Aquella tarde Manón había asistido a las carreras. La dejaron adentro del carruaje, porque no sienta bien a una familia aristocrática andarse de paseo con las criadas; la dejaron allí, por si el vestido de la niña se desgarraba o si las cintas de su "capota' se rompían. Manón, pegada a los cristales del carruaje, espiaba por allí la pista y las tribunas, tal como ve una pobrecita enferma, a través de los vidrios del balcón, la vida y movimiento de los transeúntes. Los caballos cruzaban como exhalaciones por el árida pista, tendiendo al aire sus crines erizadas. ¡Los caballos! Ella también había conocido ese placer, mitad espiritual y mitad físico, que se experimenta al atravesar a galope una 'avenida enarenada. La sangre corre más aprisa y el aire azota como si estuviera enojado. El cuerpo siente la juventud y el alma cree que ha recobrado sus alas.
Y las tribunas, entrevistas desde lejos, le parecían enormes ramilletes hechos de hojas de raso y claveles de carne. La seda acaricia como la mano de una amante y ella tenía un deseo infinito de volver a sentir ese contacto. Cuando anda la mujer, su falda va cantando un himno en loor suyo. ¿Cuándo podría escuchar esas estrofas? Y veía sus manos, y la extremidad de los dedos maltratada por la aguja, y se fijaba tercamente en ese cuadro de esplendores y de fiestas, como en la noche de San Silvestre ven los niños pobres esos pasteles, esas golosinas, esas pirámides de caramelo que no gustarán ellos y que adornan los escaparates de las dulcerías. ¿Por qué estaba ella desterrada de ese paraíso? Su espejo le decía: «Eres joven y bella». ¿Por qué padecía tanto? Luego, una voz se levantaba en su interior diciendo: "No envidies esas cosas. La seda se desgarra, el terciopelo se chafa, la epidermis se arruga con los años. Bajo la azul superficie de ese lago hay mucho lodo.
«Todas las cosas tienen su lado luminoso y su lado sombrío. ¿Recuerdas a tu amiga Rosa Té? Pues vive en ese cielo de teatro tan lleno de talco y de oropeles y de lienzos pintados. Y el marido que escogió la engaña y huye de su lado para correr en pos de mujeres que valen menos que ella. Hay mortajas de seda y ataúdes de palo santo, pero en todos hormiguean y muerden los gusanos».
Manón, sin embargo, anhelaba esos triunfos y esas galas. Por eso dormía soñando con regocijos y con fiestas. Un galán, parecido a los errantes caballeros que figuran en las leyendas alemanas, se detenía bajo sus ventanas, y, trepando por una escala de seda azul, llegaba hasta ella, la ceñía fuertemente con sus brazos y bajaban después, cimbreándose en el aire, hasta la sombra del olivar tendido abajo.
Allí esperaba un caballo. Y el caballero, llevándola en brazos, como se lleva a un niño dormido, montaba en el brioso potro que corría a todo escape por el bosque. Los mastines del caserío ladraban y hasta abríanse las ventanas y en ellas aparecían rostros medrosos; los árboles corrían, corrían en dirección contraria, como un ejército en derrota, y el caballero la apretaba contra el pecho, rizando con su aliento abrasador los delgados cabellos de su nuca.
En ese instante, el alba salía fresca y perfumada de su tina de mármol llena de rocío. ¡No entres —¡oh fría luz!—, ¡no entres a la alcoba en donde Manón sueña con el amor y la riqueza! Deja que duerma, con su brazo blanco pendiente fuera del colchón, como una virgen que se ha embriagado con el agua de las rosas. Deja que las estrellas bajen del cielo azul, y que se prendan en sus orejas diminutas de porcelana transparente.
