Cuentos malévolos (2 page)

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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

BOOK: Cuentos malévolos
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Noviembre 19

No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere. Apenas tienen fuerzas sus grandes ojos azules para mirarme y absorber la matadora influencia de mi amor. Luty, con mis caricias apasionadas, con mis frases de amor tóxico, se estremece y cada emoción de Luty es un salto que da la muerte hacia ella. Bien claro lo dijo el médico: «Evitadla emociones fuertes, que le son mortales…»

Noviembre 21

Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde hace tiempo, ha sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, ir matándola moralmente con nociones ideales mortíferas. La convencí de que la muerte es una dulce ventura, un premio inefable de los amores profundos y castos, el nudo infinito del amor. Todas mis palabras y mis caricias llevaban escritas con caracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: «Muere, Luty mía, muere». Y yo sentía que desde el fondo de su ser había algo que me respondía: «Se te obedece como siempre». La idea de la muerte era el sedimento impalpable que quedaba en el alma de Luty después de todas nuestras conversaciones, aun de las más apasionadas.

¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve hasta muy tarde conversando con Luty en la terraza y haciendo observaciones con el telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos dimos con la imaginación por los mundos astrales! ¡Todo ello sentaba la premisa de la muerte de ambos! Nuestras almas con formas imponderables, unidas en abrazo estrechísimo, cruzaban los espacios planetarios, como visiones del Paraíso de Alighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojo como un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada; arrancaba perlas a la Vía Láctea y formaba collares para la garganta de Luty. Luego seguíamos en maravillosos ziszás recorriendo eternamente mundos encantados en donde los seres tenían sentidos nuevos, en donde la corporeidad desaparecía y las formas se esfumaban entre gasas sutiles y tules luminosos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas eran como catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios humanos, de formas vaporosas, repartidos en enamoradas parejas, que se entregaban a deliquios sublimes, aspirando deliciosas fragancias. Luego seguíamos subiendo; siempre teníamos delante mundos nuevos, y a cada instante encontrábamos en nuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la misma peregrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación infinita. Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendoroso: ya era un cometa que surcaba el abismo, ya la explosión de una estrella. Vimos llegar a Venus trayendo sus idilios de amor: pequeñita, lejana primero, creció luego, creció hasta que percibimos sus enormes bosques perfumados, poblados por hermosas jóvenes, bellos mancebos y niños alados que atravesaban las praderas bailando bulliciosas farándulas y luego se perdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus ante nuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto se confundieron los suspiros, los besos y los cantares de ese mundo feliz, con el estallido de un bólido chispeante o con el zumbido de algún cometa que pasaba agitando su deslumbradora cauda…

Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antes de que la vida nos encenagara y obturase nuestra facultad de apreciar las bellezas del ideal; cortar a tiempo la cuerda que sujetaba el globo cautivo de nuestra alma a las miserias de la tierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba conmigo por las profundidades insondables del Cosmos. Temblorosa, cogida a mi cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahído de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración estaba embozado, como un bandido hidalgo, mi deseo de verla muerta, de verla libre de esa tiranía infernal a que la tenía sujeta.

Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamiento mío, y entonces continué con más bríos mi obra matadora. La anemia, esa enfermedad romántica, acudió en auxilio de mis deseos y de mi trabajo sordo. Luty se muere; sus nervios, enfermos y espoleados por mí, contribuyen eficazmente a estrangular, en una red de emociones vivísimas y de extravagancias increíbles, esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty está agonizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral de persona; resucita…

Noviembre 21
[3 de la madrugada]

Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuemente, como yo deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospechando acaso en la lucidez de los postreros instantes, mis escrúpulos por su esclavitud y mi alegría profunda y noble por su muerte. Creo que me agradece mi conducta. Guardo en mis labios, como un tesoro, su último beso: el de la cita para la eternidad venturosa.

¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertado y, además, la satisfacción de haber creado su alma y haberla extinguido. ¿Contribuye esto a hacer impura mi alegría? No sé; pero pienso que quizá la felicidad es, más que el poder de crear, el placer de destruir.

Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y cooperar en la muerte de una novia joven, bella, inocente, amada y amante, no es en ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni mucho menos una crueldad espantosa, sino un acto de amor, de nobleza y de honradez.

El último fauno

A José S. Chocano

Todo lo había invadido la religión cristiana desde hacía mucho tiempo. Los dioses del Olimpo habían renunciado honrosamente a la inmortalidad en la Tierra. El orgulloso Júpiter ¿para qué había de vivir si no había de reinar? Y lo mismo Venus, Saturno, Diana y Marte. Toda la excelsa raza abandonó la Tierra; unos dioses se embarcaron en el navío de Argos y fueron a cruzar los negros mares del abismo; otros fueron a llorar su destierro, sentados en el carro de la Osa, recorriendo el amplio camino de la Vía Láctea; y no pocos ocuparon un sitio en la barca de Carón, el viejo bogador de la Estigia.

