Cuentos de Canterbury (41 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Poco después de la comida el hermano Juan puso semblante serio y se llevó al comerciante para tener una conversación privada con él.

—Primo, veo que te marchas a Brujas. Que Dios te proteja y San Agustín te guíe. Cuídate cuando cabalgues, primo, y sé moderado en la mesa, especialmente con este calor que hace. No es preciso que hagamos ceremonias, por lo que te deseo buen viaje y que Dios te proteja de todo daño. Y si hubiere algo que quisieras que hiciese por ti, y que yo pueda hacer, no te prives de pedírmelo, que lo realizaré como tú desees.

»Antes de que te vayas hay una cosa que quisiera pedirte, si puedo. ¿Me podrías prestar cien francos durante una semana o dos? Es para ganado que tengo que comprar para una de nuestras granjas que —¡Dios nos salve!— ojalá fuese tuya. Te aseguro que te lo devolveré puntualmente; aunque fuesen mil francos, no te haría esperar ni un cuarto de hora. Sólo te pido que lo mantengas en secreto, pues esta noche todavía tengo que comprar el ganado. Y ahora, queridísimo primo, adiós y mil gracias por tu hospedaje y amabilidad.

El buen comerciante repuso suavemente:

—Hermano Juan, mi querido primo, es algo muy pequeño lo que me pides. Mi dinero es tuyo siempre que lo necesites, y no sólo mi dinero, sino también mi mercancía. Toma lo que desees. ¡No quiera Dios que sea escaso! Pero no es preciso que te diga una cosa sobre nosotros los comerciantes: el dinero es nuestro arado. Podemos conseguir crédito mientras nuestro nombre tenga fama. Pero no es ninguna broma estar corto de dinero en metálico. Devuélvemelo cuando te convenga; me complace poder ayudarte hasta donde pueda.

Entonces fue a buscar los cien francos y sigilosamente se los entregó al hermano Juan. Aparte de él y del comerciante, nadie sabía nada del préstamo. Así que durante un rato bebieron, charlaron y pasearon a sus anchas hasta que el hermano Juan regresó a la abadía montado en su caballo.

A la mañana siguiente, el comerciante se puso en camino hacia Flandes. Su aprendiz resultó un guía excelente y llegaron sin novedad a la ciudad. Y allí se afanó en rematar sus transacciones, efectuando sus compras a crédito. Ni jugó a los dados ni bailó; en pocas palabras, se portó como un comerciante. Por eso le dejo negociando.

El domingo siguiente al de la partida del comerciante el hermano Juan llegó a Saint Denis con una nueva tonsura y una barba acabada de afeitar. Toda la casa, hasta el más pequeño sirviente, se sintió feliz de que el «señor hermano Juan» hubiera regresado. Pero vayamos al grano. La hermosa esposa había hecho este trato con el hermano Juan: había aceptado pasar toda la noche en sus brazos a cambio de los cien francos. Este acuerdo se cumplió escrupulosamente; ambos pasaron la noche alegremente ocupados hasta el alba, momento en que el hermano Juan partió nuevamente después de despedirse de la servidumbre. Ningún miembro de ella albergaba la menor sospecha hacia el monje, ni tampoco ningún habitante de la ciudad. El se encaminó hacia su alojamiento, en la abadía u otra parte. No diré nada más de él por ahora.

Cuando la transacción hubo terminado, el comerciante regresó a Saint Denis, en donde celebró un festejo y se divirtió con su mujer. Ahora bien, le contó que había pagado un precio tan alto por su mercancía que tendría que negociar un préstamo, pues había aceptado pagar veinte mil coronas dentro de muy breve plazo. Por lo que tomó algún dinero y partió hacia París para que sus amigos le prestaran el resto. Cuando llegó a la ciudad, lo primero que hizo fue ir a hacer una visita al hermano Juan, debido a su gran cariño y afecto por él. No a pedirle ni a tomarle dinero prestado, sino para ver cómo estaba de salud y comentar con él sus tratos comerciales, como suelen hacer los buenos amigos cuando se encuentran. El hermano Juan le acogió muy cordialmente y le otorgó un trato distinguido.

