Cuentos completos (50 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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11.

En la Editorial corrijo pruebas hasta quedar estúpido. Hace una quincena que estoy dale que dale con una revista de economía. Primero fue un ensayo de setenta páginas, sobre desarrollo económico de Inglaterra en las etapas previas a la revolución industrial. Encontré quince erratas en la cría de ovinos, veinte en los hurtos de tierras comunales, y doce en el patrimonio eclesiástico. El tema no es precisamente una diversión. De noche sueño con residuos feudales y racionalización del proceso productivo. El artículo que me toca hoy trata de la utilización de las leyes económicas. Ahí encuentro nueve erratas en la acción espontánea de las leyes objetivas; dieciocho, en la necesidad natural de la producción social, y apenitas cuatro en la acción concordada de los trabajadores. O sea que esta noche soñaré con las normas tecnicoeconómicas científicamente fundamentadas y el tiempo medio socialmente necesario. ¡Y a mí que me aburrían las matemáticas! Mientras voy corrigiendo, decido no poner atención al tema, por dos razones. Una: que ni aun poniendo atención entiendo de qué se trata. Dos: que si intento empaparme en el asunto, se me escapan las erratas. En una ocasión vuelvo atrás, porque me distraje, y lo bien que hice [no en distraerme sino en volver atrás] porque se me habían pasado nada menos que
congunto
y
eslavones.

A veces me ocurre que leo y leo sin pestañear, y los ojos se me ponen duros de tanto tenerlos abiertos. Ya sé que es idiota, pero de a ratos me parece que si pestañeo, en ese preciso instante se me va a pasar la errata que espera agazapada entre tantas leyes económicas. Entonces lo que hago es señalar con la uña [dicho sea de paso, tengo que limpiármela] la palabreja en que me detengo, miro hacia el costado, pestañeo cómodamente varias veces seguidas y vuelvo a la galera con los ojos ya más humedecidos y menos rígidos. Y sólo entonces retiro la uña, luego de limpiarla con una tarjetita.

12.

A Dionisio —22 años, vecino de barrio, estudiante de química— lo encuentro en Córdoba y Canning. Hace sólo seis meses que no lo veo, pero parece que hubieran pasado por él como diez años. Ha perdido vitalidad, dinamismo, travesura, qué sé yo. No está histérico, sin embargo, como tanto compatriota que encuentro. No, él está calmo. No sé qué es peor. Porque su calma es sobre todo una tristeza bárbara. Al principio no sé qué decirle, qué preguntarle. Siempre fue más lúcido, más inteligente y más seguro que todos nosotros. Cómo voy yo ahora a aconsejarle, a compadecerlo, a ayudarlo. Además, ¿compadecerlo de qué? Le digo si quiere que tomemos una cerveza. Y acepta.