Pocas veces concurro al Circo. Todo espectáculo en que miro la abyección humana, ya sea moral o física, me repugna grandemente. Algunas noches hace, sin embargo, entré a la tienda alzada en la plazoleta del Seminario. Un saltimbanco se dislocaba haciendo contorsiones grotescas, explotando su fealdad, su desvergüenza y su idiotismo, como esos limosneros que, para estimular la esperada largueza de los transeúntes, enseñan sus llagas y explotan su podredumbre. Una mujer —casi desnuda— se retorcía como una víbora en el aire. Tres o cuatro gimnastas de hercúlea musculación se arrojaban grandes pesos, bolas de bronce y barras de hierro. ¡Cuánta degradación! ¡Cuánta miseria! Aquellos hombres habían renunciado a lo más noble que nos ha otorgado Dios: al pensamiento. Con la sonrisa del cretino ven al público que patalea, que aúlla y que los estimula con sus voces. Son su bestia, su cosa. Alguna noche, en medio de ese redondel enarenado, a la luz de las lámparas de gas y entre los sones de una mala murga, caerán desde el trapecio vacilante, oirán el grito de terror supremo que lanzan los espectadores en el paroxismo del deleite, y morirán bañados en su propia sangre, sin lágrimas, sin piedad, sin oraciones.
Pero lo que subleva más mis pensamientos es la indigna explotación de los niños. Pocas noches hace, cayó una niña del caballo que montaba y estuvo a punto de ser horriblemente pisoteada. ¿Recordáis a la pobrecita hija del aire, que vino al mismo circo un año hace? Todavía me parece estarla viendo: el payaso se revuelca en la arena, diciendo insulsas gracejadas; de improviso miro subir por el volante cable que termina en la barra del trapecio a un ser débil, pequeño y enfermizo. Es una niña. Sus delgados bracitos van tal vez a quebrarse; su cuello va a troncharse y la cabeza rubia caerá al suelo, como un lirio cuyo delgado tallo tronchó el viento. ¿Cuántos años tiene? ¡Ay! ¡Es casi imposible leer la cifra del tiempo en esa frente pálida, en esos ojos mortecinos, en ese cuerpo adrede deformado! Parece que esos niños nacen viejos.
Ya se encarama a los barrotes del trapecio: ya comienza el suplicio. Aquel cuerpo pequeño se descoyunta y se retuerce, gira como rehilete, se cuelga de la delgada punta de los pies, y, por un milagro de equilibrio, se sostiene en el aire, detenido por los talones diminutos que se pegan a la barra movediza. A ratos, sólo alcanzo a ver una flotante cabellera rubia, suelta como la de Ofelia, que da vueltas y vueltas en el aire. Diríase que la sangre huye espantada de ese frágil cuerpo que tiene la blancura de los asfixiados, y se refugia únicamente en la cabeza. El público aplaude… Ninguna mujer llora. ¡He visto llorar a tantas por la muerte de un canario!
Cuando acaba el suplicio, la niña baja del trapecio, y con sus retratos en la mano comienza a recorrer los palcos y las gradas. Pide una limosna. Pasa cerca de mí: yo la detengo.
—¿Estás enferma?
—No; pero me duele mucho…
—¿Qué te duele?
—Todo.
La luz de sus pupilas arde tenuemente, como la luz de una luciérnaga moribunda. Sus delgados labios se abren para dar paso a un quejido, que ya no tiene fuerzas de salir. Sus bracitos están flacos, pálidos, exangües. Es la hija del dolor y de la tristeza. Así, tan pálida y tan triste era la niña que miré agonizar, y cuya imagen quedó grabada para siempre en mi memoria. La infancia no tiene para ella tintes sonrosados, ni juegos, ni caricias, ni alegrías. No: es el alma que viene; es el alma que se va.
Di, pobre niña: ¿qué, no tienes madre? ¿Naciste acaso de una pasionaria, o viniste a la tierra en un pálido rayo de luna? Si tuvieras madre, si te hubieran arrebatado de sus brazos, ella, con esa adivinación incomparable que el amor nos da, sabría que aquí llorabas y sufrías; traspasando los mares, las montañas, vendría como una loca a libertarte de esta esclavitud, de este suplicio. No, no hay madres malas; es mentira. La madre es la proyección de Dios sobre la tierra. Tú eres huérfana.
