Cuentos completos (468 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
12.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nunca he podido seguir el argumento de esas películas aunque les preste atención —dijo Gonzalo.

—Y sin embargo están hechas para la mente de un chico de doce años —dijo Rubin, devolviendo el golpe finalmente.

Henry sirvió el café mientras Davenheim decía:

—Estoy de acuerdo con lo que dice Manny. Pienso que un día dedicado a la fonética es a veces la mejor manera de contribuir al problema en que uno está empeñado. Pero, ¿no hay además otro aspecto? Resulta fácil ver que cuando el consciente está ocupado, dejamos al inconsciente libre para hacer lo que desea ocultamente. Pero, ¿permanece oculto? ¿No puede ser que aparezca en la superficie? ¿No podría ser que se haga visible y audible, si no para la misma persona —para la persona que está pensando—, por lo menos para otros?

—¿Qué es lo que quiere decir exactamente, coronel? —preguntó Trumbull.

—Dejemos las formalidades y llamémonos todos por el nombre —dijo Davenheim—. Llámeme Sam. Lo que quiero decir es esto. Suponga que Manny está elaborando un argumento sobre un veneno indetectable…

—¡Jamás! —dijo Rubin enérgicamente—. Las tarántulas están fuera de moda, y también los hindúes místicos y lo sobrenatural. Todo eso es romanticismo del siglo diecinueve. No estoy seguro de que incluso el misterio del cuarto cerrado no haya pasado a ser un tema…

—Sólo es un ejemplo —dijo Davenheim, que se había sentido momentáneamente incapaz de parar la marea—. Luego se dedica a hacer otras cosas para dejar funcionar a su inconsciente, y en lo que a usted respecta podría jurar que ha olvidado el misterio completamente, que no está pensando en eso, que se le ha borrado completamente. Después, en el momento de llamar un taxi, usted grita: "¡Tóxico! ¡Tóxico!"

—Eso me parece rebuscado y no lo acepto —dijo Trumbull, pensativo—, pero comienzo a entender. Jeff, ¿trajiste a Sam aquí porque tiene algún problema?

Avalon se aclaró la garganta.

—Realmente, no. Lo invité el mes pasado por muchas razones… la más importante de ellas es que pensaba que a ustedes les gustaría. Pero anoche se quedó en casa y… ¿Puedo contarles, Sam?

Davenheim se encogió de hombros.

—Este lugar es tan cerrado como una tumba, según dijiste.

—Totalmente —dijo Avalon—. Sam conoce a mi mujer casi tanto tiempo como yo, pero dos veces la llamó Farber en lugar de Florence.

Davenheim sonrió forzadamente.

—Mi inconsciente que intenta salir a la superficie. Podría haber jurado que lo había olvidado.

—No te dabas cuenta —dijo Avalon, y se volvió hacia los otros—. Yo no lo noté. Florence, sí. La segunda vez, ella dijo: "¿Cómo me estás llamando?". Y él dijo: " ¿Qué?". "Me has llamado varias veces, Farber", repuso ella, y Sam se quedó atónito.

—En todo caso —dijo Davenheim—, no es mi inconsciente lo que me preocupa. Es el de él.

—¿El de Farber? —preguntó Drake, apagando la colilla de su cigarrillo con sus dedos manchados.

—El del otro —dijo Davenheim.

—Ya es casi la hora del coñac, de todos modos, Jeff —dijo Trumbull—. ¿Quisieras interrogar a nuestro estimado invitado o quieres que lo haga algún otro?

—No creo que necesite ser interrogado —dijo Avalon—. Quizá nos diga simplemente lo que le preocupa a su inconsciente mientras su consciente se distrae.

—No creo que quiera hacer eso —dijo Davenheim sombríamente—, Es más bien un asunto delicado.

—Tiene mi palabra —dijo Trumbull— de que todo lo que aquí se dice permanece en el secreto más absoluto. Estoy seguro de que Jeff ya se lo ha dicho. Y eso incluye a nuestro estimado Henry. Además, no necesita entrar en detalles, por supuesto.

