Cuentos de Canterbury (32 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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»¿Y qué me importa todas tus autoridades? Yo veo que este judío, este Salomón de que hablas, se topó con muchas mujeres tontas; sin embargo, aunque no encontró ninguna buena mujer, existen docenas de otros hombres que encontraron mujeres completamente fieles, buenas y virtuosas —por ejemplo, las que ahora viven en el Cielo de Cristo, demostrando su constancia hasta el martirio—. Además, la historia de Roma recuerda a más de una esposa fiel y buena. Ahora, señor, no perdáis los estribos: aunque Salomón dijese realmente que no encontró a ninguna buena mujer, por favor, considerad a qué se refería el hombre: él quería decir que la bondad soberana solamente reside en Dios, no en hombre o mujer alguna.

»Pues bien, ¿por qué en nombre del único y verdadero Dios haces tantos elogios a este Salomón? ¿Qué importancia tiene que construyese un templo al Señor y que fuese rico y glorioso? También edificó templos para falsos dioses. ¿Cómo pudo hacer una cosa tan prohibida? Perdóname, tú puedes adorar su reputación tanto como quieras, pero sigue siendo un libertino, un idólatra que olvidó a su Dios verdadero en su ancianidad. Y si Dios no le hubiese salvado, de acuerdo con la Biblia, por amor de su padre, hubiese perdido su reino antes de lo esperado. Todas estas calumnias que vosotros, los hombres, escribís sobre las mujeres me importan un comino, pero tenía que hablar o estallaba. ¡Soy una mujer! Si se habla mal de nosotras, los buenos modales no me impedirán vilipendiar al hombre que trate de calumniarnos. Antes que callar, me haría cortar el cabello.

—Calmaos, señora —dijo Plutón—. Me rindo. Pero teniendo en cuenta que afirmé bajo juramento que le devolvería la vista, debo mantener mi palabra. Te lo digo claramente: soy un rey, y no me está bien mentir.

—¡Y yo soy la reina de las Hadas! —replicó ella—. Ella tendrá su respuesta, lo garantizo. No malgastemos más palabras sobre el asunto. Realmente no quiero seguir ya discutiendo contigo.

Ahora volvamos nuevamente junto a Enero, que está sentado en el jardín con la hermosa Mayo cantándole «Siempre te amaré y sólo a ti», con la alegría de un jilguero. Él paseó largamente por los caminos del jardín y, al fin, llegó al pie del peral sobre el que se hallaba Damián, sentado alegremente arriba, entre las nuevas hojas verdes.

La hermosa Mayo, brillándole los ojos y con el rostro encendido, suspiró y dijo:

—¡Ay de mí! Pase lo que pase, quiero tener algunas de esas peras que veo allí arriba. Me ha entrado tal frenesí por comer algunas de esas peritas verdes, que creo que moriré si no logro comerlas. ¡Por amor de Dios, haz algo! Déjame que te lo diga: una mujer en mi estado puede tener un apetito tan grande de comer fruta, que fácilmente puede morir si no la consigue.

—¡Cáspita! —exclamó él—. Si tuviese al menos un muchacho aquí para que trepase o si, al menos, no fuera ciego…

—No importa —dijo ella—. Si solamente quisieses abrazar el peral y me soltases ya sé que no confias en mí—, me sería fácil trepar si pudiese apoyar mi pie en tu espalda.

—Naturalmente —dijo él—. Haré eso y más: tendrás la sangre de mi corazón.

El se inclinó doblándose y ella pudo subirse a su espalda, se agarró a una rama y se encaramó. Por favor, no os ofendáis, damas: soy un tipo rudo y no sé andarme con rodeos. Damián no perdió el tiempo: le tiró el sayo hacia arriba y penetró en ella.

