Dame la mano (21 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Dame la mano
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—Acabo de salir del quirófano. Si no, te habría llamado antes. ¿Ocurre algo?

—Fiona ha muerto.

—¿Qué?

—La asesinaron. El sábado por la noche.

—No puede ser —exclamó Stephen, horrorizado.

—La encontraron ayer. Es tan… tan increíble, Stephen.

—¿Y se sabe quién lo hizo?

—No. Por lo que parece, no tienen ni idea.

—¿Fue un robo?

—Su bolso estaba allí. Y la cartera también. No, no fue una cuestión de… de dinero —la voz de Leslie sonaba monótona.

Stephen necesitó un par de segundos para asimilarlo y ordenar su mente.

—Ten cuidado —le dijo entonces—. Voy a ver si consigo que me sustituyan e iré tan pronto como pueda a Scarborough. A verte.

Leslie negó de inmediato con la cabeza, a pesar de que Stephen no podía verla.

—No. No te he llamado para eso. Solo quería… —Se detuvo para tomar aire. De hecho, ¿por qué lo había llamado?

—Pensaba que tal vez necesitarías que alguien te abrazara —dijo Stephen.

Sonó tierno. Compasivo. Comprensivo. Cálido. Básicamente era justo lo que Leslie deseaba en aquel momento. Alguien que la abrazara. Un hombro en el que apoyar la cabeza. Alguien sensible al dolor que estaba sufriendo, con quien pudiera hablar del sentimiento de culpa que la atenazaba.

Alguien firme como una roca. Eso es lo que Stephen había sido en otro tiempo para Leslie. Y ella había creído que así sería para siempre. Hasta el fin de los tiempos.

A pesar de sus preocupaciones y de su impotencia, la rabia por el hecho de que la hubiera traicionado volvió a surgir en su interior. Recordó de nuevo la conmoción, el dolor que había sentido en aquellos momentos. ¿Él quería abrazarla? Leslie se negaba a aceptar ese gesto precisamente viniendo de él.

—Guárdate esos abrazos para tu amiguita del bar —se limitó a espetarle antes de colgar el teléfono y dar con ello por terminada la conversación.

Tal vez no había sido justa con Stephen. Al fin y al cabo había sido ella quien le había pedido que la llamara, la conversación no había sido idea de él.

Pero eso era lo que Leslie sentía.

4

—¿Llamadas anónimas? —lo interrumpió de golpe Valerie Almond—. ¿De qué tipo?

Chad Beckett pensó unos instantes.

—Eso es todo lo que me dijo. Que sonaba el teléfono, oía a alguien respirar pero nadie respondía a sus preguntas, hasta que al final terminaban colgando.

—¿Y desde cuándo recibía esas llamadas?

—No me contó desde cuándo con exactitud. Últimamente, eso es lo único que me dijo, creo.

—¿Fiona Barnes se lo contó el mismo sábado por la noche?

—Sí. Después de que Dave Tanner se marchara y mi hija se hubiera encerrado a llorar en su habitación. Me dijo que quería hablar conmigo y luego me contó lo de las llamadas.

—Supongo que eso la atormentaba.

—La inquietaba un poco, sí.

—¿Y tenía Fiona alguna idea de quién podía ser el autor de esas llamadas?

Chad se encogió de hombros de nuevo.

—No.

—¿Ni la más mínima idea? ¿Nadie que la aborreciera? ¿No hay alguien con quien hubiera tenido alguna vez una disputa seria de verdad? Una desavenencia, ¡qué sé yo! A todo el mundo le pasas cosas como esa en la vida.

—Pero raramente acaban haciendo llamadas anónimas. En cualquier caso, Fiona no tenía a nadie en mente.

—¿Y usted? —Valerie observaba al anciano con atención—. ¿Se le ocurre quién podría ser el autor de las llamadas?

—No. Ya le dije a Fiona lo que pensaba acerca del tema. Que sería algún perturbado, alguien que debía de elegir arbitrariamente a sus víctimas en la guía telefónica. Un chiflado sin importancia que disfrutaría con esa dudosa forma de poder. Detrás de ese tipo de llamadas suele haber gente así.

—Seguro. Pero las personas que eligen como objetivo no suelen aparecer asesinadas poco después en el fondo de un barranco. Tenemos que tomarnos muy seriamente esa pista, señor Beckett. Si se le ocurre algo relacionado con el posible autor de las llamadas, debería decírmelo.

—Por supuesto —dijo Beckett.

El rostro del anciano tenía un aspecto lúgubre, como apagado. Parecía como si tuviera problemas de circulación. Durante la conversación, Valerie se había enterado del tiempo que hacía que conocía a Fiona Barnes: desde que él tenía quince años. Ella había llegado a la granja de los Beckett en uno de los trenes que evacuaban a los niños durante la guerra, y entre los dos se empezó a forjar una amistad que duraría toda la vida. La manera como había muerto su vieja amiga tenía que ser para Beckett una verdadera pesadilla, pero era ese tipo de personas a las que no les gusta desperdiciar las palabras hablando de esas cosas. Digeriría esa historia sin la ayuda de nadie y, tanto si las imágenes horribles le impedían dormir por la noche como si lo acechaban durante el día, no abriría su corazón ante nadie.