¿Por qué no moriste al punto de nacer? ¿Por qué recorres con los pies desnudos ese duro país del sufrimiento? Di, pobre niña, ¿qué, tú no tienes ángel de la guarda? Estás muy triste; nadie endulza tu tristeza. Estás enferma: nadie te cura ni te acaricia blandamente. ¡Ah! ¡Cómo envidiarás a esas niñas felices y dichosas que te vienen a ver, al lado de sus padres! ¡Ellas no han sentido cómo la recia mano de un gimnasta desalmado quiebra los huesos, rompe los tendones y disloca las piernas y los brazos, hasta convertirlos en morillos elásticos de trapo! Ellas no han sentido cómo se encala en carne viva el látigo del adiestrador que te castiga. Para ellas no hay trabajo duro; no hay vueltas ni equilibrios en la barra fija. ¡Tienen madre!
Di, pobre niña: ¿por qué no te desprendes del trapecio para morir siquiera y descansar? Tú, enferma blanca, triste, paseas lánguidamente tu mirada. ¡Cómo debes odiarnos, pobre niña! Los hombres —pensarás— son monstruos sin piedad, sin corazón. ¿Por qué permiten este cruentísimo suplicio? ¿Por qué no me recogen y me dan, ya que soy huérfana, esa madre divina que se llama la santa Caridad? ¿Por qué pagan a mis verdugos y entretienen sus ocios con mis penas? ¡Ay, pobre niña!, tú no podrás quejarte nunca a nadie. Como no tienes madre en la tierra, no conoces a Dios y no le amas. ¡Te llaman hija del aire; si lo fueras, tendrías alas; y si tuvieras alas, volarías al cielo!
¡Pobre hija del aire! ¡Tal vez duerme ahora en la fosa común del camposanto! La niña mártir de la temporada no trabaja en el trapecio, sino a caballo. Todo es uno y lo mismo.
Oigo decir con insistencia que es preciso ya organizar una sociedad protectora de los animales. ¿Quién protegerá a los hombres? Yo admiro esa piedad suprema, que se extiende hasta el mulo que va agobiado por el peso de su carga, y el ave cuyo vuelo corta el plomo de los cazadores. Esa gran redención que libra a todos los esclavos y emprende una cruzada contra la barbarie es digna de aprobación y de encarecimiento. Mas ¿quién libertará a esos pobres seres que los padres corrompen y prostituyen, a esos niños mártires cuya existencia es un larguísimo suplicio, a esos desventurados que recorren los tres grandes infiernos de la vida: la Enfermedad, el Hambre y el Vicio?
(EL ALQUILER DE UNA CASA)
PERSONAJES
EL PROPIETARIO: hombre gordo, de buen color, bajo de cuerpo y algo retozón de carácter.
EL INQUILINO: joven flaco, muy capaz de hacer versos.
LA SEÑORA: matrona en buenas carnes, aunque un poquito triquinosa.
Siete u ocho niños, personajes mudos.
ACTO ÚNICO
EL PROPIETARIO: ¿Es usted, caballero, quien desea arrendar el piso alto de la casa?
EL ASPIRANTE A LOCATARIO: Un servidor de usted.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Pancracia! ¡Niños! Aquí está ya el señor que va a tomar la casa. (La familia se agrupa en torno del extranjero y lo examina, dando señales de curiosidad, mezclada con una brizna de conmiseración.) Ahora, hijos míos, ya le habéis visto bien; dejadme, pues, interrogarlo a solas.
—¿Interrogarme?
—Decid al portero que cierre bien la puerta y que no deje entrar a nadie. Caballero, tome usted asiento.
—Yo no quisiera molestar…, si está usted ocupado…
—De ninguna manera, de ninguna manera; tome usted asiento.