—No puedo utilizar nombres falsos, sin embargo, ¿no es así?

—No, si es que Farber es nombre verdadero —dijo Gonzalo sonriendo.

—Bueno, ¡qué diablos! —suspiró Davenheim—. En realidad no es una gran historia y puede ser que no sea nada, nada en absoluto. Tal vez esté sumamente equivocado. Pero si no estoy equivocado, será una vergüenza para el ejército y caro para el país. Casi he deseado estar equivocado, pero me he comprometido de tal manera que si estoy equivocado podría estropear para siempre mi carrera. Sin embargo, no me falta mucho para retirarme.

Por un momento pareció perdido en sus pensamientos, y luego dijo ferozmente:

—No, quiero tener razón. Aunque sea vergonzoso, esto tiene que detenerse.

—¿Está detrás de alguna traición? —preguntó Drake.

—No, no en el más estricto sentido de la palabra. Casi desearía que así fuese. Una traición puede contener una inmensa dignidad. A menudo un traidor es sólo el otro lado de la moneda de un patriota. Un traidor para un hombre puede ser un mártir para otro. No estoy hablando del que se deja comprar por centavos. Me refiero al hombre que cree que está sirviendo a una causa superior a su país y que no aceptaría un centavo por los riesgos que corre. Entendemos esto perfectamente cuando se trata de los traidores del enemigo. Los hombres, por ejemplo, a quienes Hitler consideraba…

—¿No se trata de traición, entonces? —preguntó Trumbull un poco impaciente.

—No. Simplemente corrupción. Podrida y hedionda corrupción. Una banda de hombres… de soldados, y siento decirlo, de oficiales, probablemente oficiales de alta graduación… dedicados a robarle un poco al Tío Sam.

—¿Y eso no es traición? —interrumpió Rubin—. Nos debilita y salpica de lodo al ejército. Los soldados que piensan tan poco en su país como para robarle, es difícil que piensen mucho en morir por él.

—Si de eso se trata —dijo Avalon—, la gente pone sus sentimientos y sus acciones en diferentes casillas. Resulta bastante posible robarle al Tío Sam hoy y morir por él mañana, y ser en ambos casos totalmente sincero. Más de un hombre que normalmente engaña a la tesorería de la Nación evadiendo más de la mitad de sus impuestos, se considera un leal patriota norteamericano.

—Dejemos los impuestos fuera de esto —dijo Rubin—. Si uno piensa en qué se gastan la mayoría de los fondos federales se podría hacer una buena defensa alegando que el verdadero patriota es aquel que prefiere ir a la cárcel antes que pagar sus impuestos.

—Una cosa —dijo Davenheim— es no pagar los impuestos por ser consecuente con ciertos principios, admitirlo e ir a la cárcel, y otra cosa es omitir la parte que a uno le corresponde pagar con toda justicia porque se quiere ver cómo otra gente lleva su propia carga y, además, la de uno. Ambas acciones son igualmente ilegales, pero la primera me merece algún respeto. En el caso al que me referí, la única motivación es la avaricia simplemente. Es muy posible que esto implique millones de dólares de los contribuyentes.

—¿Posible nada más? —preguntó Trumbull arrugando el entrecejo.

—Nada más. Hasta ahora. No puedo probarlo y es difícil seguir la pista sin una buena huella. Si me comprometo mucho y no puedo respaldar mis sospechas hasta el final, me partirán por la mitad. Algunos nombres importantes pueden estar implicados… y pueden no estarlo.

—¿Qué tiene que ver Farber con esto? —preguntó Gonzalo.

—Hasta ahora tenemos a dos hombres, un sargento y un conscripto. El nombre del sargento es Farber, Robert J. Farber. El otro es Orin Klotz. No tenemos nada concreto contra ellos.

—¿Nada en absoluto? —preguntó Avalon.

—En realidad, no. Como resultado de las actividades de Farber y Klotz, miles de dólares en material militar se han evaporado, pero no podemos demostrar que sus actos fueran ilegales. En todos los casos estaban protegidos.