Los sátiros, envejecidos y degenerados, en vano trataron de sostenerse en las umbrías de los bosques; la nueva mitología triunfaba en todo el orbe; los pobrecillos eran arrojados hacia el Bóreas por la invasión. Algunos, en un arranque de altivez, se ahorcaron en las encinas de un monasterio. Otros quisieron capitular, y se pusieron al habla con San Antonio; le enviaron un mensajero que dijo al santo: «Yo soy un mortal como tú y uno de los habitadores de los bosques que los paganos adoran bajo el nombre de faunos, sátiros e íncubos. Vengo en este momento a ti, enviado por mis semejantes, para suplicarte que intercedas por nosotros al Dios común
[1]
.» Nada. Fue en vano este intento de conciliación, que enterneció a San Antonio «hasta hacerle derramar lágrimas». En la nueva religión eran detestados, y las cándidas vírgenes del cristianismo los rechazaron. ¿Cómo admitir a esos lúbricos profanadores de la virginidad, a esos verdugos de la castidad, a esos silvestres y brutales apologistas de las glorias rojas del Falo? Los pobres faunos, empujados por la repugnancia del nuevo espiritualismo, fueron subiendo hasta el polo y allí murieron ahogados entre los témpanos, devorados por los osos blancos, y no pocos asesinados por los runoyas, que no podían ver, dada su sangre fría de anfibios, las pícaras costumbres y desenfrenos de esos hijos del Sur.

Las ninfas de Diana encontraron refugio en las poéticas selvas de la Germania y cambiaron de nombre. ¿No conocéis a Loreley, no conocéis a las hadas? Pues son ellas…

Las ondinas, sirenas y nereidas se ocultaron en sus palacios de nácar y perlas. De vez en cuando, alguna ondina se asoma a una ventana y mira hacia arriba, creyendo ver a través de las aguas glaucas la quilla del barco de Ulises… Y cómo se trueca en iracunda la curiosa mirada al ver la hélice rugiente de un
steamer,
y, asomando por las bordas, la cara placentera de una lady o la faz rojiza de un contramaestre fumando en pipa…

De esa gran catástrofe, que convirtió el Olimpo en una montaña solitaria, quedó un faunillo que contaba dieciséis años, quien, por razones que no es del caso referir, no pudo seguir la vertiginosa carrera de los dioses y se vio obligado a quedarse en la tierra, en medio de los intrusos. A medida que el tiempo pasaba, crecía su odio hacia aquellos invasores que le dejaron huérfano, que sacrificaron su juventud anhelosa de amores, condenándole al aislamiento, a la vida oculta y a las fugas precipitadas. Las pastoras huían de él haciéndose cruces; los guardadores de ganado le perseguían, como se persigue al lobo, agitando los cayados y tirándole piedras. El faunillo recordaba aquellas alegres cacerías de ninfas y de pastoras, aquellas gloriosas fiestas de Baco, aquellas saturnales, en las que en loca ronda, danzaban en torno de la estatua de Sileno. ¡Qué hermosos tiempos aquellos! Nocherniego y solitario, cruzaba las campiñas, atravesaba desiertos, ascendía montañas y vadeaba ríos buscando a sus hermanos, que habían desaparecido para siempre. Y los siglos corrían…

En su peregrinación veía a veces cruzar por las ventanas de algún castillo feudal a las hermosas castellanas, y una fulguración de cólera y deseo brotaba de sus ojos. Otras noches se había detenido por un rato para contemplar desde una colina las siluetas vaporosas de las monjas de algún convento gótico, proyectadas por la luz sacra del coro. Más de una vez, alguna pastora desvelada había visto asomarse por la ventana de su cabaña una cara hermosamente diabólica en la que brillaban unos ojos encandilados. —¡El lobo!— había exclamado, ocultándose entre las sábanas. No, no era el lobo, era el pobre fauno errante, el expulsado de la nueva civilización, que acechaba el sueño de las mujeres jóvenes y bellas. Al día siguiente los gañanes, armados de picos y horquillas, salían a perseguir al imaginario lobo. En muchas ocasiones estuvo el faunillo a punto de perecer entre los dientes de una jauría o de caer atravesado por el venablo de algún caballerete entregado a los placeres cinegéticos, que le había tomado por un venado o jabalí. Sólo la rapidez de su carrera pudo salvarle.

Así, en esta vida aventurera y nocturna, comiendo dátiles en los desiertos y bellotas en los bosques, bebiendo la leche de las cabras montaraces y el agua de los arroyos, cruzando sierras, bosques y llanuras, costeando las ciudades, pasando a nuevos continentes, huyendo de los hombres y persiguiendo a las mozas incautas que tenían la imprudencia de salir de noche (él fue el padre de esa generación de íncubos que alarmaba a los teólogos de la Edad Media), vio transcurrir cerca de treinta siglos.