Cuando Plutón vio este agravio vergonzoso, devolvió la vista a Enero y le hizo ver tan bien como antes. Nadie se encontraba más feliz que Enero al recuperar la vista. Pero sus pensamientos estaban todavía fijos en su mujer, por lo que al poner sus ojos en el árbol constató que Damián había colocado a su esposa de una forma que me resulta imposible explicar sin ser rudo. En aquel momento emitió un rugiente aullido, como el de una madre cuyo hijo está muriéndose, y gritó:

—¡Socorro! ¡Es un crimen! ¡Detened al ladrón! ¿Qué es lo que buscas? ¡Puta! ¡Eres una puta descarada!

—¿Qué te pasa? —repuso ella—. Ten un poco de paciencia y utiliza el cerebro. Acabo de curar tu ceguera. Por mi alma te juro que no miento. Me dijeron que lo mejor para curar tus ojos y que tú vieses de nuevo era que forcejease con un hombre en lo alto de un árbol. Dios sabe que mis intenciones eran buenas.

—¿Forcejear? —gritó él—. ¡Esta sí que es buena! ¡Pero si llegó a entrar! ¡Que Dios os envíe una muerte vergonzosa! Él te la metió. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Que me aspen si no lo he visto!

—En este caso mi medicina no funciona —dijo ella—, pues si tú pudieses ver, no me hablarías así. Solamente ves a ramalazos. No ves todavía como es debido.

—Gracias a Dios, veo tan bien como antes con mis dos ojos —replicó él—. Y palabra de honor que eso era lo que parecía estar haciendo contigo.

—Estás borracho, completamente borracho, mi querido señor —dijo ella—. ¿Estas son las gracias que me das por haber contribuido a que vieses? ¡Ojalá no hubiera tenido tan buen corazón!

—Vamos, vamos, querida —repuso él—, quítate todo eso de la cabeza; baja, queridísima, y si he hablado incorrectamente, que Dios me perdone; ya he sido suficientemente castigado. Pero, ¡por el alma de mi padre!, creí que había visto a Damián encima de ti y tu vestido completamente levantado sobre su pecho.

—Bueno, señor, podéis pensar lo que gustéis. Pero un hombre al despertarse no se entera de las cosas adecuadamente ni ve perfectamente hasta que está totalmente despierto. Del mismo modo, un hombre que ha estado ciego durante mucho tiempo no va a ver instantáneamente igual de bien que un hombre que hace un día o dos que ha recuperado la visión. Antes de que vuestra vista haya tenido tiempo de asentarse, es posible que os equivoquéis frecuentemente sobre lo que creáis ver. Tened cuidado, por favor. Pues, por el Señor de los Cielos, que más de un hombre cree haber visto una cosa que no era. Que vuestras equivocaciones no os lleven a emitir juicios erróneos.

Y, con esto, ella bajó del árbol de un salto.

¿Quién había más feliz que Enero? La besó y abrazó una y otra vez y acarició suavemente su vientre; luego la condujo de regreso a su palacio.

Ahora, caballeros, os deseo felicidad, pues aquí termina mi cuento de Enero. ¡Que Dios y su Madre, Santa María, nos bendigan a todos!

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MERCADER.

Epílogo

Entonces nuestro anfitrión exclamó:

—¡Bueno! ¡Dios sea loado! ¡Que Dios me guarde de una esposa así! Ved qué trucos y añagazas utilizan las mujeres. Siempre, como abejas, laborando para estafarnos, ¡pobres de nosotros! Y siempre retorciendo la verdad, como el cuento del mercader nos ha demostrado claramente. Tengo una esposa, es cierto, y, aunque es pobre, es fiel; pero es una furia y una matraca con su lengua.

»Además, tiene muchos otros defectos; pero no importa, dejémoslo. Pero ¿sabéis qué? aquí, entre nosotros, ojalá no estuviese unido a ella. Sin embargo, sería un estúpido si os relatase sus defectos. ¿Sabéis por qué? Llegaría a sus oídos; alguien de nuestro grupo se sentiría impulsado a contarlo; a quién, no hace falta decirlo. Las mujeres saben muy bien cómo propalar estos asuntos; sin embargo, no tengo cabeza para contarlo todo, por lo que mi cuento ha terminado.

