—¡Tenemos que buscar el mar! —había gritado Madre Topo, y sus seguidores se encaminaron hacia el este.
De haber tenido más fuerzas, Varamyr habría ido con ellos. Pero el mar era frío y gris, y estaba muy lejos, y sabía que no viviría para verlo. Había estado muerto o moribundo nueve veces, y esa muerte sería la verdadera.
«Una capa de piel de ardilla —recordó—. Me apuñaló por una capa de piel de ardilla.»
Su propietaria había muerto, con la parte trasera de la cabeza destrozada, convertida en pulpa roja y astillas de hueso, pero la capa parecía gruesa y cálida. Estaba nevando y Varamyr había perdido la ropa en el Muro: las pieles con que se arrebujaba para dormir, las prendas interiores de lana, las botas de cuero de oveja, los guantes con forro de pelo, sus reservas de comida e hidromiel, los mechones de cabello que guardaba de las mujeres con las que se acostaba y hasta las pulseras de oro que le había regalado Mance… Lo había perdido todo; todo había tenido que dejarlo atrás.
«Ardí, morí, y luego huí enloquecido de dolor y de miedo. —El mero recuerdo hacía que volviera a avergonzarse, pero no había sido el único en huir. Habían sido muchos otros, cientos, miles—. Habíamos perdido el combate. Habían llegado los caballeros, invulnerables con sus armaduras de acero, y mataban a todo aquel que prefería quedarse y seguir luchando. Había que elegir entre la huida y la muerte.» Pero no había resultado tan fácil escapar de la muerte. Al encontrarse en el bosque con el cadáver de la mujer, Varamyr se arrodilló para quitarle la capa y no vio al niño hasta que saltó de su escondrijo para clavarle en el costado el largo cuchillo de hueso y arrancarle la capa de las manos.
—Era su madre —le explicó Abrojo más adelante, después de que el chico escapara—. Era la capa de su madre, y al ver que se la estabas robando…
—Estaba muerta —replicó Varamyr. Entrecerró los ojos cuando la aguja de hueso le perforó la carne—. Le habían machacado la cabeza; debió ser cosa de un cuervo.
—No fue ningún cuervo, fueron unos pies de cuerno, que lo vi yo. —Tiró de la aguja para cerrarle el tajo del costado—. Son unos salvajes. ¿Quién va a doblegarlos ahora?
«Nadie. Si Mance ha muerto, el pueblo libre está perdido.» Los thenitas, los gigantes, los pies de cuerno, los moradores de las cuevas con sus dientes afilados, los hombres de la orilla oeste con sus carros de hueso… Todos estaban perdidos, hasta los cuervos. Tal vez aquellos cabrones de capa negra no lo supieran aún, pero morirían igual que los demás. El enemigo estaba cada vez más cerca.
La voz rasposa de Haggon volvió a resonar en su mente: «Morirás una docena de muertes, chico, y te dolerán todas, desde la primera hasta la última. Pero, cuando te llegue la muerte verdadera, vivirás de nuevo. Tengo entendido que la segunda vida es más sencilla, más grata».
Varamyr Seispieles no tardaría en comprobarlo personalmente. Notaba el sabor de la muerte verdadera en el humo acre que impregnaba el aire; la sentía en la calidez que palpaban sus dedos cuando se introducía una mano bajo la ropa para tocarse la herida. Además, tenía el frío dentro, un frío implacable que se le había metido en los huesos. En esa ocasión iba a matarlo el frío.
Su última muerte la había causado el fuego.