Valerie se despidió y salió del despacho de la granja. En la entrada se encontró con Leslie y con Jennifer, que mantenían una conversación en voz baja. Valerie decidió abordar el tema de las llamadas enseguida.

—Doctora Cramer, me alegro de volver a verla. ¿Su abuela le mencionó algo acerca de unas llamadas anónimas que había estado recibiendo últimamente?

—No —dijo Leslie—, no me había dicho nada. Pero… —De repente le vino algo a la memoria—. Esta misma mañana he recibido una llamada extraña. He oído que alguien respiraba ante el auricular y luego ha colgado. Sin embargo, no le he dado más importancia.

—Eso coincide en buena medida con las llamadas que Fiona Barnes describió al señor Beckett en la noche de su muerte —dijo Valerie—. Ni una palabra, solo alguien respirando. ¿Recibió la llamada en casa de su abuela?

—Sí —dijo Leslie.

Valerie reflexionó unos momentos. Había reunido a todos los habitantes de la granja en el salón, había hablado con ellos acerca de la fatal noche del sábado y luego los había interrogado individualmente. Les había preguntado por los posibles enemigos de Fiona Barnes. Nadie supo mencionarle ni siquiera uno. De hecho, parecía como si el único aspirante a ese título fuera Dave Tanner. A juzgar por las declaraciones de los testigos, Fiona lo había tratado de forma despiadada. Y sin embargo, todos coincidieron en que no imaginaban que hubiera sido él quien la hubiera asesinado.

—Simplemente no es ese tipo de personas —le había dicho Jennifer Brankley, y Valerie había decidido omitir que a los criminales rara vez se les nota que lo son. Había conocido a asesinos brutales que se habían servido de su apariencia y de su atractivo para ganarse la confianza ciega de la gente.

—Si el sospechoso autor de las llamadas que recibía Fiona fuera también su asesino, no habría llamado esta mañana temprano a su casa —dijo Jennifer—, puesto que sabría perfectamente que ya está muerta.

Valerie la escuchó con aire distraído. El problema era que en ese momento no podía permitirse el lujo de descartar ninguna posibilidad y, al mismo tiempo, no tenía nada de nada que le pareciera realmente plausible. ¿Alguien que realizaba llamadas anónimas y que tenía fijación por Fiona? ¿Cómo podría haberse enterado de que se disponía a volver hasta su casa desde la granja de los Beckett por un sendero solitario a altas horas de la noche del sábado? Esa era una circunstancia que nadie habría podido prever. Tan solo las personas que estuvieron presentes durante aquella desdichada velada lo sabían. Pero ¿quien de ellos tendría algún motivo para seguir a la anciana hasta allí y asesinarla de forma tan cruel?

Se despidió de Jennifer y de Leslie y salió de la granja, que a pesar de su estado decrépito tenía una apariencia casi idílica bajo aquella espléndida luz. El viento que llegaba desde el mar traía consigo el aroma de las algas y el sabor de la sal.

Valerie reflexionó.

La nieta, Leslie Cramer, había reconocido durante la declaración que había salido de la granja mucho antes que su abuela y que había estado en un pub, el Jolly Sailors de Burniston, para consolarse con unos cuantos whiskys. No resultaría muy complicado verificarlo. Valerie sabía que, en esa región, el hecho de que una mujer entrara sola en un bar para empinar el codo llamaba la atención, que aquello era más raro que un perro verde.

Chad Beckett había estado hablando con Fiona en el despacho de la granja. Durante esa conversación le había contado lo de las llamadas anónimas, puesto que al parecer la inquietaban. Chad la había tranquilizado. Luego habían hablado de otros temas y finalmente ella había querido marcharse a casa para irse a dormir. Por descontado, cabía la posibilidad de que él la hubiera seguido, aunque Valerie lo ponía en duda. Por un lado, no parecía que hubiera motivo alguno para ello. Por el otro, la inspectora se había dado cuenta de lo mucho que le costaba moverse al anciano. Ese paseo le habría supuesto un sufrimiento considerable, era un hombre ya mayor que cada vez se sentía peor dentro de su cuerpo. A Fiona Barnes, en cambio, se la habían descrito como una persona ágil, que gozaba de una forma física extraordinariamente buena para su edad. Era difícil imaginar que ese hombre hubiera podido llegar hasta el barranco, y menos aún golpear a una mujer que habría podido escapar de él sin problema.

Colin Brankley. El huésped que estaba de vacaciones, que había llamado para pedir un taxi para Fiona. Se había despedido de ella y se había metido en la cama. La esposa de Colin no había podido atestiguarlo, porque había salido con los perros y aún no había vuelto. Valerie puso mentalmente un signo de interrogación tras el nombre de Colin. Un intelectual, una rata de biblioteca que desde hacía años pasaba las vacaciones en aquella triste granja.