SECCIÓN QUINTA
Prólogo del escudero

Venid aqui, escudero, por favor, y contadnos algo acerca del amor. Seguro que sabéis tanto de él como cualquier otro.

—No, señor —replicó él—, pero haré lo que pueda con todo mi corazón, pues no quiero ir en contra de vuestros deseos. Yo contaré un relato, pero si lo cuento mal, espero que me perdonaréis. Lo haré lo mejor que pueda. Ahí va.

El cuento del escudero
[259]

En Tsarev, en las tierras de Tartana, vivía un rey que guerreaba contra Rusia; y en dichas contiendas muchos hombres valientes perdieron la vida. Este noble rey se llamaba Gengis-kan. En sus tiempos
[260]
gozaba de fama, pues en ninguna parte, ni por tierra ni en los mares, había un señor tan excelente como él en todos aspectos. No carecía de ninguna de las cualidades que un rey debe tener. Mantenía su jurada fidelidad a la fe en la que había nacido. Además, era poderoso, rico, sabio, clemente y siempre justo; fiel a su palabra, honorable, benevolente y de temperamento, constante y firme, animoso, joven y fuerte; en las armas, tan esforzado como cualquier caballero de su palacio. Atractivo y afortunado, vivía en tal real esplendor que no había nadie que pudiese comparársele.

Este gran rey, Gengis-kan, el tártaro, tuvo dos hijos de su esposa Elfeta. El mayor se llamaba Algarsif, y el otro, Cambalo. También tenía una hija, cuyo nombre era Canace, la más joven de los tres. Pero me faltan palabras y elocuencias para lograr describir la mitad de su belleza. No voy a atreverme a una tarea tan dificil; en todo caso, mi lengua no da para tanto. Para describirla a ella por completo se necesitaría a un gran poeta, diestro en retórica, y como yo no lo soy, solamente puedo hablar lo mejor que sé.

Resultó que, cuando Cambuscán había llevado la diadema durante veinte años, mandó (como creo que era su costumbre anual) que se proclamasen celebraciones de su cumpleaños por toda la ciudad de Tsarev
[261]
, para el día preciso en que cayesen, según el calendario, los últimos Idus de marzo
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. Febo, el Sol, brillaba alegre y claro, pues estaba cerca del punto de exaltación en la cara de Marte y en su mansión del caliente y furioso signo de Aries
[263]
. El tiempo era benigno y agradable, por lo que los pájaros, con el verdor de las hojas nuevas y en esta estación del año, cantaban alegremente sus amores a la brillante luz del sol, pues les parecía que habían conseguido protección de la fría y desnuda espada del invierno.

Este Gengis-kan del que hablo, vestido con sus ropajes reales y llevando su diadema, estaba sentado en lo alto de un estrado en su palacio, celebrando el festival por todo lo alto, con tal esplendor y magnificencia como jamás se ha visto en el mundo. Tardaría un completo día de verano en describir todo el espectáculo. Sin embargo, no es necesario detallar el orden por el que se sirvieron los platos, no hablaré de las sopas exóticas ni de los cisnes y garzas reales que se sirvieron asados, pues resulta, como suelen decirnos los caballeros ancianos, que algunos alimentos son allí apreciados como manjares exquisitos y, en cambio, en este país no están bien considerados.

Nadie podría informar sobre las cosas. La mañana va avanzando y no quiero deteneros; en cualquier caso, no sería más que una inútil pérdida de tiempo. Por lo que volveré a donde empecé.

