Los lacayos graciosos de las antiguas comedias españolas, y, especialmente los de Calderón y de Tirso, refieren a menudo cuentos y chascarrillos, como, por ejemplo, el tan celebrado y sabido de memoria por todo el mundo, del vidriero que recibió de Tetuán centenares de monas.
No tienen, por lo general, estos cuentos más propósito que el de mover a risa; pero ocurren a veces casos a los que dichos chascarrillos vienen a aplicarse, resultando o del mismo chascarrillo o de su aplicación una terrible moraleja. Valga para muestra el chascarrillo que refiere, si no lo recordamos mal, un gracioso de Tirso, acerca del hombre que tenía un tumor, y que se gastaba su dinero en médicos y en cirujanos, los cuales no acertaban a curarle. Cada día iba él empeorándose e iba el tumor creciendo, hasta que un día el enfermo acertó a estar cerca de la mula del Doctor que le asistía. La mula era muy maliciosa y sacudió con tanto tino una coz al enfermo que le reventó el tumor y al fin lo dejó sano. Ahora aplican por ahí este cuento a los asuntos de Cuba: los médicos que no aciertan con la curación son nuestros adalides y nuestros políticos y se supone que la mula maliciosa será a la postre la Gran República de los Estados Unidos, si bien contradice la exactitud de la aplicación, entre otras cosas, que en la aplicación la mula no sólo acaba por reventar el tumor de una coz, sino que a fuerza de darnos coces, le produce antes, y luego le fomenta y casi le gangrena, pudriéndonos la sangre.
Como quiera que ello sea, el estro vulgar, que ha dado origen a muchos chascarrillos, ha sido siempre estimado y aprovechado por nuestros más gloriosos ingenios. Sólo de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra se podrían entresacar no pocos de los mencionados chascarrillos, que él oyó contar y a los que dio forma imperecedera. Así, pongamos por caso, la historia del deudor que escondió en un bastón hueco la cantidad que debía, a fin de burlar al acreedor; lance que da ocasión a una discreta sentencia de Sancho Panza; que ya estaba escrito en tiempo del Emperador Augusto, por el sofista griego Conon, y que fue reproducido más tarde, en la Edad Media, como milagro de San Nicolás, en versos latinos. Y así también el chascarrillo, que el mismo D. Quijote refiere, de la dama que, teniendo como pretendientes a sabios teólogos y jurisconsultos, eligió y concedió sus favores a un lego motilón, diciendo a quien por esto la motejaba que para lo que ella le quería sabía él más filosofía que Aristóteles.
Sirva todo lo dicho como prueba del valer poético que tienen los chascarrillos y del aprecio con que han sido mirados por nuestros clásicos, a pesar de la rudeza y de la grosería licenciosa que en dichos chascarrillos suele haber con frecuencia.
Y si Tirso, Calderón y Cervantes, gustaron de los chascarrillos y se complacieron en darles forma literaria sin que nadie por ello los condene, bien se nos debe tolerar a nosotros, sin incurrir en censura, ya que no merezcamos aplauso, que imitemos, aunque desmañadamente, sin la menor intención de ofender a Dios ni al prójimo, a los autores ya nombrados, flor y nata de los ingenios españoles.
Antes de concluir no nos parece inútil prevenirnos contra dos acusaciones que se nos pueden dirigir.
Es una de ellas la de que tal vez haya en nuestra colección cuentos escritos ya y coleccionados por otros autores. Contra esto decimos y afirmamos que nosotros los hemos tomado de boca del vulgo y que no hemos querido cansarnos en buscar si alguien antes de nosotros ha escrito los mismos cuentos. De esperar es que los escritos por nosotros tengan siempre alguna novedad en la escritura.
La otra acusación que presentimos y de la que queremos defendernos, es de la abundancia de historias y lances que hay en nuestro libro, cuyo fundamento es cierto vaporoso producto del ser humano. A fin de hacer sobre este punto nuestra apología, diremos que desde las edades más remotas dicho producto ha sido mirado o más bien oído como fuente de chistes y de gracias, concediéndosele a veces hasta cierta virtud adivinatoria y agorera, así como al estornudo.
El mismo venerable poeta Homero no cree rebajarse escribiendo sobre el caso y contándonos que el hijo de Júpiter y de Maya, dios de la elocuencia e inventor de la lira, no se limitó a estornudar, sino que lanzó otro agüero para escapar de entre las manos de Apolo, que, por ladrón de sus bueyes, le retenía cautivo.
