Cuentos completos (332 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
2.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡El polvo! El polvo del aire. Contiene berilio. Pregúnteselo al doctor Vernadsky. —¿Qué dices?

—Sí —afirmó Mark—. Figuraba en los datos que usted me mostró. La cantidad de berilio que contiene la corteza es muy elevada; por consiguiente, también lo debe contener la atmósfera.

—¿Y qué si contiene berilio? —dijo Sheffield—. Por favor, Vernadsky, déjeme que le pregunte.

—Este berilio provoca envenenamiento. Al respirar polvo de berilio, se forman en los pulmones unos granulomas malignos e imposibles de curar. ¿Qué son granulomas? No lo sé. La respiración se hace difícil y el enfermo termina por morir.

Una nueva voz, muy agitada, se unió a las exclamaciones generales.

—¿De qué habla este muchacho? No es médico. Era Novee.

—Desde luego que no —repuso Mark con vehemencia—. Pero leí una vez un libro antiquísimo sobre venenos. ¡Era tan antiguo que estaba impreso en hojas de papel, figúrense! En la biblioteca había alguno de estos libros y yo los leí atraído por su rareza.

—Muy bien —dijo Novee—. ¿Y qué leíste? ¿Puedes repetírmelo?

Mark levantó la barbilla con altivez.

—Claro que puedo. Palabra por palabra: «Una sorprendente variedad de reacciones enzimáticas en el cuerpo resulta activada por cualquier número de iones metálicos bivalentes de radio iónico similar. Entre éstos figuran el magnesio, el manganeso, el cinc, el hierro, el cobalto y el níquel, así como otros iones. Frente a todos éstos, el ion de berilio, que posee una carga y tamaño similares, actúa como inhibidor. Por lo tanto, el berilio sirve para desordenar cierto número de reacciones enzimocatalíticas. Como los pulmones no poseen ningún medio para expulsar al berilio, diversos trastornos metabólicos, causantes de graves enfermedades y la muerte, pueden producirse a consecuencia de inhalar polvo que contenga ciertas sales de berilio. Se conocen casos en que una sola exposición ha provocado la muerte. La aparición de los síntomas es engañosa, pues a veces tarda dos y tres años. El pronóstico no es bueno. El capitán, agitado, se inclinó hacia delante.

—¿Qué significa esto, Novee? ¿Tiene sentido lo que dice este muchacho? —Todavía no sé si tiene razón, pero no es absurdo lo que dice.

—¿Quiere decir que no sabe si el berilio es venenoso? —preguntó Sheffield, con aspereza.

—No, no lo sé —respondió Novee—. Desconozco este particular. No tengo noticia de ningún caso.

—¿Tiene el berilio alguna utilización particular? —dijo Sheffield a Vernadsky—. ¿Lo sabe usted?

—No —repuso Vernadsky, sorprendido—, no se utiliza para nada. La verdad, no lo recuerdo. Sin embargo, en los primeros tiempos de la energía atómica, se empleaba en las primitivas pilas de uranio como decelerador de los neutrones, junto con otros materiales como parafina y grafito. Ahora me acuerdo. —¿Y ya no sigue empleándose? —preguntó Sheffield.

—No.

—Creo recordar que en las primeras lámparas fluorescentes se emplearon capas de berilio y cinc —dijo un especialista en electrónica. —Pero, ¿nada más? —preguntó Sheffield.

—No.

—Bien, escuchen —dijo Sheffield—. En primer lugar, todo cuanto cita Mark es exacto. En mi opinión, el berilio es venenoso. En la Tierra, eso no tiene importancia, porque el contenido de berilio en la corteza terrestre es muy bajo. Cuando el hombre concentró el berilio para emplearlo en pilas nucleares, en lámparas fluorescentes, o incluso en aleaciones, descubrió su toxicidad y buscó sustitutos. Los encontró, se olvidó del berilio y también de su toxicidad. Por eso, al llegar a un planeta desusadamente rico en berilio como Júnior, no supo cuál era la causa de su misteriosa enfermedad.