Ahora, después de que hubiesen traído el tercer plato, estando el rey sentado en medio de sus nobles y escuchando a sus juglares que tocaban una deliciosa música ante su asiento en la mesa, de repente un caballero montando un reluciente corcel entró en tromba por la puerta del salón. En su mano llevaba un gran espejo de cristal y en su dedo pulgar, un anillo que brillaba como el oro, mientras que una espada desenvainada colgaba de su lado.

Tan grande era el asombro ante este caballero, que no se oyó ni una palabra mientras se acercaba montado a la mesa presidencial. Jóvenes y viejos le contemplaban fijamente.

Este extraño caballero que había efectuado esa repentina aparición iba totalmente cubierto por una rica armadura, pero no llevaba nada en la cabeza. Primeramente saludó al rey y a la reina; luego, a todos los nobles por el orden en que estaban sentados en el salón, con tan profundo respeto y deferencia, tanto en palabras como con el gesto, que sir Gawain, con su clásica cortesía, dificilmente podría superarle si pudiese regresar del país de la fantasía.

Entonces con voz enérgica expuso su mensaje ante la mesa presidencial (no dejándose nada en el tintero, de acuerdo con el estilo elegante de su lenguaje). Para dar más énfasis a sus palabras adoptó el gesto al significado de lo que decía, según el arte de la elocuencia prescribe a los que lo estudian. Y aunque no sabría imitar su estilo —que era demasiado elevado para que yo pueda llegar a él—, diré que lo que sigue es, si lo recuerdo bien, la idea general de lo que él trató de hacer entender.

Este fue su relato:

—Mi señor feudal, el rey de Arabia y de la India os envía sus mejores saludos en esta ilustre ocasión. En honor de vuestro festival os envía, a través de mí, que estoy aquí para lo que vos mandéis, este caballo de latón. Llueva o haga sol os llevará fácil y cómodamente a donde queráis dentro del espacio de tiempo de un día natural —es decir, veinticuatro horas—, y os transportará vuestro cuerpo, sin que sufráis el menor daño, con tiempo bueno u horroroso, a cualquier punto que queráis visitar. O bien si deseaseis volar por el aire, tan alto como un águila por las alturas, este mismo caballo os llevará a donde queráis ir aunque os durmáis sobre su lomo; y, en menos que canta un gallo, volverá de nuevo. El que lo fabricó era diestro en maquinaria y conocía numerosos conjuros y hechizos mágicos y esperó mucho tiempo a que hubiese una favorable combinación de los planetas antes de terminarlo.

»Y este espejo que sostengo en mi mano es de tal poder, que los que miran en él verán qué peligro amenaza a vuestro reino o a vos mismo. Revelará quién es vuestro amigo y quién vuestro enemigo. Pero además de todo esto, también si alguna bella dama ha puesto su corazón en un hombre, este espejo le mostrará la falacia del hombre si fuese falso y traidor, así como a su nueva enamorada y todas sus mañas, de forma tan clara que nada quedará oculto. Por consiguiente, ante la venida de la agradable estación veraniega, ha enviado este espejo y este anillo que aquí veis a vuestra excelente hija, mi señora Canace, aquí presente.

»Si queréis saber el poder de este anillo, es éste: tanto si ella decide llevarlo en el pulgar como en su bolso, no hay pájaro que vuelva por el cielo cuya canción no entienda ella perfectamente, así como su significado con toda claridad y precisión, al que podrá responder con su propia habla. También conocerá ella las propiedades de toda hierba que crece y a quién beneficia, por profunda y anchas que sean sus hendas.

»Esta espada desenvainada que cuelga a mi lado tiene el poder de hendir y cortar a través de la armadura de cualquier hombre al que ataquéis, aunque la armadura sea tan gruesa como un roble robusto, y el que queda herido por su golpe no sanará jamás, hasta que vuestra compasión os haga acariciar con la parte plana el lugar donde ha sido herido; es decir, tenéis que acariciar la herida con la parte plana de la espada, y entonces la herida se cerrará. Esta es la pura verdad, sin adornos; nunca fallará mientras siga en vuestro poder.

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