Ya habían llegado a lo que hacía las veces de armería. El herrero, el famoso Martillo, era una mole de aspecto bestial con el brazo izquierdo el doble de grueso que el derecho.
—Se pasa más tiempo borracho que sobrio —comentó Kem—. Ben el Moreno se lo deja pasar, pero algún día conseguiremos un herrero de verdad.
El aprendiz de Martillo era un joven enjuto y pelirrojo llamado Clavo.
«Claro, cómo si no», pensó Tyrion.
Tal como había profetizado Kem, Martillo estaba durmiendo la borrachera cuando llegaron a la forja, pero Clavo no puso ningún reparo a que los dos enanos rebuscaran en los carromatos.
—La mayor parte es chatarra —avisó—, pero si encontráis algo que os valga, quedáoslo.
Bajo las cubiertas de madera combada y cuero tirante, los carromatos estaban cargados de viejas armas y armaduras. Tyrion miró a su alrededor y no pudo contener un suspiro de nostalgia al recordar las deslumbrantes hileras de espadas, lanzas y alabardas de la armería de los Lannister, en las entrañas de Roca Casterly.
—Tenemos para rato —comentó.
—Ahí dentro hay buen acero, si eres capaz de encontrarlo —gruñó una voz ronca—. No queda bonito, pero sirve para parar una espada.
Un caballero corpulento saltó de un carromato, cubierto de los pies a la cabeza de acero de la compañía. La canillera izquierda era distinta de la derecha y el gorjal estaba oxidado, mientras que los avambrazos eran lujosos y ornamentados, con flores nieladas. En la mano derecha llevaba un guantelete de lamas de acero, y en la izquierda, un mitón de malla oxidada. Los pezones de la coraza musculada estaban atravesados por anillas de hierro, y uno de los dos cuernos de carnero que remataban el yelmo estaba roto.
Se lo quitó para revelar el maltratado rostro de Jorah Mormont.
«Parece un mercenario de los pies a la cabeza; no es ni de lejos el hombre destrozado que sacamos de la jaula de Yezzan», pensó Tyrion. Las magulladuras del rostro casi habían desaparecido, así como la hinchazón, con lo que volvía a parecer humano, aunque no acababa de parecerse a sí mismo. La máscara de demonio que le habían marcado a fuego en la mejilla derecha para identificarlo como esclavo peligroso y díscolo no desaparecería jamás. Nunca había sido atractivo, pero aquella marca lo convertía en un ser aterrador.
—Con estar más guapo que tú ya me conformo —respondió Tyrion con una sonrisa, y se volvió hacia Penny—. Empieza con ese carromato; yo me encargo de este.
—Acabaremos antes si buscamos juntos. —Cogió un yelmo de hierro oxidado, soltó una risita y se lo puso—. ¿Parezco peligrosa?
«Pareces una titiritera con un orinal en la cabeza.»
—Necesitas un yelmo completo. —Cogió uno y se lo puso a la enana.
—Me queda grande. —La voz de Penny resonó en las paredes de acero—. Y no veo nada. —Se lo quitó y lo tiró a un lado—. ¿Qué tenía de malo el otro?
—Que te dejaba toda la cara al descubierto. —Tyrion le pellizcó la nariz—. Me gusta esa naricita y quiero que la conserves por mucho tiempo.
—¿Te gusta mi nariz? —preguntó Penny abriendo mucho los ojos.
«Ay, dioses, los Siete me protejan.» Tyrion se volvió y se puso a hurgar en los montones de piezas de armadura del fondo del carromato.
—¿Te gusta alguna otra parte de mí? —insistió Penny.
Tal vez pretendiera parecer juguetona, pero sonó patética.
—Me gustan todas tus partes —replicó él con la esperanza de zanjar el tema—, y las mías me gustan más aún.
—¿Para qué necesitamos armaduras? No somos más que titiriteros; solo hacemos como que luchamos. Fingimos.