Por fin, una tarde llegó a la orilla del mar y vio frente a la costa un islote. De pronto tuvo una agradable sorpresa: vio en él formas humanas que le recordaron las antiguas fábulas y hasta creyó oír el inolvidable ¡Evohé! de Anacreonte… Se arrojó al mar y fue nadando, como cuando cruzaba los lagos de la Arcadia. Efectivamente, debajo del islote vivían muchas ondinas que recibieron locas de alegría al joven rezagado de la muerta Mitología.

* * *

Las ursulinas, huyendo de los calores ciudadanos, habían ido a pasar el verano a un monasterio de la orden, que tenían a orillas del mar. ¡Qué batahola formaban las jóvenes novicias, retozando alegres sobre la playa solitaria! Las muchachas daban tregua a las maceraciones y severidades de la vida mística, y sentían hervir bulliciosa en sus venas la sangre inquieta de una infancia no lejana. Figuraos que la mayor de las novicias no tenía veinte años. Vestidas de baño bajaban la pequeña colina. Albas como las santas hostias, parecían una resurrección de los tiempos del peplo. Las habríais creído, al verlas bajar en formación, serias y púdicas, catorce Cimodeceas conducidas al circo para que sus carnes vírgenes fueran devoradas por los leones. Pero una vez en la playa, las hubierais tomado por catorce vestales que hubieran enloquecido por habérseles extinguido el sagrado fuego del ara. La hermana Ágata de la Cruz (entre ellas se denominaban con los nombres que pensaban adoptar el día de la profesión), rubia, resplandeciente, con sus veinte años de pureza dedicados a los santos ensueños, era la más endiablada y juguetona. Toda la playa parecía alegrarse con sus carcajadas cristalinas, con sus bromas inocentes, sus carreras y movimientos llenos de gracia y ligereza. Sus carnes, castamente veladas por la capa de baño, se estremecían al entrar en el agua con la ascensión paulatina del frío. ¡Qué hermosa se ponía cuando cruzaba las manos y apretaba los dientes a cada caricia brutal de la ola! Y la pálida Lucía del Sagrario, siempre con los ojos bajos, pero fulgurantes, como si llevara detrás de las pupilas una luminosa visión beatífica. Y Ana del Corazón de Jesús con sus ojazos negros, profundos y apasionados, y unos labios que parecían hechos con sangre de fresas y granadas. Y Rosa del Martirio, un poco gorda, pero admirablemente modelada, rebosando salud por sus frescas mejillas. Y Teresa de los Dolores, nerviosa, enfermiza, pero expresiva y graciosa en todos sus movimientos. Y todas, todas eran hermosas, la que no con la hermosura prestigiosa del rostro, con la belleza del cuerpo o con la gracia del movimiento; todas eran bellas con el perfume inefable de la pureza, con el atractivo incomparable de la juventud. Nada más adorable que ese grupo de niñas saltando, riendo, gritando, chapaleteando entre las olas, burlándose de las caricias del mar, que salpicaba con sus espumas todos esos encantos ofrendados piadosamente a la Divinidad. Las hermanas Ágata, Rosa y Ana eran las más valientes y atrevidas, pues se aventuraban a alejarse de la playa en peligrosos ejercicios de natación, seguras de domar con su audacia, las audacias del océano.

Entretanto, la madre Clara, sentada a la sombra de una roca, leía devotamente en su libro de horas, y levantaba con frecuencia la cabeza, bien para sonreír a alguna de las novicias que le dirigía alguna zalamería, bien para reprender suavemente a otra que había dicho algo vagamente pecaminoso, bien para observar con inquietud a las atrevidas nadadoras o bien para consultar la hora en un modesto relojillo de acero.

El joven fauno, desde su lejano islote, veía la agitación de todos estos cuerpos puros y bellos. Las caricias de las ondinas, frías como peces, helaban todo apasionamiento. ¡Oh, cómo habían cambiado! No eran ya las amorosas y vehementes siervas de Calipso. No eran siquiera como esas cristianas, cuya austera religión le había dejado huérfano. A la vista de ellas, toda la sangre que fermentaba en él hacía veinte siglos le habló al oído inspirándole innobles deseos: todas las truhanadas de su estirpe le acudieron a la cabeza y recordó los raptos fáunicos en las penumbras del bosque.

Una mañana vio a las tres nadadoras cerca del islote. El fauno cogió un pulpo y nadó por debajo del agua hacia el sitio en que, tranquilas y descuidadas, nadaban charlando y riéndose las tres jóvenes religiosas.

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