—¿Qué significa eso de que el pronóstico no es bueno? —preguntó Cimon, que parecía no escuchar.

Con aire abstraído, Novee contestó:

—Significa que los que han contraído el envenenamiento por berilio ya no tienen salvación.

Cimon se dejó caer pesadamente en su silla. Volviéndose a Mark, Novee le dijo: —Supongo que los síntomas del envenenamiento por berilio…

—Puedo darle la lista completa —repuso Mark, interrumpiéndole—. No entiendo el significado de las palabras, pero…

—¿Hay uno llamado disnea»?

—Sí.

Novee suspiró:

—Volvamos a la Tierra cuanto antes para someternos a tratamiento.

—Pero, ¿de qué servirá, si no podemos salvarnos? —preguntó Cimon, con voz débil.

—La medicina ha progresado mucho desde que los libros se imprimían sobre papel —dijo Novee—. Además, quizá no hayamos recibido la dosis tóxica. Los primeros colonos soportaron un año de exposición continua. Nosotros sólo hemos estado un mes, gracias a la pronta y enérgica acción de Mark Annuncio. Fawkes, casi a punto de llorar, gritó:

—¡Por amor del espacio! ¡Capitán, sáquenos de aquí y haga regresar esta nave a la Tierra!

Aquello significó el fin del juicio. Sheffield y Mark salieron entre los primeros.

Cimon fue el último en abandonar su asiento. Cuando se levantó, tenía el aspecto de un hombre condenado a muerte.

26

El Sistema LaGrange sólo era una estrella perdida en el enjambre que se perdía a lo lejos, mientras Sheffield contemplaba la gran mancha luminosa.

—Un planeta tan hermoso… —suspiró—. Bien, confiemos en que vamos a sobrevivir. En cualquier caso, esto servirá para que el Gobierno vigile los planetas con elevada proporción de berilio. Este engañabobos ya no servirá para atrapar de nuevo a la Humanidad.

Mark no participaba de aquel idealismo: el proceso fue sobreseído y la excitación había terminado. Si en sus ojos había lágrimas, se debía a la idea de que podía morir. Y si moría, habría tantas y tantas cosas en el universo que nunca podría aprender…

Riesgo (1955)

“Risk”

La Base Hiper había vivido para aquel día. Ocupando toda la tribuna de la sala de observación, en un orden de precedencia estrictamente dictado por el protocolo, había un grupo de oficiales, científicos, técnicos y otros que solamente podían ser catalogados con la calificación general de «personal». De acuerdo con sus temperamentos individuales, aguardaban esperanzados, intranquilos, conteniendo el aliento, ansiosos, o temerosos de aquella culminación de sus esfuerzos.

El hueco interior del asteroide conocido como la Base Hiper se había convertido para aquel día en el centro de una esfera de férrea seguridad que se extendía a más de quince mil kilómetros a su alrededor. Ninguna nave podía entrar en aquella esfera y sobrevivir. Ningún mensaje podía abandonarla sin escrutinio previo.

A mil quinientos kilómetros de distancia, más o menos, un pequeño asteroide se movía exactamente en la órbita en la que había sido emplazado un año antes, una órbita que circundaba la Base Hiper en un círculo tan perfecto como era posible. El número de identidad del pequeño asteroide era H937, pero nadie en la Base Hiper lo llamaba de otro modo que Él. («¿Has estado en él hoy?» «El general está en él, echando humo», y finalmente el pronombre personal había alcanzado, la dignidad de la mayúscula.)

En Él, desocupado ahora que se aproximaba el segundo cero, estaba la Parsec, la única nave de su clase jamás construida en la historia del hombre. Aguardaba, sin tripulación humana, lista para su despegue hacia lo inconcebible.

Gerald Black que, como uno de los brillantes ingenieros etéricos jóvenes, ocupaba un puesto de primera fila, hizo chasquear sus amplios nudillos, se secó las sudorosas palmas en la manchada bata blanca, y dijo ácidamente:

—¿Por qué no va a molestar usted al general, o a la dama que lo acompaña?