—Puedo volver…
—De ningún modo. Es cuestión de brevísimos momentos. (Mirándole.) La cara no es tan mala…, buenos ojos, voz bien timbrada…
—Me había dicho el portero…
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Vamos por partes! ¿Cómo se llama usted?
—Carlos Saldaña.
—¿De Saldaña?
—No, no señor, Saldaña a secas.
—¡Malo, malo! El de habría dado alguna distinción al apellido. Si arrienda usted mi casa, es necesario que agregue esa partícula a su nombre.
—¡Pero, señor!
—Nada, nada: eso se hace todos los días y en todas partes; usted no querrá negarme ese servicio. Eso da crédito a una casa… Continuemos.
—Tengo treinta años, soy soltero.
—¿Soltero?… ¿Todo lo que se llama soltero? Yo no soy rigorista ni maníaco: recuerdo aún mis mocedades; no me disgustaría encontrar lindos palmitos en la escalera; el ruido de la seda me trae a la memoria días mejores… Pero ¡salvemos las conveniencias, sobre todo!
—Pero, señor mío…
—Sí, sé lo que va usted a contestarme: que esto no me atañe, que nadie me da vela en ese entierro; pero, mire usted por ejemplo, me disgustaría espantosamente que la novia de usted fuera morena…
—Repito que…
—Estése usted tranquilo; será una debilidad, yo lo confieso, ¡pero a mí me revientan las morenas! No puedo soportarlas. Dejemos, pues, sentado que, si la casa le conviene, se obliga usted por escrito a que todas sus amigas sean muy rubias. ¿Tiene usted profesión?
—Ninguna.
—Lo celebro. Es la mejor garantía de que los inquilinos no harán ruido.
—Me dedico a cuidar mis intereses…
—Perfectamente, ya hablaremos de eso: le voy a presentar con mi abogado.
—Gracias. Tengo el mío.
—No importa, cambiará usted en cuanto se mude a casa. Yo he prometido solemnemente a mi abogado darle la clientela de mis inquilinos. Y ¿qué tal de salud?
—Yo, bien, ¿y usted?
—No, no digo eso: lo que pregunto es cuál es su temperamento. ¿Es usted linfático, sanguíneo, nervioso?
—Linfático…, me parece que linfático.
—¡Pues desnúdese usted!
—¿Qué…?
—Por un instante. Es una formalidad indispensable. No quiero que mis inquilinos sean enfermos.
—Pero…
—¡Vamos! La otra manga. ¡Malo!, ¡malo! No parecía usted tan flaco. ¿Sabe usted cuánto pesa?
—No.
—El cuello es corto… ¡Dios mío! Esas venas; ¡mucho cuidado con la apoplejía!
—¿No acabaremos?
—Será preciso que usted se comprometa formalmente a tomar una purga al principio de cada estación. Yo indicaré a usted la botica en que debe comprarla.
—¿Puedo ponerme la levita?
—Espere usted un momento. ¿No hace usted ejercicio?
—Doy once vueltas a la Alameda por las tardes.
—Eso es poco. De hoy en adelante vivirá usted en el campo tres meses cada año. Eso conviene para la buena ventilación de las viviendas y para que se conserve en buen estado la escalera. Nosotros siempre viajamos en otoño.
—Conque habíamos dicho que treinta y cinco pesos…
—¿Qué?
—Confieso a usted que la renta me parece un poquito exagerada…
—Pero hombre, ¡qué renta ni qué ocho cuartos! ¡Todo se andará! ¡Vamos por partes!
—Pero…
—¿Si pensará usted que alquilarme una casa es lo mismo que comprarse un pantalón? Pasa usted por la calle, mira usted la cédula, sube, se sienta junto a mí, y apenas han pasado tres minutos cuando me pide las llaves. ¡Me gusta la franqueza! ¿Por qué no me pide usted mi bata y mis pantuflas?
—Yo ignoraba…
—Se tratan por lo común estos asuntos con una ligereza imperdonable.
—Volviendo, pues, a nuestro asunto, diré a usted que no subiré ni un real de treinta pesos.