Cuentos completos (253 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Sills, que había permanecido silencioso durante toda la conversación, se puso repentinamente en pie.

—¡Váyase de aquí! ¿Me ha oído? Váyase, antes de que llame a la policía.

—Pero, profesor Sills, no se excite —Hornswoggle retrocedió hacia la puerta que Taylor había abierto. La traspasó, todavía protestando, y murmuró un juramento cuando la puerta se cerró de golpe tras él.

Sills se dejó caer en la silla más cercana con cansancio.

—¿Qué debemos hacer, Gene? No ofrecen más que dos mil. Hace una semana eso hubiera superado todas mi esperanzas, pero ahora…

—No pienses más en eso. Este tipo ha pretendido engañarnos. Escucha, voy a llamar a Staples inmediatamente. Se lo venderemos por lo que podamos conseguir (lo más posible), y si entonces hay dificultades con Bankhead… bueno, será asunto de Staples. —Le dio una palmada en la espalda—. Nuestras dificultades prácticamente han terminado.

Sin embargo, por desgracia, Taylor estaba en un error; sus dificultades no habían hecho más que comenzar.

Al otro lado de la calle, una figura furtiva, de ojos pequeños y brillantes que asomaban tras el cuello levantado del abrigo, vigilaba cuidadosamente la casa. Un policía curioso lo hubiera identificado como Slappy Egan si se hubiera molestado en mirarle, pero ninguno lo hizo y Slappy continuó vigilando.

—¡Caracoles! —murmuró para sí—. Esto va a estar chupado. Está en el piso de abajo, la ventana de atrás puede abrirse con un pico cualquiera, no hay alarma, ni nada —emitió una risita entre dientes y se alejó.

Slappy no era el único que tenía un plan. Peter Q. Hornswoggle, mientras se alejaba, maduraba las extrañas ideas que producía su macizo cráneo… ideas que implicaban cierta cantidad de acciones poco ortodoxas.

Y J. Throgmorton Bankhead desarrollaba igual actividad. Como miembro de esa clase de personas imperiosas conocidas como «trafagonas» y carente por completo de escrúpulos sobre el medio de conseguir lo que quería, sin la menor intención de pagar un millón de dólares por el secreto del amonio, consideró necesario recurrir a uno de sus conocidos. Este, aunque muy útil, era un poco desagradable, y Bankhead creyó conveniente tener mucho cuidado y prudencia a lo largo de su entrevista. Sin embargo, la conversación que sobrevino concluyó de forma muy agradable para ambos.

Walter Sills despertó de un sueño intranquilo con sorprendente brusquedad. Escuchó ansiosamente un momento y luego se inclinó para sacudir a Taylor. No recibió más respuesta que unos sonidos incoherentes.

—Gene, Gene, ¡despiértate! ¡Vamos, levántate!

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Por qué me molestas…?

—¡Calla! Escucha, ¿lo oyes?

—No oigo nada. Déjame en paz, ¿quieres?

Sills se puso un dedo sobre los labios y Taylor calló. Se oía un ruido de pisadas abajo, en el laboratorio.

Los ojos de Taylor aumentaron de tamaño y el sueño los abandonó completamente.

—¡Ladrones! —susurró.

Los dos se deslizaron fuera de la cama, se pusieron la bata y las zapatillas, y avanzaron de puntillas hacia la puerta.

Taylor llevaba un revólver y abrió la marcha escaleras abajo.

Quizá se hallaban a mitad del tramo, cuando oyeron un repentino grito de sorpresa, seguido por una serie de ruidos estridentes. Esto duró unos momentos y después se oyó un gran estrépito de cristales.

—¡Mi amonio! —gritó Sills con voz alarmada, y se precipitó escaleras abajo, evitando los brazos de Taylor, que trataba de detenerle.

El químico irrumpió en el laboratorio, seguido de cerca por su iracundo socio y encendió la luz. Dos personas que estaban luchando parpadearon, cegadas por la súbita iluminación, y se separaron.

Taylor las apuntó con el revólver.

—Bueno, es un bonito espectáculo — dijo.

Uno de los dos se puso tambaleantemente en pie en medio de un montón de cubetas y frascos rotos, y, apretándose un corte que tenía en la muñeca, inclinó su grueso cuerpo en un saludo todavía digno. Era Peter Q. Hornswoggle.

—No hay duda —dijo, mirando con nerviosismo el arma de fuego— de que las circunstancias parecen sospechosas, pero puedo explicarlo todo fácilmente. Verán, a pesar del rudo trato que he recibido tras formular mi razonable proposición, sentía un gran interés por ustedes dos.

»Por lo tanto, como hombre de mundo, y conociendo la maldad del género humano, decidí vigilar su casa esta noche, ya que vi que no habían tomado precauciones contra los ladrones. Juzguen mi sorpresa al ver a esa sospechosa criatura —señaló al matón de nariz aplastada que aún continuaba en el suelo, completamente aturdido— introduciéndose en la casa por la ventana posterior.