«Ardí.» Al principio, confuso, creyó que un arquero del Muro le había acertado con una flecha llameante, pero el fuego ya estaba en su interior, consumiéndolo desde dentro. Y el dolor…
Ya había muerto nueve veces. En una ocasión lo atravesó una lanza; en otra fueron los dientes de un oso en el cuello; en otra, la pérdida de sangre al dar a luz a un cachorro muerto. La primera muerte le sobrevino con solo seis años, cuando su padre le destrozó el cráneo con un hacha; pero ni aquello había sido tan atroz como el fuego en las entrañas, chisporroteándole en las alas, devorándolo. Trató de huir volando, pero el pánico avivó las llamas, que ardieron con más virulencia. Un momento atrás estaba muy por encima del Muro, controlando los movimientos de los hombres del suelo con sus ojos de águila. De repente, las llamas le transformaron el corazón en cenizas ennegrecidas y le devolvieron el espíritu a su propia piel entre aullidos. Llegó a perder la razón durante un rato. El mero recuerdo lo hacía estremecer.
Fue entonces cuando advirtió que se había apagado la hoguera.
Solo quedaban unos restos carbonizados de madera con unas pocas ascuas entre las cenizas.
«Aún sale humo; solo falta leña.» Apretando los dientes para contener el dolor, se arrastró hasta el montón de ramas rotas que había juntado Abrojo antes de irse a cazar y echó unos palos a las cenizas.
—Prende —graznó—. Arde, ¡arde!
Sopló sobre las brasas al tiempo que elevaba una plegaria muda a los dioses sin nombre del bosque, la colina y el campo.
Los dioses no respondieron. Poco más tarde, el humo también desapareció. La choza estaba enfriándose por momentos. Varamyr no tenía yesca, pedernal ni incendaja. Le resultaría imposible volver a encender la hoguera.
—Abrojo —llamó con la voz ronca, quebrada por el dolor—. ¡Abrojo!
Era una mujer de barbilla puntiaguda y nariz aplastada, con un enorme lunar en la mejilla del que crecían cuatro cerdas negras. Era un rostro feo, hosco, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por verlo asomar por la puerta de la choza.
«Tendría que haberme apoderado de ella antes de que se marchara.» ¿Cuánto hacía que se había ido? ¿Dos días? ¿Tres? No lo sabía a ciencia cierta. Dentro de la choza reinaba la oscuridad, y se había dejado llevar por el sueño en más de una ocasión, de modo que no podía estar seguro de si era de día o de noche.
—Espera aquí —le había dicho la mujer—. Voy a buscar comida.
Así que se había quedado esperando como un imbécil, soñando con Haggon, con Chichón y con todas las cosas malas que había hecho en su ya larga vida, pero habían pasado días y noches sin que Abrojo regresara.
«No va a volver.» Se preguntó si no lo habría traicionado. Tal vez supiera qué pensaba con solo mirarlo, o quizá él hubiera hablado en sus sueños febriles.
—Abominación —oyó decir a Haggon.
Era casi como si estuviera allí, en la choza con él.
—No es nada más que una mujer de las lanzas, y fea para más señas —replicó—. Yo soy un gran hombre. Soy Varamyr, el cambiapieles. No es justo que ella viva y yo tenga que morir. —Nadie respondió, puesto que no había nadie. Abrojo se había ido. Lo había abandonado, como todos los demás.
Hasta su propia madre lo había abandonado. «Lloró por Chichón, pero no por mí.» La mañana en que su padre lo sacó de la cama para entregarlo a Haggon, su madre no quiso ni mirarlo. El niño chilló y pataleó mientras su padre lo arrastraba por el bosque, hasta que lo abofeteó y le dijo que se callara.
—Tu sitio está entre los de tu calaña —fue lo único que le dijo antes de soltarlo a los pies de Haggon.
«Y era verdad —pensó, tiritando—. Haggon me enseñó mucho, mucho. Me enseñó a cazar y pescar, a despiezar un animal muerto, a quitar las espinas del pescado y a orientarme en el bosque. Me enseñó las costumbres y secretos de los cambiapieles, aunque mi don era mucho más fuerte que el suyo.»