—¿Quiere decir que había superiores implicados? —Gonzalo sonrió lentamente—. ¿Oficiales? ¿Gente inteligente?

—Aunque parezca increíble —dijo Davenheim secamente—, es posible que sea así. Pero no tengo pruebas.

—¿No puede interrogar a los dos hombres que ya tiene? —preguntó Gonzalo.

—Ya lo he hecho —dijo Davenheim—. De Farber no puedo conseguir nada. Es el tipo más peligroso de todos, el que hace de instrumento honesto. Creo que es demasiado estúpido como para saber la importancia de lo que hizo, y que, si lo hubiera sabido, no lo habría hecho.

—Enfréntalo con la verdad —dijo Avalon.

—¿Cuál es la verdad? —preguntó Davenheim—. No estoy preparado para poner mis cartas sobre la mesa. Si digo lo que sé, significará que los den de baja deshonrosamente, a lo sumo. El resto de la banda esperará a que las cosas se calmen y luego comenzará otra vez. No, preferiría no mostrar mis cartas hasta el momento en que tenga una buena mano, una mano de la que pueda estar lo suficientemente seguro como para correr el riesgo que tendré que correr.

—¿Se refiere a una pista que lo conduzca a los de más arriba? —preguntó Gonzalo.

—Exactamente.

—¿Y el otro tipo? —prosiguió Gonzalo.

—Ese es el que quiero. Él sabe. Es el cerebro de ese par. Pero no puedo desentrañar su historia. Lo he interrogado una y otra vez y está cubierto.

—Si sólo es una suposición que haya algo más detrás de esos dos hombres, ¿por qué se lo toma tan seriamente? ¿No son muchas las posibilidades de que usted se equivoque? —preguntó Halsted.

—A los demás puede parecerles así —dijo Davenheim—. No hay modo de poder explicar por qué sé que no estoy equivocado, salvo que se crea en mi experiencia. Después de todo, Roger, un matemático experto puede estar bastante seguro de que cierta conjetura es correcta y ser, sin embargo, incapaz de probarla con arreglo a las más estrictas reglas de la demostración matemática, ¿no es así?

—No estoy seguro de que ésa sea una buena analogía —dijo Halsted.

—A mí me parece buena. He hablado con hombres que sin lugar a dudas eran culpables, y con hombres que eran absolutamente inocentes, y sus actitudes son diferentes cuando están bajo las acusaciones. Yo puedo sentir esa diferencia. El problema es que eso que siento es inadmisible como evidencia. Puedo descartar a Farber, pero Klotz es demasiado precavido, suena demasiado claro en lo que dice. Juega conmigo y además disfruta, y eso es algo en lo que no puedo estar equivocado de ninguna manera.

—Si insiste en que puede sentir esas cosas —dijo Halsted no muy satisfecho—, no se puede discutir con usted, ¿no es así? Está más allá de lo racional.

—Simplemente no me equivoco —dijo Davenheim distraídamente, como si ahora se viese atrapado en la furia de sus propios pensamientos hasta el punto de que lo que Halsted decía fuese simplemente otro sonido que no contradecía lo dicho—. Klotz sonríe nada más que un poquito cuando más furiosamente lo persigo. Es como si yo fuera el toro y él el torero; y cuando comienzo a arremeter a fondo, él está allí, rígido, agitando con displicencia su capa aun costado, desafiándome a cornearlo. Y cuando lo intento, la capa vuela por sobre mi cabeza y él ya no está más.

—Me temo que te atrapó, Sam —dijo Avalon, sacudiendo la cabeza—. Si llegaste al punto en que sientes que está jugando contigo, no podrás confiar más en tu juicio. Deja que otro te reemplace.

Davenheim sacudió la cabeza.

—No, si es lo que yo creo —y sé que es así—, quiero ser yo quien lo haga saltar.