—Tú lo haces muy bien. —Examinó una pesada cota de malla tan llena de agujeros que parecía apolillada. «Pero las polillas no comen acero» —Fingirse muerto es una manera de sobrevivir en la batalla. Hay otra manera, y es llevar una buena armadura.— «Aunque aquí de eso hay poco.» En el Forca Verde había usado trozos dispares de armadura sacados de los carromatos de lord Lefford, con un yelmo cilíndrico que parecía un cubo. El acero de aquella compañía tenía un aspecto mucho peor. No solo era viejo y dispar, sino que también estaba mellado, agrietado y abollado.
—¿Esto es óxido o sangre seca? —Lo olisqueó, pero ni así habría sabido decirlo.
—Mira, una ballesta —señaló Penny.
Tyrion le echó un vistazo.
—No me vale, es de estribo. Tengo las piernas muy cortas. Una ballesta con cranequín me iría mejor.
Pero lo cierto era que no quería usar ballesta; se tardaba demasiado en recargarla. Aunque se apostara en una letrina y esperase a que un enemigo fuera a cagar, lo más probable era que solo consiguiera disparar una vez.
Cogió una maza, pero volvió a dejarla porque pesaba demasiado. Dejó de lado un martillo de guerra demasiado largo, una clava con púas, también muy pesada, y una docena de espadas largas, antes de dar con una daga que le gustó, un buen trozo de acero de hoja triangular.
—Esta está bien —dijo. Tenía un poco de óxido, pero eso la hacía más peligrosa. Dio con una vaina de madera y cuero, y la metió dentro.
—¿Una espada pequeña para un hombre pequeño? —bromeó Penny.
—Es una daga, y la hicieron para un hombre grande. —Tyrion le señaló una vieja espada larga—. Eso es una espada. Prueba a levantarla.
Penny la tomó, la blandió y frunció el ceño.
—Pesa demasiado.
—El acero pesa más que la madera, pero si le cortas el cuello a alguien con eso, no resultará que su cabeza era un melón. —Le cogió la espada y la examinó detenidamente—. Acero barato. Y mellado. Mira, aquí, ¿ves? Retiro lo dicho, para cortar cabezas hace falta una hoja mejor.
—Es que no quiero cortar cabezas.
—Ni tienes por qué. Lanza tajos por debajo de la rodilla: a la pantorrilla, a la corva, al tobillo… Cuando se les cortan los pies, hasta los gigantes caen, y cuando están en el suelo dejan de ser más altos que tú.
Penny parecía a punto de echarse a llorar.
—Anoche soñé que mi hermano seguía vivo. Estábamos justando ante un gran señor, con Crujo y Cerdita Bonita, y todos nos tiraban rosas. Éramos tan felices que…
Tyrion la abofeteó.
Fue un cachetito, un simple movimiento de muñeca, sin fuerza, y ni siquiera dejó marca, pero a la chica se le anegaron los ojos.
—Si quieres soñar, vuelve a dormirte —le dijo—. Pero cuando te despiertes seguiremos siendo esclavos fugados en mitad de un asedio. Crujo está muerto, y seguro que la cerda también. Ahora, empieza a buscar trozos de armadura y póntelos, y si te queda mal, me da lo mismo. Se ha acabado la función. Ahora tienes que luchar, esconderte o cagarte encima, lo que prefieras, pero con una armadura puesta.
Penny se rozó la mejilla, donde la había abofeteado.
—No tendríamos que haber escapado. No somos mercenarios, no sabemos luchar. Con Yezzan no estábamos tan mal. Nada de eso. Aya era cruel a veces, pero Yezzan no. Éramos sus favoritos, sus…, sus…
—Sus esclavos. La palabra que buscas es
esclavos.
—Vale, esclavos. —La enana se sonrojó—. Pero éramos sus esclavos especiales, igual que Golosinas. Éramos sus tesoros.
«Sus juguetes —pensó Tyrion—, y nos quería tanto que nos mandó a la arena para que nos devoraran los leones.»