»Inmediatamente, he arriesgado vida y miembros en seguir al criminal, intentando salvar su gran descubrimiento por todos los medios. Realmente creo que lo que he hecho tiene mucho mérito. Estoy seguro de que verán que soy una persona útil y que reconsiderarán sus respuestas a mis proposiciones.

Taylor escuchó todo esto con una sonrisa cínica.

—No hay duda de que miente con mucha facilidad, ¿verdad, P. Q.?

Hubiera proseguido largo rato y con mayor energía si el otro ladrón no hubiese levantado súbitamente la voz en una decidida protesta:

—Caracoles, jefe, ese gordo patán sólo intenta meterme en un lío. Yo no hago más que obedecer órdenes, jefe. Un tipo me ha contratado para venir a robar la caja fuerte y sólo estoy ganando un dinero honrado. Nada más que un pequeño robo de dinero, jefe, no pensaba hacer daño a nadie.

»Entonces, justo cuando iba a ponerme a trabajar… entrando en calor, por así decirlo… entra ese tipejo con un cincel y un soplete y va hacia la caja. Bueno, naturalmente, no me gusta tener competencia, así que me lanzo sobre él y luego…

Pero Hornswoggle se había erguido con helada arrogancia.

—Veremos si la palabra de un gángster vale más que la de alguien que, puedo decirlo sinceramente, fue, en su tiempo, uno de los miembros más eminentes del gran…

—Callen los dos —gritó Taylor, moviendo amenazadoramente la pistola—. Voy a llamar a la policía y podrán molestarlos a ellos con sus historias. Dime, Walt, ¿está todo en orden?

—Creo que sí —Sills regresó de su inspección por el laboratorio—. Sólo han destrozado cubetas vacías. Todo lo demás está intacto.

—Perfectamente —empezó Taylor, y entonces se interrumpió, consternado.

Desde el pasillo, entró un individuo tranquilo, con el sombrero muy tirado sobre los ojos. Un revólver, sostenido con experiencia, cambió considerablemente la situación.

—O.K. —gruñó a Taylor—, ¡tira la pistola!

El arma de este último resbaló por sus dedos recios y golpeó el suelo con un ruido seco.

El nuevo intruso examinó a los otros cuatro con una mirada sardónica.

—¡Bueno! Así que había otros dos tratando de adelantárseme. Este lugar parece muy concurrido.

Sills y Taylor permanecieron inmovilizados por la sorpresa, mientras los dientes de Hornswoggle castañeteaban enérgicamente. El primer gángster retrocedió unos pasos con intranquilidad, mientras murmuraba:

—Por todos los diablos, es Mike el
Bala
.

—Sí —gruñó Mike—, el mismo. Hay muchos tipos que me conocen y saben que no me asusta apretar el gatillo siempre que tengo ganas. Vamos, calvo, empieza a trabajar. Ya sabes… el material sobre tu oro falso. Vamos, antes de que cuente cinco.

Sills se dirigió lentamente hacia la antigua caja fuerte que había en un rincón. Mike retrocedió con negligencia para dejarle paso y, al hacerlo, la manga de su abrigo rozó un estante. Una botellita de solución de sulfato de sodio se tambaleó y cayó. Súbitamente inspirado, Sills gritó:

—¡Dios mío, cuidado! ¡Es nitroglicerina!

La botella golpeó el suelo con un gran tintineo de cristales rotos, e, involuntariamente, Mike dio un grito y saltó a un lado con violenta consternación. Y al hacerlo, Taylor se abalanzó sobre él con un rápido movimiento. Al mismo tiempo, Sills se apresuró a recuperar la caída arma de Taylor para apuntar a los otros dos. Sin embargo, ya no era necesario. Al iniciarse la confusión, ambos habían desaparecido apresuradamente en la oscuridad de la noche de donde habían venido Taylor y Mike el
Bala
rodaron por el suelo del laboratorio, abrazados en una lucha desesperada mientras Sills les seguía, rogando por un momento de relativa quietud que le permitiera poner el revólver en súbito y agudo contacto con el cráneo del gángster.

Pero tal momento no llegó. De repente Mike se abalanzó, agarró por sorpresa a Taylor por debajo de la barbilla, y se liberó. Sills gritó con consternación y apretó el gatillo en dirección a la figura que huía. El disparo no dio en el blanco y Mike escapó ileso. Sills no intentó seguirle.

Un chorro de agua fría devolvió el conocimiento a Taylor. Sacudió la cabeza con aturdimiento al contemplar el desorden reinante.

—¡Caramba! —dijo—.¡Vaya noche!

Sills gruñó:

—¿Qué vamos a hacer ahora, Gene? Nuestras mismas vidas están en peligro. Nunca pensé en la posibilidad de unos ladrones, si no, no hubiera comunicado el descubrimiento a los periódicos.

—Oh, bueno, el mal ya está hecho. No sirve de nada lamentarse. Ahora, escucha, lo primero que tenemos que hacer es acostarnos otra vez. No volverán a molestarnos esta noche. Mañana ve al banco y pon los papeles que esbozan los detalles del proceso en la cámara acorazada (cosa que ya tendrías que haber hecho). Staples vendrá a las tres de la tarde; cerraremos el trato, y después, por fin, viviremos felizmente para siempre.

