Read Cuentos de un soñador Online
Authors: Lord Dunsany
Pero el capitán escanció para mí en un pequeño vaso de cierto vino dorado y denso de un jarrillo que guardaba aparte entre sus cosas sagradas. Era espeso y dulce, casi tanto como la miel, pero había en su corazón un poderoso y ardiente fuego que dominaba las almas de los hombres. Estaba hecho, díjome el capitán, con gran sutileza por el arte secreto de una familia compuesta de seis que habitaban una choza en las montañas de Hian Min. Hallándose una vez en aquellas montañas, dijo, siguió el rastro de un oso y topó de repente con uno de aquella familia que había cazado al mismo oso; y estaba al final de una estrecha senda rodeada de precipicios, y su lanza estaba hiriendo al oso, pero la herida no era fatal y él no tenía otra arma. El oso avanzaba hacia el hombre, muy despacio, porque la herida le atormentaba; sin embargo, estaba ya muy cerca de él. No quiso el capitán revelar lo que hizo, mas todos los años, tan pronto como se endurecen las nieves y se puede caminar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado de las llanuras y deja siempre para el capitán, en la puerta de la hermosa Belzoond, una vasija del inapreciable vino secreto.
Cuando paladeaba el vino y hablaba el capitán, recordé las grandes y nobles cosas que me había propuesto realizar tiempo hacía, y mi alma pareció cobrar más fuerza en mi interior y dominar toda la corriente del Yann. Puede que entonces me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo ahora detalladamente mis ocupaciones de aquella mañana. Al oscurecer, me desperté, y como desease ver Perdondaris antes de partir a la mañana siguiente y no pude despertar al capitán, desembarqué solo. Perdondaris era, ciertamente, una poderosa ciudad; una muralla muy elevada y fuerte la circundaba, con galerías para las tropas y aspilleras a todo lo largo de ella, y quince fuertes torres de milla en milla, y placas de cobre puestas a altura que los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra —un idioma en cada placa— la historia de cómo una vez atacó un ejército a Perdondaris y de lo que le aconteció al ejército. Entré luego en Perdondaris y encontré a toda la gente de baile, todos cubiertos con brillantes sedas, y tocaban el
tambang
a la vez que bailaban. Porque mientras yo durmiera habíales aterrorizado una espantosa tormenta, y los fuegos de la muerte, decían, habían danzado sobre Perdondaris; pero ya el trueno había huido saltando, grande, negro y horrible, decían, sobre los montes lejanos; y se había vuelto a gruñirles de lejos, mostrando sus dientes relampagueantes; y al huir había estallado sobre las cimas, que resonaron como si hubieran sido de bronce. Con frecuencia hacían pausa en sus danzas alegres e imploraban al Dios que no conocían, diciendo: «¡Oh Dios desconocido, te damos gracias porque has ordenado al trueno volverse a sus montañas!»
Seguí andando y llegué al mercado, y allí vi, sobre el suelo de mármol, al mercader profundamente dormido, que respiraba difícilmente, el rostro y las palmas de las manos vueltos al cielo, mientras los esclavos le abanicaban para guardarle de las moscas. Del mercado me encaminé a un templo de plata, y luego a un palacio de ónice; y había muchas maravillas en Perdondaris, y allí me hubiera quedado para verlas, mas al llegar a la otra muralla de la ciudad vi de repente una inmensa puerta de marfil. Me detuve un momento a admirarla, y acercándome percibí la espantosa verdad. ¡ La puerta estaba tallada de una sola pieza!
Huí precipitadamente y bajé al barco, y en tanto que corría creí oír a lo lejoa, en los montes que dejaba a mi espalda, el pisar del espantoso animal que había segregado aquella masa de marfil, el cual, tal vez entonces, buscaba su otro colmillo. Cuando me vi en el barco, me consideré salvo, pero oculté a los marineros cuanto había visto.