Por su parte, el comerciante le contó con todo lujo de detalles los tratos beneficiosos que —gracias a Dios— había efectuado comprando mercancías. La única pega era que, de algún modo, tenía que conseguir un préstamo para poder vivir tranquilo.

El hermano Juan replicó:

—Me satisface muchísimo que hayas vuelto a tu casa sano y salvo. ¡Ay, Dios mío! Si fuese rico, no te faltarían las veinte mil coronas, pues tú bien me prestaste dinero el otro día. No sé cómo agradecértelo. ¡Por Dios y por Santiago! Sin embargo, yo devolví el dinero a tu buena esposa y lo puse en tu arcón. Ella seguro que lo sabrá por ciertas prendas de agradecimiento que le, haré recordar. Y ahora, si me perdonas, no puedo estar más tiempo contigo, pues nuestro abad está a punto de partir de la ciudad y debo reunirme con su séquito. Da recuerdos a tu buena esposa, mi dulce sobrina. Y ahora, adiós, primo, hasta la vista.

El comerciante, un hombre astuto y sensato, tomó prestado a crédito y luego hizo el pago a través de unos banqueros lombardos
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de París, que le devolvieron la fianza. Contento como unas pascuas regresó a su hogar, pues sabía que, a pesar de los gastos que había tenido, volvía a casa con un millar de francos limpios de polvo y paja.

Su esposa estaba junto al portal esperándole como solía hacerlo y pasaron la noche celebrándolo, pues había regresado rico y libre de deudas. Por la mañana, el comerciante volvió a abrazar a su esposa y a besarle la cara, y, ¡puf!, otra vez sintió el hervor de la sangre.

—¡Basta! —exclamó ella—. Ya has tenido bastante. ¿Dónde iríamos a parar?

Pero se volvió hacia él, incitante, hasta que él al final le dijo:

—Realmente estoy un poco molesto contigo, mujer, y me aflige bastante. ¿Sabes por qué? Pues te lo diré: por lo que se tú has sido la causa de cierto enfriamiento entre mi primo y yo. Tenías que haberme advertido que él te ha pagado cien francos a cambio de prendas de mayor valor y ha pensado que no se lo agradecía bastante, cuando le salí a hablar de tomar dinero prestado, o al menos así me lo pareció por la cara que puso. Pero, que el Cielo me sea testigo, nunca pensé pedirle nada. Por lo que, por favor, no lo hagas otra vez, querida; dime siempre antes de que marche si algún deudor ha saldado su deuda en mi ausencia, ya que, de lo contrario, por tu poco cuidado, es posible que le pida lo que ya ha devuelto.

Su esposa, ni asustada ni consternada, replicó seca y decididamente:

—Me importa un rábano este monje embustero, el hermano Juan. ¿Qué me importan sus prendas? Él me trajo una cantidad de dinero, ya lo sé, ¡mala suerte para su bocaza de monje! Nuestro Señor sabe que yo estaba perfectamente segura de que me la había dado por causa tuya, para que la gastase vistiendo alegremente, porque es primo tuyo y por la hospitalidad que ha tenido aquí. Pero ya veo que estoy en una posición falsa, por lo que te daré una respuesta muy corta. Tú tienes peores deudas que yo. Yo te pagaré pronto y enjugaré mi deuda un poco cada día, y si te decepciono, bueno… soy tu mujer: ¡embísteme! Te pagaré en cuanto buenamente pueda. Te doy mi palabra de que no he despilfarrado el dinero, sino que me lo he gastado todo en vestir, y ya que lo he sabido emplear tan bien y todo para hacerte quedar bien, ¡por el amor de Dios!, no estés enojado. Oye, en lugar de enojarte, ríe y sé feliz. Aquí está mi hermoso cuerpo como prenda. No pienso pagarte sino es en la cama. Por lo que, querido, perdóname, date la vuelta y ¡vuelve a sonreír!

El comerciante vio que aquello no tenía remedio: era inútil reñirla por cosas que no podían enmendarse.