Nigel Ronson, de la Interplanetary Press, miró brevemente a través del estrado hacia el resplandeciente general de división Richard Kallner y a la anodina mujer que estaba a su lado, apenas distinguible junto al rutilante uniforme del hombre.

—Lo haría —dijo—, pero estoy interesado en las noticias.

Ronson era bajo y regordete. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado al cepillo, cortado a menos de un centímetro, el cuello de la camisa abierto, y las perneras de sus pantalones largas hasta los tobillos, en una fiel imitación de los periodistas que eran más populares en la televisión. Sin embargo, era un buen periodista.

Black era robusto, y su negro pelo dejaba poco espacio para su frente, pero su cerebro era tan hábil como sus gruesos dedos torpes. Dijo:

—Ellos tienen todas las noticias.

—Tonterías —replicó Ronson—. Kallner no tiene apenas cuerpo bajo todos esos entorchados. Quíteselos, y no encontrará más que un transmisor enviando órdenes a los de abajo y cargando su responsabilidad a los de arriba.

Black estuvo a punto de sonreír, pero reprimió su sonrisa.

—¿Qué hay acerca de la doctora? —preguntó.

—La doctora Susan Calvin, de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos —entonó el periodista—. La dama tiene hiperespacio en el corazón y helio liquido en los ojos. Pasaría a través del sol y saldría por el otro lado envuelta en llamas congeladas.

Black se acercó un poco más a la sonrisa.

—¿Qué le parece el director Schloss, entonces?

—Sabe demasiado —dijo Ronson sin reflexionar—. Pero con el tiempo que pierde alimentando la débil llamita de la inteligencia en sus oyentes y disminuyendo la antorcha de su propio cerebro por miedo a cegarlos permanentemente con su deslumbrante fuerza, termina siempre por no decir nada.

Esta vez Black mostró sus dientes.

—Entonces dígame por qué me ha escogido a mí.

—Muy fácil, doctor. Lo observé, e imaginé que era usted demasiado feo como para ser estúpido y demasiado listo como para perderse una posible oportunidad de hacerse un paco de buena publicidad personal.

—Recuérdeme que le dé un puñetazo algún día —dijo Black—. ¿Qué es lo que quiere saber?

El hombre de la Interplanetary Press señaló hacia el pozo y preguntó:

—¿Va a funcionar eso?

Black miró también hacia abajo, y sintió un vago estremecimiento, como si acabara de recibir una ráfaga del tenue viento nocturno marciano. El pozo era una enorme pantalla de televisión, dividida en dos. Una mitad era una vista general de Él. En la gris superficie llena de cráteres de Él se hallaba la Parsec brillando tenuemente a la débil luz del sol. La otra mitad mostraba la sala de control de la Parsec. No había vida en aquella sala de control. En el asiento del piloto había un objeto cuya vaga humanidad no ocultaba en ningún momento el hecho de que era tan sólo un robot positrónico.

—Físicamente, amigo, eso funcionará —dijo Black—. El robot lo hará hasta su objetivo y regresará. ¡Espacio!, qué éxito tuvimos con esa parte del asunto. Yo la presencié toda. Vine aquí dos semanas después de obtener mi graduación en física etérica y he estado aquí, sin tomarme vacaciones ni permisos, desde entonces. Estaba aquí cuando enviamos la primera pieza de alambre de hierro a la órbita de Júpiter y la hicimos volver a través del hiperespacio…, y conseguimos tan sólo limaduras de hierro. Estaba aquí cuando enviamos ratones blancos hasta allí y los hicimos volver y conseguimos carne picada de ratón.

»Después de eso pasamos seis meses estableciendo un hipercampo estable. Tuvimos que eliminar intervalos tan pequeños como diezmilésimas de segundo de punto a punto a fin de hacer viable el hiperviaje. Después de eso, los ratoncitos blancos empezaron a regresar intactos. Recuerdo cómo estuvimos una semana celebrándolo cuando un ratón blanco regresó vivo y vivió diez minutos antes de morir. Ahora viven durante tanto tiempo como podemos seguir cuidándolos.