El capitán salía entonces poco a poco de su sueño. Ya la noche venía rodando del Este y del Norte, y sólo los pináculos de las torres de Perdondaris se encendían al sol poniente. Me acerqué al capitán y le conté tranquilamente las cosas que había visto. El me preguntó al punto sobre la puerta, en voz baja, para que los marineros no pudieran saberlo; y yo le dije que su peso era tan enorme, que no podía haber sido acarreada de lejos, y el capitán sabía que hacía un año no estaba allí. Estuvimos de acuerdo en que aquel animal no podía haber sido muerto por asalto de ningún hombre, y que la puerta tenía que ser de un colmillo caído, y caído allí cerca y recientemente. Entonces resolvió que mejor era huir al instante; mandó zarpar, y los marineros se fueron a las velas, otros levaron el ancla, y justo en el instante en que el más alto pináculo de mármol perdía el último rayo de sol, dejamos Perdondaris, la famosa ciudad. Cayó la noche y envolvió a Perdondaris, y la ocultó a nuestros ojos, los cuales no habrán de verla nunca más; porque yo he oído después que algo maravilloso y repentino había hecho naufragar a Perdondaris en un solo día con sus torres y sus murallas y su gente.
La noche hízose más profunda sobre el río Yann, una noche blanca con estrellas. Y con la noche se alzó la canción del timonel. Luego de orar comenzó su cántico para alentarse a sí mismo en la noche solitaria. Pero primero oró, rezando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducido con un ritmo muy poco semejante al que parecía tan sonoro en aquellas noches del trópico:
«A cualquier Dios que pueda oír.
»Dondequiera que estén los marineros, en el río o en el mar; ya sea oscura su ruta o naveguen en la borrasca; ya los amenace peligro de fiera o de roca; ya los aceche el enemigo en tierra o los persiga por el mar; ya esté helada la caña del timón o rígido el timonel; ya duerman los marineros bajo la guardia del piloto, guárdanos, guíanos, tórnanos a la vieja tierra que nos ha conocido, a los lejanos hogares que conocemos.
»A todos los Dioses que son.
»A cualquier Dios que pueda oír.»
Así oraba en el silencio. Y los marineros se tendieron para reposar. Se hizo más profundo el silencio, que sólo interrumpían las ondas del Yann, que rozaban ligeramente nuestra proa. A veces, algún monstruo del río tosía.
Silencio y ondas, ondas y silencio otra vez.
Y la soledad envolvió al timonel, y empezó a cantar. Y cantó las canciones del mercado de Durí y Duz, y las viejas leyendas del dragón de Belzoond.
Cantó muchas canciones, contando al espacioso y exótico Yann los pequeños cuentos y nonadas de su ciudad de Durl. Las canciones fluían sobre la oscura selva y ascendían por el claro aire frío, y los grandes bandos de estrellas que miraban sobre el Yann empezaron a saber de las cosas de Durí y de Duz, y de los pastores que vivían en aquellos campos, y de los rebaños que guardaban, y de los amores que habían amado; y de todas las pequeñas cosas que esperaban hacer. Yo, acostado, envuelto en pieles y mantas, escuchaba aquellas canciones, y contemplando las formas fantásticas de los grandes árboles que parecían negros gigantes que acechaban en la noche, me quedé dormido.
Cuando desperté, grandes nieblas salían arrastrándose del Yann. El caudal del río fluía ahora tumultuoso, y aparecieron pequeñas olas, porque el Yann había husmeado a lo lejos las antiguas crestas de Glorm y sabía que sus torrentes estaban frescos delante de él, allí donde había de encontrar el alegre Irillión gozándose en los campos de nieve. Sacudió el letárgico sueño que le invadiera entre la selva cálida y olorosa, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y se precipitó expectante, turbulento, fuerte; y pronto los nevados picos de los montes de Glorm aparecieron resplandecientes. Ya los marineros despertaban de su sueño. Enseguida comimos y se echó a dormir el timonel mientras le reemplazaba un compañero, y todos extendieron sobre aquél sus mejores pieles.