Años más tarde había tratado de dar con sus padres para decirles que su pequeño Bulto se había convertido en el gran Varamyr Seispieles, pero los dos estaban ya muertos e incinerados. Ya formaban parte de los árboles y los arroyos, de las rocas y la tierra. Polvo y cenizas. Eso era lo que le había dicho la bruja de los bosques a su madre el día de la muerte de Chichón. Bulto no quería convertirse en un puñado de tierra. El niño soñaba con el día en el que los bardos cantarían sus hazañas y las mujeres hermosas lo cubrirían de besos.
«Cuando me haga mayor seré el Rey-más-allá-del-Muro —se había prometido. No llegó a tanto, pero estuvo cerca. Los hombres temían el nombre de Varamyr Seispieles. Acudía a la batalla a lomos de una osa de las nieves de casi cinco varas de altura, seguido por tres lobos y un gatosombra, y se sentaba a la derecha de Mance Rayder—. Por culpa de Mance estoy aquí. No debería haberle hecho caso. Debería haberme metido en mi osa para despedazarlo.»
Hasta la llegada de Mance, Varamyr Seispieles era un señor, en cierto modo. Vivía solo, servido por sus bestias, en la cabaña de barro, musgo y troncos que había pertenecido a Haggon. Cobraba tributo en pan, sal y sidra a una docena de aldeas, que también le proporcionaban frutas y verduras de sus huertos. La carne se la procuraba él. Cada vez que deseaba a una mujer, enviaba a su gatosombra a acecharla, y la muchacha en la que hubiera puesto el ojo lo seguía dócilmente a la cama. Alguna que otra llegaba llorando, sí, pero llegaba. Varamyr les daba su semilla, se quedaba con un mechón de su pelo para recordarlas y las mandaba de regreso a casa. De cuando en cuando, un héroe de pueblo se le acercaba lanza en ristre con intención de acabar con la bestia y salvar a una hermana, una amante o una hija. A esos los mataba, pero a las mujeres nunca les hizo daño. Incluso bendijo con hijos a más de una.
«Mocosos. Críos menudos y flacos, como Bulto. Ninguno de ellos tenía el don.»
El miedo hizo que se pusiera en pie, tambaleante. Se sujetó el costado para detener la sangre que le rezumaba de la herida, caminó como pudo hasta la puerta, apartó la harapienta piel de la entrada y se encontró frente a una muralla blanca. Nieve. No era de extrañar que el interior de la choza estuviera tan oscuro y lleno de humo: la nieve la había cubierto por completo.
Varamyr empujó la nieve, que se desmoronó aún blanda y húmeda. En el exterior, la noche era blanca como la muerte. Jirones de nubes pálidas rendían pleitesía a la luna de plata ante la mirada fría de miles de estrellas. Divisó los montículos de otras chozas enterradas en ventisqueros y, más allá, la sombra de un arciano con su armadura de hielo. Al sur y al oeste, las colinas eran una vasta extensión blanca donde lo único que se movía era la nieve agitada por el viento.
—Abrojo —llamó Varamyr con voz débil. ¿Cuánto podía haberse alejado?—. Abrojo. Mujer. ¿Dónde estás?
A lo lejos, un lobo aulló.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Varamyr. Conocía bien aquel aullido, tanto como Bulto conocía la voz de su madre. Un Ojo. Era el mayor de sus tres lobos, el más grande, el más fiero. Cazador era más esbelto, más rápido, más joven; Astuta, más taimada. Pero los dos temían a Un Ojo, porque el viejo lobo era indómito, despiadado, feroz.