Lo diremos en griego para mayor claridad, y como documento fehaciente de que el numen de comerciantes y banqueros se valía de tretas y hacía emisiones algo sucias:
[oinòn proéeken …
tlémona gastrós érithon atásthalon angelióten]
Y dicho ya cuanto teníamos que decir para que se comprenda el objeto de este libro y para que no se nos culpe sin fundamento de pecaminosas desenvolturas, ponemos punto a la Introducción y rogamos al público que reciba con indulgencia y lea estos cuentos y chascarrillos, donde en nosotros sólo tendrá que aplaudir o que reprobar la forma, pues el fondo es suyo.
Madrid, 1896.
Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
—Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta:
—Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
—Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
—No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
—¿Pero usted sabe leer?
—Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?
El obispo de Málaga más de cien años ha era un varón lleno de saber y virtudes y predicador elocuentísimo. Tenía además tan alegre y suave condición y tanta afabilidad y llaneza en su trato que, lejos de enojarse, gustaba de que sus familiares discutiesen con él y hasta le embromasen.
Era el obispo vizcaíno, y sus familiares, al poner por las nubes su elocuencia, la calificaban de extraña y única entre los hijos de las Provincias Vascongadas, donde, según ellos, no hubo jamás hombre que no fuese premioso de palabra ni clérigo que no pasase por un porro y que en el púlpito no se hiciese un lío.
Movido el bondadoso prelado de su cristiana modestia y de su ferviente patriotismo, sostenía lo contrario, y llegaba a asegurar que lo menos había entre los presbíteros vizcaínos, sus contemporáneos, tres docenas que valían más que él por la ciencia, el arte y la inspiración con que enjaretaban sermones.
Como pasaba el tiempo y no parecía por aquella diócesis ningún clérigo vizcaíno, la disputa se hacía interminable. El obispo no probaba su afirmación de un modo experimental y práctico, y los familiares seguían erre que erre, negando a todos los vizcaínos, menos a Su Señoría Ilustrísima, la capacidad para la oratoria sagrada.
Acertó al cabo a venir a Málaga en busca de amparo y protección un clérigo guipuzcoano que había estudiado con el obispo en el mismo Seminario y había sido allí grande amigo suyo. El obispo le recibió muy bien y le hospedó en su palacio. No tardó, cuando estuvo a solas con él, en hablarle de las discusiones sin término que con sus familiares tenía, y luego le dijo:
—Muy a propósito has venido por aquí para que, valiéndome de ti, demuestre yo la verdad de mi tesis. De hoy en ocho días habrá una gran función en la catedral, y es menester que tú prediques y que el sermón sea tan hermoso y edificante que eclipse, obscurezca y deje tamañitos cuantos yo he compuesto hasta ahora.
—¿Pero cómo ha de ser eso —interrumpió el clérigo muy azarado—, cuando yo, bien lo sabes, sé tan poco de todo, y tengo tan corta habilidad que no me he atrevido jamás a subir al púlpito?
—Dios es Todopoderoso y bueno —contestó el obispo—. Pon en Dios tu esperanza, y no dudes de que por ti y por mí hará en esta ocasión un gran milagro.
Confiando en la bondad divina y más inspirado que nunca el obispo, recatándose de todos y muy sigilosamente, escribió aquella misma noche una verdadera obra maestra, un dechado de perfección; lo mejor acaso que había escrito en su vida.
A la mañana siguiente entregó el sermón al clérigo su amigo, y le excitó para que se le aprendiese muy bien de memoria.
Con extraordinaria repugnancia y miedo, por recelar que no podría aprender el sermón o que le olvidaría después de aprendido, nuestro clérigo (¡tal era el afán con que aspiraba a complacer a su protector!) tomó en la memoria en dos días el sermón entero y sin titubear ni pararse, le recitó como un papagayo delante del obispo. Empleó éste otros dos días en enseñar al flamante predicador la entonación, el gesto y el manoteo correspondientes a cuanto tenía que decir.
El obispo quedó complacidísimo; calificó de admirable aquella oración pronunciada por su amigo, y se prometió y le prometió un triunfo estrepitoso.