Cuando el mozo deja frente a nosotros los dos balones, Dionisio sonríe por primera vez, pero es una sonrisa gris, sin impulso, apagada. «¡Qué seguro estaba yo! ¿Te acordás?» Claro que me acuerdo. Ya no puedo seguir sin preguntarle. Y le pregunto. Estuvo preso, claro, quién no. Sólo cuatro meses. Los agarraron a él y cinco más, incluido Ruben, en una reunión en lo de Vicky. «¿Te acordás de Vicky?» Por supuesto. No es para olvidarla. Casi le digo eso, pero me freno, quizá porque tengo la impresión de que está a punto de llorar y que ahí está el nudo del problema. Vicky era su noviecita. Y todo tenía aspecto de amor eterno. Siempre se los veía juntos: en el parque, en las asambleas estudiantiles, en el ómnibus, en el cine, en la Facultad. «La llevaron con nosotros. Al principio nos trataron correctamente. Era el "bueno". Como no consiguieron sacarnos nada, nos pasaron al "malo", que ni siquiera se demoró en la etapa de los piñazos. Directamente a la máquina. No sabés lo que es eso. Sufrís por vos y por los otros. Nunca nos amasijaban simultáneamente. Se la agarraban con uno, y que los demás imaginaran lo peor, bajo la capucha. Tan es así que cuando llega el momento de que te la apliquen a vos, tratás de gritar lo menos posible [aunque es imposible no gritar] para joder menos a los que escuchan y no ven. Así estuvimos quince días.» De pronto veo que se afloja, que se tapa la cara con las dos manos. La voz empieza a llegarme entrecortada, por entre sus dedos húmedos y crispados. «La única vez que me sacaron la capucha fue cuando la violaron frente a mí. Me tenían amarrado, desnudo. Y a ella a tres metros, desnuda, con las muñecas y los tobillos atados a una tabla ancha, en el suelo. Fueron como diez. Y ella sabía que yo estaba allí, impotente. Al principio gritó como loca, luego se desmayó, pero ellos siguieron, siguieron. Yo quería cerrar los ojos, pero los tipos se daban cuenta y me los abrían a la fuerza. Tuvieron que llevarla al Hospital Militar. Casi se les muere. Un mes después nos soltaron a todos, menos a Ruben.» No sé qué hacer. Le pongo una mano en el brazo. La gente del café lo mira gemir y balbucear. El mozo viene a preguntar si «su amigo se siente mal» y tengo que inventar que «le han comunicado una desgracia familiar». Dice «pobre» y se aleja con el cinzano y las aceitunas que le pidieron de otra mesa. Dionisio se va calmando, y yo le pregunto dónde y cómo está ahora Vicky. «Vive pero no existe ¿entendés? Nunca se recuperó. No volvió a hablar. La vi, le hablé. No responde, no reconoce a nadie. El viejo tiene guita y la quiere llevar a Europa, a ver si allí pueden hacer algo. Los médicos recomendaron que yo no la viera más, al menos por ahora: era contraproducente, según ellos. Además, a mí me fueron a buscar dos veces a casa. Al final, tuve que salir, y todavía no sé cómo lo conseguí. Salí por Rivera a Brasil, luego por Uruguayana a Argentina, y me vine hasta aquí haciendo dedo. Demoré veinte días.» No puedo quitarme del mate la imagen de Vicky, tan linda, tan emprendedora, tan deportiva, tan buena estudiante. Dionisio levanta la cabeza, los ojos ya sin lágrimas, y mirándose la punta del zapato, dice despacito: «Y todavía falta lo peor de la historia». Tengo que estirarme para oír: «Está embarazada». ¿Vieron? La puta vida también puede ser cursi.

13.

Me refugio en una galería de Santa Fe, porque el tiroteo suena cercano. Y empiezo a mirar vidrieras, para hacer tiempo. Hay una muchedumbre en la galería. Los dueños de las
boutiques
salen ganando con estos tableteos de ametralladora. Porque la gente se pone a salvo en las galerías y siempre termina comprando algo. Además, los que se resguardan compran por cábala, por agradecimiento a ese azar que los pone cerca de Santa Fe cuando van a empezar los tiros. No es lo mismo que la «balacera» [como dice la TV] te pesque en Santa Fe y Talcahuano, o que te agarre cuando cruzás 9 de Julio, o sea en pleno descampado de asfalto. No tengo un solo mango para comprar nada, así que simplemente miro la vidriera de los
casettes,
después la de la ropa de los
playboys,
más allá la de colgajos para hippies, más aquí la de cerámicas, y la de velas de colores, y la de grabadores, y la de cámaras fotográficas. Ya sólo me quedan las
boutiques
femeninas, y me paro frente a una de ellas, sin ver nada, indeciso. De pronto noto que desde adentro alguien saluda con la mano. Tiene que volver a hacer señales, porque en el primer momento pienso que el saludo es para otra de las personas que andan haciendo tiempo o esperando que cesen los tiros. Sólo cuando sonríe me doy cuenta de que es, digamos, Isabel. Saludo sin muchas ganas, y ella me hace señas de que la espere. No la había conocido porque tiene otro peinado, otro color de piel [está como más cobriza] y sobre todo otro atuendo: en vez del vestidito deportivo que llevaba cuando la conocí, o el saco largo de cuando me dejó plantado hace veinte días, ahora lleva uno de esos conjuntos con chaqueta ajustada y pantalones amplísimos. Recuerdo que mi vieja los llama «palazzo» pero yo creo que simplemente son pijamas de calle.