A poco oímos el son del Irillión, que bajaba danzando de los nevados campos.
Y después vimos el torrente de los montes de Glorm, empinado y brillante ante nosotros, y hacia él fuimos llevados por los saltos del Yann. Entonces dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de la montaña; irguiéronse los marineros y tomaron de él grandes bocanadas, y pensaron en sus remotos montes de Acroctia, en que estaban Durí y Duz. Más abajo, en la llanura, está la hermosa Belzoond.
Una gran sombra cobijábase entre los acantilados de Glorm, pero las crestas brillaban sobre nosotros lo mismo que nudosas lunas y casi encendían la penumbra. Cada vez se oía más clamoroso el canto del Irillión, y el rumor de su danza descendía de los campos de nieve, que pronto vimos blanca, llena de nieblas y enguirnaldada de finos y tenues arcoiris, que se habían prendido en las cimas de la montaña de algún jardín celestial del sol. Entonces corrió hacia el mar con el ancho Yann gris, y el valle se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro barco fluctuante salió a la luz del día.
Pasamos toda la mañana y toda la tarde entre las marismas de Pondoovery; el Yann se derramaba en ellas y fluía solemne y pausado, y el capitán mandó a los marineros que tañeran las campanas para dominar el espanto de las marismas.
Por fin dejáronse ver las montañas de Irusia, que alimentan los pueblos de Pen-Kai y Blut, y las calles tortuosas de Mío, donde los sacerdotes sacrifican a los aludes vino y maíz. Descendió luego la noche sobre los llanos de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnía. Oímos a los Pathnitas batir sus tambores cuando pasamos el Imaut y Golzunda; luego todos durmieron, menos el timonel. Y los pueblos esparcidos por las riberas del Yann oyeron toda aquella noche en la lengua desconocida del timonel cancioncillas de ciudades que ignoraban.
Me desperté al alba con la sensación de que era infeliz, antes de recordar por qué. Entonces recapacité en que al atardecer del día incipiente, según todas las probabilidades, debíamos llegar a Bar-Wul-Yann, donde había de separarme del capitán y sus marineros. Habíame agradado el hombre, porque me obsequiaba con el vino amarillo que tenía apartado entre sus cosas sagradas y porque me contaba muchas historias de su hermosa Belzoond, entre los montes de Acroctia y el Hian Min. Y habíanme gustado las costumbres de los marineros y las plegarias que rezaban el uno al lado del otro al caer la tarde, sin tratar de arrebatarse los dioses ajenos. También me deleitaba la ternura con que hablaban a menudo de Durí y de Duz, porque es bueno que los hombres amen sus ciudades nativas y los pequeños montes en que se asientan aquellas ciudades.
Y había llegado hasta saber a quién encontrarían cuando tornaran a sus hogares, y dónde pensaban que tuvieran lugar los encuentros, unos en el valle de los montes acroctianos, adonde sale el camino del Yann; otros en la puerta de una u otra de las tres ciudades, y otros junto al fuego en su casa. Y pensé en el peligro que a todos nos había por igual amenazado en las afueras de Perdondaris, peligro que, por lo que ocurrió después, fue muy real.
Y pensé también en la animosa canción del timonel en la fría y solitaria noche, y en cómo había tenido nuestras vidas en sus manos cuidadosas. Y cuando así pensaba, cesó de cantar el timonel, alcé los ojos y vi una pálida luz que había aparecido en el cielo; y la noche solitaria había transcurrido, ensanchábase el alba y los marineros despertaban.
Pronto vimos la marea del mar que avanzaba resuelta entre las márgenes del Yann, y el Yann saltó flexible hacia él y ambos lucharon un rato; luego el Yann y todo lo que era suyo fue empujado hacia el Norte; así que los marineros tuvieron que izar las velas, y gracias al viento favorable, pudimos seguir navegando.
Pasamos por Góndara, Narí y Haz. Vimos la memorable y santa Goinuz y oímos la plegaria de los peregrinos.