Pero a Penny no le faltaba razón. Los esclavos de Yezzan comían mejor que muchos campesinos de los Siete Reinos, y serían menos propensos a morir de hambre en invierno. Los esclavos eran propiedades, sí. Se los podía comprar, vender, azotar y marcar; sus dueños podían utilizarlos para su placer y cruzarlos para conseguir más esclavos. En ese sentido eran como perros o caballos. Pero casi todos los señores trataban bien a sus perros y a sus caballos. Un hombre orgulloso podía gritar que prefería morir libre antes que vivir como esclavo, pero el orgullo era barato; a la hora de la verdad, los hombres capaces de mantener su palabra escaseaban más que los dientes de dragón. De lo contrario, el mundo no estaría lleno de esclavos.
«Nunca ha habido un esclavo que no eligiera serlo —reflexionó el enano—. Puede que tengan que elegir entre las cadenas y la muerte, pero el caso es que tienen elección.»
Tyrion Lannister no se consideraba ninguna excepción. La lengua demasiado suelta le granjeó unos cuantos latigazos al principio, pero no había tardado en aprender a complacer a Aya y al noble Yezzan. Jorah Mormont se había resistido más tiempo, había opuesto más resistencia, pero había acabado igual que él.
«En cuanto a Penny… —Penny había estado buscando un nuevo amo desde el día en que murió su hermano Céntimo—. Quiere alguien que cuide de ella, que le diga qué hacer.» Pero habría sido demasiado cruel decírselo así.
—Los esclavos especiales de Yezzan no escaparon de la yegua clara —le explicó—. Todos han muerto. Golosinas fue el primero. —Según le había dicho Ben Plumm el Moreno, su gigantesco amo había muerto el mismo día en que se fugaron. Ni él ni Kasporio ni ningún mercenario sabía qué había sido del resto de los esclavos de la colección de Yezzan, pero si Penny necesitaba mentiras para despertar, mentiras le daría—. Si quieres volver a ser esclava, te buscaré un buen amo en cuanto acabe la guerra, y te venderé por una buena cantidad de oro, suficiente para volver a casa —le prometió—. Seguro que algún yunkio amable te regala otra argolla dorada con campanitas que suenen a cada paso. Pero antes tendrás que sobrevivir a lo que se avecina. Nadie compra cómicas muertas.
—Ni enanos muertos —intervino Jorah Mormont—. Lo más probable es que, de aquí a que termine esto, todos seamos pasto de los gusanos. Los yunkios ya han perdido esta guerra, aunque puede que tarden cierto tiempo en enterarse. Meereen tiene un ejército de inmaculados, la mejor infantería del mundo. Y Meereen tiene dragones, tres, o los tendrá en cuanto vuelva la reina. Y volverá, tiene que volver. En nuestro bando hay tres docenas de señores menores yunkios, cada uno con su propio ejército de hombres mono mal entrenados: esclavos con zancos, esclavos encadenados… Puede que también tengan legiones de ciegos o de niños paralíticos, no lo descarto.
—Ya lo sé. Ya lo sé —replicó Tyrion—. Los Segundos Hijos están en el bando perdedor. Tienen que volver a cambiar de capa, y de inmediato. —Sonrió—. Yo me encargo de eso.
Los conspiradores, una figura pálida y otra oscura, se reunieron en el silencio de la armería del segundo nivel de la Gran Pirámide, entre hileras de lanzas, haces de flechas y paredes llenas de trofeos de batallas olvidadas.
—Esta noche —informo Skahaz mo Kandaq. Bajo la capucha de su capa de retales asomaba un rostro broncíneo de murciélago chupasangres—. Mis hombres estarán en sus puestos. La contraseña es
Groleo.
«Sí, es lo apropiado.»
—Groleo. Sí, lo que le hicieron… ¿Estabais presente en la audiencia?
