, a Amanda —añadió Furnan sin tacto alguno—. Si decidiera matar a alguien, me decantaría por los hombres.

—Me parece que usted y Alcide nunca se han sentado a hablar. El no ha secuestrado a su esposa. Piensa que usted se ha vuelto loco y que ha decidido atacar a mujeres.

Se produjo un largo silencio, y dijo entonces Furnan:

—Creo que tienes razón en lo de que deberíamos hablar, a menos que te lo hayas inventado todo para ponerme en una posición en la que Alcide pueda matarme.

—Lo único que pido es seguir con vida y llegar a la semana próxima.

—Accederé a reunirme con Alcide si estás tú presente y si juras decirnos lo que el uno piensa del otro. Eres amiga de la manada, de toda la manada. Y ahora puedes ayudarnos.

Patrick Furnan estaba tan ansioso por encontrar a su esposa, que incluso estaba dispuesto a creer en mí.

Pensé en las muertes que se habían producido. Pensé en las muertes que podían producirse, incluyendo tal vez la mía. Me pregunté qué demonios sucedía allí.

—Lo haré si usted y Alcide acuden a la reunión desarmados —dije—. Si lo que sospecho es verdad, tienen un enemigo en común que pretende que se maten entre ustedes.

—Si ese cabrón de pelo negro accede a ello, haré el intento —dijo Furnan—. Si Alcide tiene a mi mujer, mejor que la traiga con él y sin haberle tocado un pelo. O juro por Dios que lo descuartizo.

—Comprendo. Y me aseguraré de que él lo comprenda también. Le diremos pronto alguna cosa —le prometí, confiando con todo mi corazón en estar diciendo la verdad.

Capítulo 9

Era medianoche de aquel mismo día y estaba a punto de meterme en la boca del lobo. La culpa era absolutamente mía. A través de una serie de rápidas llamadas telefónicas, Alcide y Furnan habían decidido dónde encontrarse. Me los había imaginado sentados a lado y lado de una mesa, con sus lugartenientes acompañándolos y solucionando la situación. La señora Furnan aparecería y la pareja volvería a encontrarse. Todo el mundo estaría satisfecho o, como mínimo, menos hostil. Yo no aparecería por allí.

Pero aquí estaba yo, en un centro de oficinas abandonado de Shreveport, el mismo donde había tenido lugar la competición para elegir al líder de la manada. Al menos iba acompañada por Sam. Estaba oscuro y frío y el viento me despeinaba el pelo. Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro, ansiosa por acabar de una vez con todo aquello. Y aunque Sam no parecía mostrarse tan nervioso como yo, sabía que también lo estaba.

Estaba allí por mi culpa. Debido a su insistencia y curiosidad por conocer qué se cocía entre los hombres lobo, había tenido que contárselo. Al fin y al cabo, si alguien cruzaba la puerta del Merlotte's con la intención de pegarme un tiro, creía que Sam se merecía saber por qué su bar quedaba lleno de agujeros. Había discutido fuertemente con él cuando me dijo que pensaba acompañarme, pero al final, ambos nos encontrábamos allí.

Tal vez esté mintiéndome a mí misma. Tal vez simplemente deseaba tener un amigo conmigo, alguien que con toda seguridad estuviese de mi lado. Tal vez estaba asustada. De hecho, nada de «tal vez» por lo que a esto último se refiere.

Era una noche fresca y ambos llevábamos chaquetas impermeables con capucha. No es que necesitáramos las capuchas, pero si enfriaba más, nos sentiríamos a gusto con ellas. El recinto de oficinas abandonado se extendía en lúgubre silencio ante nosotros. Estábamos en el muelle de carga de una empresa que se dedicaba a realizar grandes envíos de alguna cosa. Las gigantescas puertas metálicas desplegables que daban acceso al lugar donde descargaban los camiones parecían enormes ojos brillantes bajo el destello de las escasas luces de seguridad que quedaban encendidas.

De hecho, aquella noche había muchos ojos enormes y brillantes. Los Sharks y los Jets estaban negociando. Ay, perdón, quería decir los hombres lobo de Furnan y los hombres lobo de Herveaux. Los dos bandos de la manada podían llegar a un entendimiento, o no. Y justo en medio de todo aquel lío, estaban Sam, el cambiante, y Sookie, la telépata.