Cuando despertamos, después del reposo de mediodía, nos acercábamos a Nen, la última de las ciudades del Yann. Otra vez nos rodeaba la selva, así como a Nen; pero la gran cordillera de Mloon dominaba todas las cosas y contemplaba a la ciudad desde fuera.
Anclamos, y el capitán y yo penetramos en la ciudad, y allí supimos que los Vagabundos habían entrado en Nen.
Los Vagabundos eran una extraña, enigmática tribu, que una vez cada siete años bajaban de las cumbres de Mloon, cruzando la cordillera por un puerto que sólo ellos conocen, de una tierra fantástica que está del otro lado. Las gentes de Nen habían salido todas de sus casas, y estaban maravilladas en sus propias calles, porque los Vagabundos, hombres y mujeres, se apiñaban por todas partes y todos hacían alguna cosa rara. Unos bailaban pasmosas danzas que habían aprendido del viento del desierto, arqueándose y girando tan vertiginosamente, que la vista ya no podía seguirlos. Otros tañían en instrumentos bellos y plañideros sones llenos de horror que les había enseñado su alma, perdidos por la noche en el desierto, ese extraño y remoto desierto de donde venían los Vagabundos.
Ninguno de sus instrumentos era conocido en Nen, ni en parte alguna de la región del Yann; ni los cuernos de que algunos estaban hechos eran de animales que alguien hubiera visto a lo largo del río, porque tenían barbadas las puntas. Y cantaron en un lenguaje ignorado cantos que parecían afines a los misterios de la noche y al miedo sin razón que inspiran los lugares oscuros.
Todos los perros de Nen recelaban de ellos agriamente. Y los Vagabundos contábanse entre sí cuentos espantosos, pues, aunque ninguno de Nen entendía su lenguaje, podían ver el terror en las caras de los oyentes, y cuando el cuento acababa, el blanco de sus ojos mostraba un vívido terror, como los ojos de la avecilla en que hace presa el halcón. Luego el narrador sonreía y se detenía, y otro contaba su historia, y los labios del narrador del primer cuento temblaban de espanto. Si acertaba a aparecer alguna feroz serpiente, los Vagabundos recibíanla como a un hermano, y la serpiente parecía darles su bienvenida antes de desaparecer. Una vez, la más feroz y letal de las serpientes del trópico, la gigante
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salió de la selva y entróse por la calle, la calle principal de Nen, y ninguno de los Vagabundos se apartó; por el contrario, empezaron a batir ruidosamente los tambores, como si se tratara de una persona muy honorable; y la serpiente pasó por en medio de ellos, sin morder a ninguno.
Hasta los niños de los Vagabundos hacían cosas extrañas, pues cuando alguno se encontraba con un niño de Nen, ambos se contemplaban en silencio con grandes ojos serios; entonces, el niño de los Vagabundos sacaba tranquilamente de su turbante un pez vivo o una culebra; y los niños de Nen no hacían nada de esto.
Anhelaba quedarme para escuchar el himno con que reciben a la noche y que contestan los lobos de las alturas de Mloon, mas ya era tiempo de levar el ancha para que el capitán pudiera volver de Bar-Wul-Yann a favor de la pleamar. Tornamos a bordo y seguimos aguas abajo del Yann. El capitán y yo hablábamos muy poco, porque ambos pensábamos en nuestra separación, que habría de ser para largo tiempo, y nos pusimos a contemplar el esplendor del sol occiduo. Porque el sol era un oro rojizo; mas una tenue y baja bruma envolvía la selva, y en ella vertían su humo las pequeñas ciudades de la selva, y el humo se fundía en la bruma, y todo se juntaba en una niebla de color púrpura que encendía el sol, como son santificados los pensamientos de los hombres por alguna cosa grande y sagrada. A veces la columna de humo de algún hogar aislado levantábase más alta que los humos de la ciudad y fulguraba señera al sol.