—Un guardia más entre cuarenta; todos deseando que aquel tabardo vacío sentado en el trono diese la orden, para poder despedazar a Barbasangre y a los demás. ¿Os parece que los yunkios habrían osado entregarle a Daenerys la cabeza de un rehén?
«No», pensó Selmy.
—Hizdahr parecía consternado.
—Pura comedia. Le devolvieron ilesos a sus parientes de Loraq, ya lo visteis. Los yunkios representaron una farsa, y el noble Hizdahr era el titiritero mayor. Yurkhaz zo Yunkaz no fue nunca el problema; los demás esclavistas también habrían pisoteado con gusto al viejo idiota. Solo se trataba de darle un pretexto a Hizdahr para que matara a los dragones.
—¿Se atrevería?
—Se atrevió a matar a su reina. ¿Por qué no a sus animales de compañía? Si no intervenimos, Hizdahr fingirá dudar durante un tiempo para demostrar su renuencia y dar a los sabios amos la oportunidad de librarlo del cuervo de tormenta y el jinete de sangre; entonces actuará. Antes de que llegue la flota de Volantis, los dragones tienen que estar muertos.
«No es de extrañar.» Todo encajaba, pero a Barristan Selmy seguía sin gustarle aquello.
—No lo conseguirán. —Su reina era la Madre de Dragones; no permitiría que sus hijos sufriesen ningún daño—. A la hora del lobo. En lo más oscuro de la noche, cuando todo el mundo duerme. —Había oído por primera vez aquellas palabras a Tywin Lannister, ante la muralla del Valle Oscuro.
«Me dio un día para ir a buscar a Aerys. Me dijo que, si al alba del día siguiente no había regresado con el rey, tomaría la ciudad a fuego y acero. Era la hora del lobo cuando entré, y la hora del lobo cuando salimos.»
—Gusano Gris y los Inmaculados cerrarán y atrancarán las puertas cuando despunte el día.
—Lo mejor sería atacar con la primera luz —señaló Skahaz—. Salir en estampida, atravesar las líneas de asedio y aplastar a los yunkios cuando aún intenten despertarse.
—No. —Ya lo habían discutido—. Existe un armisticio, firmado y sellado por su alteza la reina. No seremos nosotros quienes lo rompamos. Cuando tengamos a Hizdahr, formaremos un consejo que gobierne en su lugar y exigiremos que los yunkios devuelvan a los rehenes y retiren los ejércitos. Si se niegan, y solo si se niegan, los informaremos de que se ha roto el tratado y les presentaremos batalla. Vuestro plan es deshonroso.
—Y el vuestro es estúpido —replicó el Cabeza Afeitada—. El momento es propicio; nuestros libertos están listos y hambrientos.
Era cierto, y Selmy lo sabía. Tanto Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres, como Mollono Yos Dob, de los Escudos Fornidos, estaban deseando entrar en combate, resueltos a demostrar su valía y lavar con una marea de sangre yunkia todas las afrentas que habían sufrido. Solo Marselen, de los Hombres de la Madre, compartía las dudas de ser Barristan.
—Ya lo hemos hablado, y accedisteis a hacerlo a mi manera.
—Eso fue antes de que trajesen la cabeza de Groleo —refunfuñó Skahaz—. Los esclavistas carecen de honor.
—Nosotros no —contestó ser Barristan.
—Como queráis —accedió el Cabeza Afeitada después de murmurar algo en ghiscario—. Pero me parece a mí que nos arrepentiremos de vuestro honor trasnochado antes de que acabe la partida. ¿Qué pasa con los guardias de Hizdahr?
—Su alteza aposta a dos hombres para que velen su sueño; uno en la puerta de su dormitorio y el otro dentro, en una alcoba contigua. Esta noche les toca a Khrazz y Piel de Acero.
—Khrazz —rezongó el Cabeza Afeitada—. Eso no me gusta.
—No es necesario derramar sangre —aseguró ser Barristan—. Mi intención es hablar con Hizdahr; si comprende que no deseamos matarlo, tal vez ordene a sus guardias que se rindan.