Varamyr había perdido el control sobre sus otras bestias durante la agonía del águila. Su gatosombra había huido al bosque, mientras que su osa de las nieves se había vuelto contra los que la rodeaban y destrozado a cuatro hombres a zarpazos antes de que la mataran de una lanzada. Habría acabado con el propio Varamyr si se hubiera puesto a su alcance. Aquella osa lo odiaba a muerte; se resistía rabiosa cada vez que se metía en su piel o la usaba de montura. En cambio, sus lobos…
«Mis hermanos. Mi manada. —Había pasado más de una noche fría durmiendo entre sus lobos, que le proporcionaban calor con los cuerpos peludos—. Cuando muera, devorarán mi carne; el deshielo de la primavera solo encontrará mis huesos.» Curiosamente, la idea le resultaba reconfortante. Sus lobos le habían proporcionado alimento muchas veces en sus expediciones, de modo que era justo que él les proporcionara alimento a su vez. Hasta era posible que empezara la segunda vida arrancando a dentelladas la carne cálida y muerta de su propio cadáver.
El animal al que más fácil resultaba unirse era el perro. Vivía tan próximo al hombre que parecía casi humano. Entrar en la piel de un perro era como ponerse una bota vieja, un calzado de cuero ablandado tras mucho uso. La bota se adaptaba al pie y el perro se adaptaba al collar, aunque fuera un collar invisible para el ojo humano. Los lobos eran más difíciles: el hombre podía trabar amistad con el lobo, podía incluso dominarlo, pero no domesticarlo de verdad.
—Los lobos y las mujeres se casan para toda la vida —solía decir Haggon—. Si te metes en uno, es como un matrimonio. A partir de ese momento el lobo formará parte de ti, y tú de él. Los dos cambiaréis.
A otras bestias era mejor ni acercarse, le había asegurado el cazador. El gato era vanidoso y cruel, y se volvía contra el cambiapieles a la menor ocasión. El alce y el venado eran presas: hasta el hombre más valiente se volvía cobarde si pasaba demasiado tiempo en su piel. Haggon tampoco era partidario de osos, jabalíes, tejones ni comadrejas.
—Hay pieles que no te conviene usar, chico. Te convertirías en algo que no te gustaría.
Por lo visto, las aves eran lo peor.
—El hombre no ha nacido para despegarse de la tierra. Si se pasa mucho tiempo en las nubes, ya no quiere volver a bajar. He conocido a cambiapieles que probaron halcones, búhos o cuervos, y luego, incluso con sus propios cuerpos, se quedaban sentados, embobados, mirando al puto cielo.
Pero no todos los cambiapieles eran de la misma opinión. En cierta ocasión, cuando Bulto tenía diez años, Haggon lo llevó a una reunión de gente como ellos y similares. Los hermanos del lobo eran los más numerosos, pero los otros le parecieron más extraños y fascinantes. Borroq se parecía tanto a su jabalí que solo le faltaban los colmillos; Orell tenía su águila; Briar, su gatosombra. En cuanto le puso la vista encima, Bulto supo que él también quería un gatosombra. Además estaba Grisella, la mujer cabra…
Pero ninguno era tan fuerte como Varamyr seispieles. Ni siquiera Haggon, tan alto y sombrío, con manos duras como la piedra. El cazador murió entre sollozos después de que Varamyr le arrebatara a Pielgrís y lo echara de su piel para apoderarse de la bestia.
«No tendrás una segunda vida, viejo.» En aquellos tiempos se hacía llamar Varamyr Trespieles. Con Pielgrís eran cuatro, aunque era un lobo decrépito, frágil y casi desdentado que no tardó en seguir los pasos de Haggon.
Varamyr podía apoderarse de cualquier bestia y doblegarla a su voluntad, apropiarse de su carne: perro, lobo, oso, tejón…
«Abrojo —pensó. Según Haggon, era una abominación y el peor de los pecados, pero Haggon estaba muerto, devorado e incinerado. Mance también lo habría maldecido, pero estaba muerto o prisionero—. Nadie lo sabrá nunca. Seré Abrojo, la mujer de las lanzas; Varamyr Seispieles habrá muerto. —Daba por sentado que su don perecería con aquel cuerpo, que perdería a sus lobos y viviría el resto de sus días con la forma de una mujer flaca y llena de verrugas… pero viviría—. Eso, si vuelve. Eso, si tengo fuerzas para apoderarme de ella.»