Te perdono, querida —dijo él—, pero no te atrevas a dilapidar así otra vez. Y ten más cuidado con mi dinero. ¡Es una orden!

Así termina mi cuento, y que Dios haga que nuestras cuentas cuadren al final de nuestros días.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MARINO.

Siguen las alegres palabras entre el anfitrión, el marino y la priora

—Bien dicho, Hostia
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—exclamó el anfitrión—. ¡Vida larga de traficante marino tengas! ¡Que Dios conceda mil carretadas de años malos! ¡Compañeros! ¡Cuidado con estas tretas! ¡Este monje colocó un mono en la capucha del mercader! ¡Y en la sala de su esposa también!

¡Por San Agustín! ¡No deis cobijo a monjes en vuestra casa! Pero dejemos esto y busquemos otro narrador entre este grupo. Y con estas palabras y con modales de doncella dijo: —Señora priora, con vuestro permiso, con tal de no enojarnos, considero que ahora os toca contarnos un cuento, si queréis. ¿Queréis cumplir vuestra obligación?

La priora contestó:

Acepto gustosa. Lo intentaré.

Prólogo al cuento de la priora

¡Señor, Dios nuestro!
[310]
.

—¡Señor, Señor! ¡Cuán maravilloso es tu nombre en el universo mundo! —dijo—. No sólo te alaban los hombres de elevada dignidad, sino tam bién surge tu alabanza de la boca de los infantes que, al tomar el pecho, también ensalzan tu nombre.

Por consiguiente es en tu honor, y en el del blanco lirio que te engendró, sin ser mancillada por varón, que relato este cuento de la mejor forma posible. No por ello voy a acrecentar su honor, pues ella es, después de su Hijo, la misma fuente de bondad y honra y la misma salvación.

¡Oh Virgen Madre! ¡Madre Virgen de bondad! ¡Oh zarza incombustible, consumiéndose ante Moisés! ¡Tú que hiciste rebajar a la Deidad, gracias a tu humildad, por mediación del Espíritu que iluminó tu corazón! ¡Tú que concebiste al Padre de la Sabiduría!, ¡ayúdame a contar esto con reverencia!

¡Señora! No hay lengua ni saber que expresar puedan tu bondad, magnificencia, virtud y profunda humildad. A veces, tú, Señora, antes de que los mortales acudamos a ti, en tu bondad previsora y con tu intercesión, obtienes luz para cada uno de nosotros de forma que ésta nos guíe hacia tu bendito Hijo.

Mi habilidad descriptiva es escasa, Reina bendita. ¿Cómo voy a proclamar tu dignidad y mantener los argumentos que quiero demostrar? Del mismo modo que un bebé de un año a duras penas puede expresar una palabra, así soy yo. Por consiguiente, ¡ten piedad de mí! ¡Guíame a lo largo del relato que te dedico!

El cuento de la priora

Había en Asia una gran ciudad cristiana en la que existía un
ghetto
. Estaba protegido por el gobernante del país gracias al asqueroso lucro obtenido por la usura de los judíos, aborrecida por Jesucristo y por los que le siguen; la gente podía circular libremente por él, pues la calle no tenía barricadas y estaba abierta por ambos extremos. Abajo, en el extremo más lejano, se levantaba una pequeña escuela cristiana en la que una gran multitud de niños recibían instrucción año tras año. Se les enseñaban las cosas acostumbradas a los niños pequeños durante la infancia, es decir, leer y cantar. Entre ellos se hallaba el hijo de una viuda, un muchachito de siete años, un chico del coro que acostumbraba ir diariamente a la escuela; también solía arrodillarse y rezar una Avemaría
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como se le había enseñado, siempre que viese la imagen de la Madre de Jesucristo por la calle. Pues la viuda había educado a su hijo a venerar siempre a Nuestra Señora de este modo, y él no lo olvidaba, pues un niño inocente siempre aprende con rapidez. Por cierto que cada vez que pienso en ello, me acuerdo de San Nicolás
[312]
, que también había reverenciado a Jesucristo en la misma tierna edad.