Sale por fin, cargada de paquetes, y no me mira como a cucaracha ni cornisa sino como a joven espigado. Además me besa levemente en la mejilla. El perfume funciona. No sé si me entienden [¿quiénes son ustedes?]. Suave, pero tremendo. De pronto me parece que toda la galería tiene ese perfume. Suave. Pero tremendo.

Está alegre hoy. No taciturna y aburrida como la noche de la reunión, ni ruidosa y frívola como la noche que me dejó plantado. Alegre nomás. Y no menciona la cita incumplida. Tampoco la menciono yo. Nombrarla sería humillarme. Hoy estoy de camisa. También puede ser que la otra noche no me haya reconocido porque llevaba la tricota que me tejió la vieja. Pero, en ese caso, tendría que reprocharme que no fuera a buscarla. O quizá no me lo reprocha para no humillarse ella. «¿Qué hacés aquí? ¿Andás de compras?» Aclaro que me metí en la galería a causa de los tiros. «Yo también. Pero me salió caro. Mirá todo lo que compré.» La ayudo con los paquetes. «Vení conmigo. ¿O tenés algo que hacer?» No, no tengo que hacer. «El auto está a media cuadra. Y ya se acabaron las balas. Por hoy, al menos.» Es cierto. La gente se va reintegrando lentamente a la calle. La avenida recupera su enloquecido ritmo de siempre. La gente grita, ríe, se llama. Dos convertibles, tripulados por varios maricones a todo color, se meten veloces entre los colectivos y los taxis para poder llegar al próximo cruce antes de que se encienda el rojo. Nadie diría que este año ya ha habido novecientos muertos por razones políticas.

Antes de que lleguemos a la playa de estacionamiento, empieza a lloviznar. Así y todo, firma dos autógrafos: a una jovencita de voz chillona y a una señora respetable. Tengo la impresión de que disfruta con el asedio. Otra gente no le pide nada, pero la señala. Ahora la llovizna se transforma en lluvia. Yo me siento libre, nadie me tiene en cuenta, aleluya. Ella acomoda los paquetes en el asiento de atrás. «Qué frío, che. Vení, vamos a casa a tomar un trago. Después de tantos tiros y tantas compras, nos hace falta ¿no? Además, tenemos que festejar el encuentro.»

El apartamento no es lo que se dice suntuoso, pero en cambio es muy confortable. Yo me desparramo en un mueble extraño: muy chico para ser cama y muy grande para ser sofá. Me quedaría horas echado ahí. Desde el fondo de
aquello,
empiezo a examinar el ambiente único. Decido que un apartamento así será el ideal de mi vida cuando ésta se vuelva sedentaria. Por ahora no, porque soy nómada. He notado que los sedentarios siempre son viejos. O maduritos como, digamos, Isabel. Le pregunto si se considera sedentaria. «¿Qué es eso?», inquiere a su vez, con las palabras medio acuosas, porque se está lavando los dientes en el baño. Le aclaro que sedentarios son los que no andan loqueando de domicilio en domicilio, de pradera en pradera, de país en país; éstos, en cambio, se llaman nómadas. Si me oyera la profe de historia, estaría orgullosa de mí. Pero no está orgullosa; está presa. «Entonces soy sedentaria. Odio las praderas. Odio las mudanzas.» Ya me parecía. Eso le sucede por tener cosas que mudar. En cambio, todo mi equipaje soy yo mismo. «Qué lindo eso, parece de Antonio Machado. ¿Sabés que yo empecé haciendo un recital de Antonio Machado?» No, no sé. Evidentemente, ésta se cree que todos estamos al tanto de su biografía. Pero para que vea que sé quién es Antonio Machado, le recito: «Arde en tus ojos un misterio, virgen [pausa] esquiva y compañera [pausa]. No sé si es odio o es amor la lumbre [pausa] inagotable de tu aljaba negra». La cita le hace asomar la cabeza. La cabecita, bah. Digamos Isabel. «Cultísimo, joven, cultísimo. Aprobado por unanimidad.» Ahora está con un blue jean y una polera azul. Se cambió en dos patadas. Como se cambian las actrices, bah. «El whisky ¿lo querés solo o con hielo?» Con hielo, claro. Viene con los dos vasos y se sienta en la alfombra, pose de Buda. «No te quedés en ese camastro. Vení, descendé hasta el pueblo.» Me da lástima dejar el mueble extraño. Además, no me gusta sentarme en el suelo, aunque esta vez medie, entre el suelo y yo, una alfombra tan suave y mullida como ésta; tengo las piernas muy largas y nunca sé dónde ponerlas. Cuando me siento en el suelo, me parece que por todas partes me rodean mis piernas. Pero era más incómodo mirarla desde el camastro, así lo llamó ella, y después de todo no es desagradable sentarme en la alfombra no sólo rodeado por mis piernas sino también por Digamos Isabel en un apartamento de un solo ambiente donde no hay nadie más que rompa los forros.