—¡Espléndido! —dijo Ronson.

Black le miró de soslayo.

—Dije: físicamente, funcionará. Esos ratoncitos blancos que regresan…

—¿Sí?

—Carecen de mente. Ni siquiera una pequeña mente tipo ratón. No comen. Tienen que ser alimentados a la fuerza. No se emparejan. No corren. Se quedan sentados. Sentados. Sentados. Eso es todo. Finalmente arreglamos las cosas para enviar un chimpancé. Fue lastimoso. Era algo demasiado parecido a un ser humano como para que el contemplarlo fuera soportable. Regresó convertido en un montón de carne que podía hacer unos limitados movimientos arrastrantes. Podía mover los ojos, y a veces podía escarbar. Gemía y se sentaba sobre sus propios excrementos sin moverse en absoluto. Alguien le pegó un tiro un día, y todos nos sentimos agradecidos por ello. Le diré esto, amigo: nada que haya ido nunca al hisperespacio ha vuelto trayéndose su mente consigo.

—¿Puedo publicar eso?

—Después de este experimento, quizá. Esperan grandes cosas de él.

Black alzó ligeramente una comisura de la boca.

—¿Usted no?

—¿Con un robot en los controles? No.

Casi automáticamente, la mente de Black regresó a aquel interludio, hacía algunos años, cuando había sido inconscientemente responsable de casi la pérdida de un robot. Pensó en los robots Nestor que habían llenado la Base Hiper con su conocimiento adquirido y sus perfeccionistas imperfecciones. ¿De qué servía hablar de robots? Él no era, por naturaleza, un misionero.

Pero entonces Ronson, llenando el prolongado silencio con un poco de charla intrascendente, dijo, mientras reemplazaba el chicle de su boca con una nueva barra:

—No me diga que es usted un antirrobots. Siempre he oído decir que los científicos eran el único grupo que no es antirrobots.

La paciencia de Black se rompió. Dijo:

—Eso es cierto, y ahí está el problema. La tecnología funciona a base de robots. Cualquier trabajo tiene que tener un robot al lado, o el ingeniero a cargo se siente estafado. Desea usted un sujeta-puertas: compre un robot con unos pies pesados. Eso es cierto.

Estaba hablando con una voz baja e intensa, dirigiendo directamente las palabras al oído de Ronson.

—Eh, yo no soy un robot. No la tome conmigo. Soy un hombre. Homo sapiens. Ha estado a punto de romperme un hueso. ¿No es eso una prueba?

Pero una vez lanzado, Black necesitaba algo más que una frivolidad para detenerle.

—¿Sabe usted cuánto tiempo se ha perdido preparando todo esto? —preguntó—. Hemos construido un robot perfectamente generalizado y le hemos dado una orden. Punto. Yo oí dar esa orden. La he memorizado. Breve y concisa: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».

»De modo que, a la hora cero, el robot agarrará la palanca de control y tirará de ella firmemente hacia sí. Sus manos han sido calentadas hasta la temperatura de la sangre. Una vez la palanca de control se halla en posición, la expansión calorífica completa el contacto y se inicia el hipercampo. Si le ocurre algo a su cerebro durante el primer viaje a través del hiperespacio; no importa. Todo lo que necesita hacer es mantener la posición un microinstante, y la nave regresará y el hiperespacio se desconectará. Nada puede ir mal. Luego estudiaremos todas sus relaciones generalizadas y veremos lo que ha ido mal, si es que algo ha ido mal.

Other books

Southern Fried Dragon by Badger, Nancy Lee
Southern Ghost by Carolyn G. Hart
The Suitors by Cecile David-Weill
Echo by Crafter, Sol
Desire in Any Language by Anastasia Vitsky
McCade's Bounty by William C. Dietz
A Christmas Surprise by Downs, Lindsay
Savor Me by Aly Martinez
The Sons of Adam by Harry Bingham
House of Many Tongues by Jonathan Garfinkel