Cuando este niño pequeño se sentaba en la escuela con su cartilla, estudiando su librito, oía a otros niños que cantaban
Alma Redemptoris
[313]
mientras practicaban con sus libros de himnos. Disimuladamente él se acercó cada vez más, todo lo que se atrevió. Escuchó atentamente la letra y la música hasta que se aprendió el primer verso de memoria. Debido a sus pocos años, desconocía lo que significaba en latín, hasta que un día empezó a pedir a un compañero que le explicase el significado en su lengua materna y por qué se cantaba. Muchas veces se arrodilló ante su amigo rogándole que le tradujese y explicase la canción, hasta que finalmente su compañero mayor le dio esta respuesta:

—He oído decir que la canción fue compuesta para saludar a Nuestra Señora y pedirle que sea nuestra ayuda y socorro cuando muramos. Esto es todo lo que puedo decirte sobre ello. Estoy aprendiendo a cantar, pero no sé mucho de gramática.

—¿Así que esta canción está hecha en honor de la Madre de Jesucristo? —preguntó el inocente—. Entonces haré cuanto pueda para aprenderla antes de la Navidad, aunque me riñan por no saber la cartilla y me peguen tres veces cada hora. La aprenderé para honrar a Nuestra Señora.

Y así, este amigo se la enseñaba secretamente cada día al regresar a casa hasta que la supo de memoria y la cantó con aplomo, palabra por palabra, entonada con la música.

sí, cada día, esta canción pasaba dos veces por su garganta: una, al ir a la escuela, y la otra, al regresar a casa; pues todo su corazón lo tenía puesto en la Madre de Nuestro Señor.

Como ya he dicho, este niño iba siempre cantando alegremente
Alma Redemptons
cuando, al ir o al venir, atravesaba el
ghetto
, pues la dulzura de la Madre de Jesucristo había traspasado tanto su corazón, que no podía contenerse de cantar alabanzas en su honor mientras iba de camino. Pero nuestro primer enemigo, la serpiente de Satanás, que ha construido su nido de avispas en el corazón de cada judío, se encolerizó y gritó:

—¡Oh, pueblo judío! ¿Os parece bien que un muchacho como éste deba andar por donde le plazca, mostrándoos su desprecio al cantar canciones que insultan vuestra fe?

Desde entonces, los judíos empezaron a conspirar para mandar al niño fuera de este mundo. Para ello contrataron a un asesino, un hombre que tenía un escondite secreto en una callejuela. Cuando el muchachito pasó, este infame judío le agarró con fuerza, le cortó el cuello y lo arrojó dentro de un pozo seco. Sí, lo echó en un pozo negro en el que los judíos vacían sus intestinos. Pero ¿de qué puede aprovecharos vuestra malicia, oh condenada raza de nuevos Herodes? El crimen se descubrirá, esto es cierto, y precisamente en el lugar que servirá para aumentar la gloria de Dios. La sangre clama contra vuestro perverso crimen.

—¡Oh, mártir perpetuamente virgen! —exclamó la priora—, que sigas eternamente cantando al blanco Cordero celestial del que escribiera en Patmos
[314]
San Juan Evangelista diciendo que los que preceden al Cordero cantando una nueva canción, jamás han conocido cuerpo de mujer.

Toda la noche estuvo la viuda esperando el regreso del niño, pero en vano. Tan pronto clareó, salió a buscarlo a la escuela y por todas partes, con el corazón encogido y el rostro lívido de temor, hasta que, al fin, averiguó que la última vez que había sido visto se hallaba en el
ghetto
. Con su corazón estallando de piedad maternal, medio enloquecida, fue a todos los sitios a los que su imaginación febril pensaba probablemente encontrar a su hijo, mientras invocaba a la dulce Madre de Jesucristo. Por fin se decidió a buscarle entre los judíos. De forma lastimera pidió y rogó a todos y a cada uno de los judíos que vivían en el
ghetto
que le dijeran si el niño había pasado por allí, pero le respondieron que no. Luego, Jesús en su misericordia quiso inspirar a la madre a que llamase a su hijo en voz alta cuando se hallaba junto al pozo en el que había sido arrojado.

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