Cuando sentí aproximarse, tanto desde el norte como desde el sur, el latido rojizo que desprendían los cerebros de los hombres lobo, me volví hacia Sam y le dije, desde el fondo de mi corazón:

—Nunca debería haber dejado que me acompañases. Nunca debería haber abierto la boca.

—Has cogido la costumbre de no contarme nada, Sookie. Quiero que me cuentes lo que te pasa. Sobre todo si hay peligro. —El pelo rojizo dorado de Sam lucía alborotado alrededor de su cabeza por la brisa fresca que soplaba entre los edificios. Percibía su diferencia más que nunca. Sam es un cambiante realmente excepcional. Puede transformarse en cualquier cosa. Prefiere transformarse en perro, porque éstos son familiares y amistosos y la gente no suele dispararles. Miré sus ojos azules y vi en ellos su lado más salvaje—. Están aquí —dijo, levantando la nariz para husmear la brisa.

Los dos grupos estaban a unos tres metros de distancia de nosotros, uno a cada lado. Había llegado el momento de concentrarse.

Reconocí las caras de algunos de los lobos de Furnan, que eran más numerosos. Cal Myers, el policía detective, estaba entre ellos. Se necesitaba valor por parte de Furnan, que pretendía proclamar su inocencia, para haber traído con él a Cal. Reconocí también a la adolescente que Furnan se había beneficiado como parte de la celebración de su victoria después de la derrota de Jackson Herveaux. Aquella noche, parecía un millón de años más vieja.

En el grupo de Alcide estaba Amanda, con su pelo castaño, que me saludó muy seria con un ademán de cabeza, y algunos hombres lobo que había visto en El Pelo del Perro la noche en que Quinn y yo estuvimos en ese bar. La chica huesuda que aquella noche iba vestida con un corpiño de cuero rojo estaba justo detrás de Alcide y me di cuenta de que se sentía tan excitada como tremendamente asustada. Dawson, sorprendiéndome, estaba también presente. No era un lobo tan solitario como pretendía parecer.

Alcide y Furnan avanzaron unos pasos para alejarse de sus respectivos grupos.

Era el formato acordado para la negociación, o sentada, o como quieras llamarle: yo me situaría entre Furnan y Alcide. Los líderes de ambos bandos me darían la mano y yo actuaría a modo de detector de mentiras humano mientras ellos conversaban. Había jurado avisarlos si mi habilidad detectaba que alguno de ellos mentía. Yo era capaz de leer mentes, pero las mentes pueden resultar engañosas y complicadas, o simplemente densas. Nunca había hecho nada parecido a aquello y recé para que mi habilidad fuera aquella noche de lo más precisa y para que supiera utilizarla con inteligencia para acabar de una vez por todas con aquella situación.

Alcide se acercó a mí muy rígido, dejando ver sus facciones duras bajo la áspera iluminación de las luces de seguridad. Por vez primera me di cuenta de que había envejecido y estaba más delgado. En su pelo negro asomaban algunas canas que no estaban presentes cuando su padre vivía. Tampoco Patrick Furnan tenía muy buena cara. Siempre le había notado cierta tendencia a la obesidad, pero ahora parecía haber ganado siete u ocho kilos. Ser el líder de la manada no le sentaba nada bien. Y la conmoción del secuestro de su esposa había hecho mella en él.

Hice entonces algo que jamás habría imaginado que fuera a hacer. Le tendí mi mano derecha. Furnan la cogió y su flujo de ideas me invadió al instante. Estaba tan concentrado que incluso su retorcido cerebro de lobo resultaba fácil de leer. Tendí la mano izquierda hacia Alcide y me la cogió también con fuerza. Me sentí inundada durante un interminable minuto. Entonces, con un enorme esfuerzo, canalicé todos los pensamientos en una corriente para no sentirme abrumada. Tal vez les resultara fácil mentir en voz alta, pero mentir mentalmente no es cosa sencilla. Cerré los ojos. Se habían jugado a cara o cruz quién preguntaría primero, y la suerte había caído a favor de Alcide.

—¿Por qué mataste a mi mujer, Patrick? —Las palabras cortaban la garganta de Alcide—. Era una mujer lobo pura y era bondadosa en extremo.

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