El químico movió la cabeza con tristeza.

—Hasta ahora el amonio nos ha causado muchos trastornos. Casi me gustaría no haber conocido su existencia. Preferiría seguir haciendo análisis minerales.

Mientras Walter Sills atravesaba traqueteando la ciudad hacia su banco, no encontraba ninguna razón para cambiar su anhelo. Ni siquiera el consolador y agradable bamboleo de su antiguo y abollado automóvil logró alegrarle. De una vida caracterizada por una pacífica monotonía, había entrado en un periodo de agitación, y no estaba nada satisfecho con este cambio. «Los ricos, igual que los pobres, tienen sus propios problemas específicos», se dijo sentenciosamente a sí mismo mientras detenía el coche ante el edificio de mármol de dos pisos que era el banco. Salió con cuidado, alargó sus piernas entumecidas, y se dirigió a la puerta giratoria.

Sin embargo, no llegó a ella. Dos corpulentos ejemplares de la raza humana aparecieron de repente junto a él, uno a cada lado, y Sills sintió que un objeto pesado le apretaba las costillas con dolorosa intensidad. Abrió involuntariamente la boca, y fue retribuido con una voz helada junto a su oído:

—Quieto, calvo, o recibirás lo que te mereces por el sucio truco que me jugaste anoche.

Sills se estremeció y guardó silencio. Reconoció fácilmente la voz de Mike el
Bala
.

—¿Dónde está la fórmula? —preguntó Mike—, y contesta deprisa.

—En el bolsillo de la americana — murmuró Sills con voz trémula.

El compañero de Mike metió diestramente la mano en el bolsillo indicado y sacó tres o cuatro hojas dobladas.

—¿Es esto, Mike?

Este lanzó una rápida mirada e hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, ya son nuestros. De acuerdo, calvo, ¡sigue tu camino!

Después de propinarle un inesperado empujón, los dos gángsters subieron a su coche y se alejaron rápidamente, mientras el químico caía tendido en la acera. Unas manos amables le levantaron.

—Estoy bien —logró articular—. Sólo he tropezado, nada más. No me he hecho daño.

Volvió a encontrarse solo, entró en el banco y se desplomó en el sillón más próximo, a punto de desmayarse. No existía ninguna duda: la nueva vida no era para él.

Pero debería habérselo imaginado.

Taylor había entrevisto la posibilidad de que ocurriera una cosa así. Incluso a él mismo le pareció que un coche le seguía. Sin embargo, con la sorpresa y el susto, había estado a punto de echarlo todo a perder. Se encogió de hombros y, quitándose el sombrero, extrajo unas cuantas hojas de papel dobladas de la tira de tafilete. No se requerían más de cinco minutos para depositarlas en la cámara acorazada, y ver cómo se cerraba la resistente puerta de acero. Se sintió aliviado.

—Me pregunto lo que harán —se dijo cuando regresaba a su casa— cuando intenten seguir las instrucciones del papel que tienen —Frunció los labios y movió la cabeza—. Si lo hacen, habrá una explosión tremenda.

Cuando Sills llegó a su casa, encontró a tres policías paseando arriba y abajo de la acera frente a la casa.

—Protección policíaca —explicó luego Taylor—, para que no se repita lo de anoche.

El químico relató los acontecimientos ocurridos en el banco y Taylor asintió severamente.

—Bueno, ahora les hemos hecho jaque mate. Staples vendrá dentro de dos horas, y la policía cuidará de todo hasta entonces. Después —se encogió de hombros—, será asunto de Staples.

—Escucha, Gene —intervino repentinamente el químico—, estoy preocupado por el amonio. No he comprobado su facultad para dorar y ya sabes que esto es lo más importante. ¿Y si viene Staples y vemos que no sirve para nada?

—Humm —Taylor se acarició la barbilla—, en esto tienes razón. Pero te diré lo que podemos hacer. Antes de que llegue Staples, doremos algo, una cuchara, por ejemplo, para que te convenzas.

—Es muy desagradable —se quejó Sills, de mal humor—. Si no fuera por esos molestos matones, no hubiéramos tenido que proceder de esta manera tan descuidada y poco científica.

—Bueno, comamos primero.

Comenzaron en cuanto hubieron terminado de comer. Dispusieron los aparatos con febril apresuramiento. En un tanque cúbico, de unos treinta centímetros de lado, se vertió una solución saturada de amonalina. Una cuchara vieja y abollada sirvió de cátodo y una masa de aleación de amonio (separada del resto de la solución por una división de cristal perforado) sirvió de ánodo. Tres baterías en serie proporcionaron la corriente.

Sills explicó animadamente:

—Funciona sobre el mismo principio del dorado ordinario por medio de cobre. El ion de amonio, una vez ha pasado la corriente eléctrica, es atraído hacia el cátodo, que está en la cuchara. En caso normal se disolvería, pues no es estable, pero esto no sucede cuando se ha disuelto en amonalina. Esta amonalina está ionizada muy ligeramente y el oxígeno se evapora en el ánodo.

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