«La otra noche me dijiste que yo tenía un misterio pequeño y breve. Y también que ese misterio tenía que ver conmigo.» Tengo la impresión de que ya se me pasó el rencor. En los últimos minutos, he empezado a tratarla mejor. Pero de a poco, de a poco. Hay pendejos que se mueren por las actrices. Yo no. Me gustan o no me gustan, pero no me muero por el as. Ésta, por ejemplo, me gusta. Tampoco ella está tranquila del todo. Y eso que debe tener bruta cancha para tratar con nosotros, los jóvenes espigados.

«¿Sabés cuál es el misterio pequeño y breve que tiene que ver conmigo?» Entre dos tragos de Escocia, mi cabeza dice no. Si ella supiera que eso lo dije la otra noche, nada más que para salir del paso. Debe pensar que soy astrólogo o quiromántico. «El misterio es que estoy viviendo en falso.» Ah. «Lo que me dijiste me siguió dando vueltas en el moño. Me costó admitirlo ¿sabés?» Ajá. «Fue por eso que la otra vez, a la salida del ensayo, hice como que no te veía.» Proyecto decir ajajá, pero el estornudo me saca del apuro; además, me sueno discretamente las narices. «¿Te resfriaste con la lluvia? Sí, fue por eso que pasé riéndome como una tarada. Porque no estaba segura.» ¿Segura de qué? «Bueno: de que realmente quería hablar con vos de todo esto. Así que lo dejé al azar. A lo mejor no sabés que los actores somos horriblemente supersticiosos, cabuleros. Si lo encuentro, se lo digo. Si no lo encuentro, se acabó.» Y me había encontrado.

Digamos Isabel está ahora como transfigurada. No sé qué le pasa. Está luminosa. O transparente. La gran siete ¿me estaré enamorando? Ya perdió la transparencia, menos mal. Pero tengo que andar con cuidado. «Sí, estoy viviendo en falso. Fijate, yo no era así. Era bastante mejor que esto. Vengo de una familia bien proleta. ¿Verdad que no lo parece? Hasta hace tres años, mi viejo todavía trabajaba en la fábrica, y mi vieja cosía para las damas del barrio. Ahora no, porque yo gano bastante y les compré una casita y los ayudo. Aparte de que el viejo se jubiló. Y también mi hermano los ayuda. Es traductor simultáneo, gana bien. Pero ¿a qué venía todo esto? Ah, sí. Te decía que vengo de familia proleta. Y por eso mi vocación de actriz, que sí la tengo, no era para llegar a porquerías como
Sueñorreal
.» [No es el título, ya saben.] «Yo siempre quise ser actriz, pero el objetivo esencial era hacer algo útil, ayudar a que la gente entendiera cosas, y no a confundirla, como ahora hago. En el fondo, también ayudo a confundirme.»

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