—Mire —dijo Trumbull—. Tengo poca experiencia en esas cosas, pero ¿cree usted que Klotz puede abrirle este caso? Es sólo un conscripto, y sospecho que aunque haya algún tipo de conspiración, él debe de saber muy poco.

—Está bien. Eso lo acepto—dijo Davenheim—. No espero que Klotz me entregue la luna. Sin embargo, tiene que conocer a otro hombre, a alguien más arriba. Debe de saber algún otro hecho, algo que esté más cerca del centro de este asunto de lo que él está. Lo único que persigo es ese otro hombre y ese otro hecho. Es todo lo que pido. Y lo que no soporto es que a él se le escapa y aun así no lo descubro.

—¿Qué quiere decir con eso de que se le escapa? —preguntó Trumbull.

—Ahí es donde entra el inconsciente —dijo Davenheim—. Cuando él y yo estamos en pleno debate, él está enteramente ocupado conmigo, completamente empeñado en detenerme, en despistarme, en intrigarme, en hacerme correr detrás de fantasmas. Ese es su juego, ¡maldita sea! Lo último que haría es darme la información que busco, pero de todos modos la tiene, y cuando se halla ocupado pensando en lo otro, la información se le escapa. Cada vez que estoy cerca de lo que quiero, cuando lo hago retroceder y lo acorralo cuando mis cuernos se clavan en su capa a centímetros de su piel, él canta.

—¿El qué? —explotó Gonzalo, y hubo una conmoción general entre los Viudos Negros. Sólo Henry no mostró señales de emoción mientras. Volvía a llenar varias de las tazas de café.

—Canta —dijo Davenheim—. Bueno; tanto como eso, no. Tararea. Y siempre la misma melodía.

—¿Qué melodía? ¿Algo que usted conoce?

—Por supuesto que la conozco. Todo el mundo la conoce. Es Yankee Doodle.

—Hasta el Presidente Grant, que no tenía oído para la música, la sabía —dijo Avalon lentamente—. Decía que conocía dos melodías. Una era Yankee Doodle y la otra no era.

—¿Y es Yankee Doodle lo que puede revelar el misterio? —preguntó Drake con esa precavida expresión que aparecía en sus ojos cada vez que empezaba a dudar de la salud mental de alguna persona.

—De alguna manera sí. Él oculta la verdad lo más hábilmente que puede, pero ésta emerge de todos modos de su inconsciente. Sólo un extremo; sólo la punta del iceberg. Yankee Doodle es esa punta. No la entiendo. No es lo suficientemente grande como para poder agarrarse a ella. Pero ahí está. Estoy seguro de eso.

—¿Quiere decir que la solución de su problema está en alguna parte de Yankee Doodle? —preguntó Rubin.

—¡Sí! —dijo Davenheim enfáticamente—. Estoy totalmente seguro. Lo que sucede es que él no está consciente de estar tarareando. En cierto momento le dije: "¿Qué es eso?", y él me miró atónito. Le pregunté: "¿Qué es lo que tararea?", y juraría que me miró con sincera sorpresa.

—¿Como cuando la llamaste Farber a Florence? —dijo Avalon.

Halsted sacudió la cabeza.

—No veo cómo puede darle tanta importancia a esto. Todos nosotros hemos tenido la experiencia de ciertas melodías que se fijan en nuestra mente y de las cuales no nos podemos deshacer por algún tiempo. Estoy seguro de que las tarareamos por lo bajo de vez en cuando.

—Alguna que otra vez, quizá. Pero Klotz tararea sólo Yankee Doodle y sólo en los momentos específicos en que lo pongo en apuros. Cuando las cosas se ponen tensas por mis presiones para descubrir esa conspiración de corrupción —que estoy seguro de que existe—, surge esa melodía. Debe de tener algún significado.

Other books

Western Star by Bonnie Bryant
Songs of the Dead by Derrick Jensen
The Chinaman by Stephen Leather
Love and Decay, Episode 10 by Higginson, Rachel
The Cave by Kate Mosse
Home for Christmas by Holt, Kristin
An Engagement in Seattle by Debbie Macomber