—Mi esposa está muy apegada a los perros —le había explicado—, por lo que tampoco tenemos la oportunidad de elegir entre muchos lugares para ir de vacaciones. Además, Jennifer y Gwen se han hecho amigas.

De acuerdo. No suena descabellado. Sin embargo, había dos hechos a tener en cuenta: Colin rondaba los cuarenta y cinco años, era fuerte y ágil. En lo que a forma física se refería, no habría tenido problemas para asesinar a una anciana. Y carecía de coartada. Valerie decidió verificar lo que había estado haciendo y dónde había estado durante el asesinato de Amy Mills, a pesar de que ya sospechaba que eso no resultaría muy fructífero. El señor Brankley diría que estuvo en casa, en la cama, durmiendo, y su esposa lo corroboraría.

Su esposa. Jennifer. Valerie no habría sabido decir el motivo, pero tenía la sensación de que era impenetrable. Tenía una mirada errante, parecía como una caldera de vapor, sometida a una gran presión que solo conseguía mantener bajo control con grandes esfuerzos. Había algo que no encajaba en ella. Además, a Valerie le sonaba su nombre: Jennifer Brankley. Ya lo había oído antes en alguna otra parte, pero por más que se esforzaba no conseguía recordar dónde.

Ya lo descubriría.

Jennifer Brankley había pasado la primera hora y media después del abrupto final de la cena en la habitación de Gwen, para consolar a aquella joven confusa.

A continuación la había convencido para salir a dar un paseo con ella y los perros. Estuvieron fuera más de una hora y media, según Jennifer.

Desgraciadamente, habían ido a pasear en la dirección opuesta, primero habían subido a la colina por la carretera, luego habían pasado por un barranco para, al cabo, llegar al mar.

—¿No estaba demasiado oscuro? —le había preguntado Valerie con las cejas arqueadas.

—La luna brillaba bastante —había replicado Jennifer—; conozco bien el camino y los perros también. Durante nuestras estancias aquí, recorremos ese camino dos o tres veces al día. Y por si acaso me llevé una linterna.

Gwen Beckett había confirmado su declaración. Al principio no había querido acompañarla, pero Jennifer la había convencido de que un poco de movimiento le vendría bien. De todos modos no había sabido concretar cuánto tiempo habían pasado fuera.

—Yo estaba… como aturdida —había dicho Gwen en voz baja—. Esperaba que la velada fuera muy bien y en cambio acabó siendo un fracaso total. Estaba confundida. Pensé que había terminado todo.

Valerie paseó un poco por el patio, se sentó sobre un montón de leña y se quedó con la mirada prendida en el horizonte que se extendía hacia el este. La granja estaba a los pies de una suave colina recorrida por una vieja muralla de piedra. Había algún que otro árbol cuyo follaje adoptaba coloraciones rojizas y amarillentas bajo la luz del sol. Según Jennifer, una parte de la colina podía recorrerse por un camino, o más bien por un sendero trillado, que transcurría en línea recta hacia el sur y terminaba en un barranco que podía cruzarse por un puente colgante de madera. Más allá del puente había unos escalones que permitían bajar al barranco siguiendo un trayecto serpenteante. Abajo del todo había un sendero, aunque estaba bastante poblado de vegetación. Finalmente el barranco se abría a la playa y desembocaba en la pequeña cala que estaba dentro de la propiedad de los Beckett.

—¿Es posible bañarse allí? —había preguntado Valerie.

Gwen había respondido afirmativamente.

—Sin embargo, es una cala muy rocosa. Hace muchos años, mi padre quería traer un cargamento de arena para que los huéspedes pudieran disponer de una pequeña playa más apta para el baño, pero nunca llegó a hacerlo.

La granja sería una joya si alguien supiera aprovechar las posibilidades que ofrece, pensó Valerie sin sospechar que aquella reflexión coincidía exactamente con la de Fiona. Tanner sin duda había pensado lo mismo cuando había empezado a salir con Gwen Beckett. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar para que los ataques de una anciana no lo apartaran de su prometida y del patrimonio que a esta le correspondía?

Y Gwen también se había sentido amenazada. Una mujer anodina, que había dejado atrás la juventud, en cuya vida aparece de repente un hombre interesante con el que desea casarse. Valerie había notado enseguida que Gwen veía en Dave su única oportunidad, y era posible que tuviera razón al pensar de ese modo. Fiona representaba, pues, un peligro para ella. ¿La anciana habría continuado aprovechando cualquier oportunidad de difamar contra el inminente enlace hasta que Tanner se hubiera hartado y decidiera arrojar la toalla? Pero ¿realmente habría sido capaz Gwen Beckett de matar a golpes por ello a una mujer a la que conocía de toda la vida, a la que quería y de la que tanto dependía? Gwen parecía conmocionada y apesadumbrada. A no ser que fuera una excelente actriz, la noticia de la muerte de Fiona la había dejado sorprendida y desarmada por completo.

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