Enseguida anunció que el predicador iba a ser su paisano, y lleno de orgullo patriótico dijo a sus familiares:
—Ya verán ustedes lo que es bueno. Ya tendrán ustedes que confesar que este humilde sacerdote de mi tierra y de mi gente predica mejor que yo; es un nuevo Juan Crisóstomo, un raudal de elocuencia y un pozo de sabiduría. En adelante no me embromarán ustedes afirmando que, exceptuándome a mí, no hay vizcaíno que predique.
Llenos de impaciencia estaban todos, ansiando oír predicar al vizcaíno.
Llegaron por fin el día y la hora de la función. La catedral estaba de bote en bote. El obispo y los canónigos asistían en el coro con todo el aparato y la pompa que requerían las circunstancias. En el centro del templo y a no muy larga distancia de la cátedra del Espíritu Santo, se parecían las damas más devotas y elegantes de la ciudad, lindísimas muchas de ellas, todas con basquilla y mantillas de blondas y con rosas, claveles y otras flores en la cabeza. Hombres y mujeres del pueblo llenaban las naves. Era extraordinaria y muy general la curiosidad de oír al nuevo predicador, cuya buena reputación anticipada había cundido por todas partes.
Por fin, apareció en el púlpito nuestro vizcaíno y empezó su sermón con tal habilidad y gracia que la admiración, el asombro y el santo deleite henchían los corazones y los espíritus de todo el auditorio.
Pero ¡oh, terrible desgracia! cuando el sermón iba ya mediado, quiso la suerte, o mejor dicho, quiso la divina providencia que al vizcaíno, que se le sabía tan bien de carretilla, se le fuese el santo al cielo. Trasudaba, se retorcía, se angustiaba y se desesperaba, y todo en balde, porque no podía volver a coger el hilo. Sin duda, iba a tener que bajar del púlpito con el sermón a medio acabar. El descrédito y la caída iban a ser espantosos. Y era lo peor que el sermón quedaba interrumpido en el momento de mayor interés y más lastimoso: cuando el predicador acababa de ponderar los infortunios que Dios había enviado sobre nuestra nación, o para probarla o para castigar sus muchos pecados, por medio de sequías, epidemias, guerras y malos gobiernos.
El vizcaíno, viéndose en tamaño apuro, perdió por completo la cabeza, y dirigiéndose al obispo, que estaba en la silla episcopal, y hablándole con desenfado, con furia y con la intimidad archifamiliar del antiguo condiscípulo, aunque por fortuna en idioma vascuence, allí completamente ignorado, lanzó votos y reniegos, le denostó y le echó en cara que por culpa suya estaba pasando las penas derramadas, puesto en berlina y amenazado de tener que apelar a una retirada vergonzosa.
¿Quién sabe si fue milagro del Altísimo? Lo cierto es que de repente, cuando descargaba en su lengua nativa aquel diluvio de vituperios sobre el obispo, el vizcaíno, con iluminación súbita y dichosa, volvió a recordar todo lo que del sermón le quedaba por decir. Inspirado además no menos dichosamente, exclamó:
—Hasta aquí Jeremías, en sus Trenos o Lamentaciones.
Y luego prosiguió recitando con fogosa vehemencia y con primor y acierto el resto del sermón hasta llegar a lo último.
Cuantos le oyeron quedaron edificados y maravillados. El obispo demostró que había vizcaínos que predicaban por lo menos tan bien como él. Y no hubo nadie que no calificase al clérigo de excelente predicador y además de tan erudito y versado en las Sagradas Escrituras que se las sabía de coro y las citaba en el texto original hebreo.
En una de las mejores poblaciones de la Mancha vivía, no hace mucho tiempo, un rico labrador, muy chapado a la antigua, cristiano viejo, honrado y querido de todo el mundo. Su mujer, rolliza y saludable, fresca y lozana todavía, a pesar de sus cuarenta y pico de años, le había dado un hijo único, que era muy lindo muchacho, avispado y travieso.
Como este muchacho estaba mimadísimo por su padre y por su madre, era harto difícil hacer carrera con él. A pesar de su mucha inteligencia, a la edad de diez años, leía con dificultad y al escribir hacía unos garrapatos ininteligibles. Lo único que el chico sabía bien era la doctrina cristiana y querer y respetar al autor de sus días y a su señora mamá. El niño era tan gracioso y ocurrente, que tenía embobado a todo el vecindario. Cuantos le conocían le reían los chistes y ponían su ingenio por las nubes, con lo cual al rico labrador se le caía la baba de gusto.