Cuentos completos (139 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
7.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hace bastante tiempo que estoy en casa —replicó una voz masculina—, y esto es un asunto de negocios. ¡Por Marte, Dora, déjalo ya! Llegarán pronto.

Long decidió esperar un poco antes de llamar, para darles la oportunidad de cambiar de tema.

—¿Qué me importa a mí si vienen? —se irritó Dora—. ¡Que me oigan! Y ojalá el comisionado mantuviera la moratoria para siempre. ¿Me oyes?

—¿Y de qué viviríamos? —se acaloró la voz masculina—. Responde a eso.

—Te responderé. Puedes ganarte la vida con un oficio decente en Marte, como todo el mundo. En este edificio soy la única viuda de chatarrero. Eso es lo que soy, una viuda. Peor que una viuda, porque si estuviese viuda, al menos tendría la posibilidad de casarme con otra persona… ¿Qué has dicho?

—Nada, nada.

—Oh, sé muy bien lo que has dicho. Escucha, Dick Swenson… —Sólo he dicho que ahora sé por qué los chatarreros rara vez se casan.

—Y tú no debiste haberlo hecho. Estoy harta de que todo el vecindario se apiade de mí, ponga cara de pena y me pregunte cuándo regresarás. Otros son ingenieros de minas, administradores e incluso excavadores de túneles. Al menos, las esposas de los excavadores hacen una vida hogareña y sus hijos no se crían como vagabundos. Peter bien podría estar huérfano de padre…

Se oyó una aflautada voz de soprano; más distante, como si estuviera en otro cuarto:

—Mamá, ¿qué es un vagabundo?

Dora elevó la voz:

—¡Peter! ¡Dedícate a tu tarea!

—No está bien hablar así delante del chico —murmuró Swenson—. ¿Qué pensará de mí?

—Quédate en casa y enséñale a pensar mejor.

—Mamá —dijo Peter—, cuando crezca seré chatarrero.

Se oyeron unos pasos rápidos. Hubo una pausa y luego un grito agudo.

—¡Mamá! ¡Oye! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho?

Se hizo un silencio. Long aprovechó la oportunidad para llamar. Swenson abrió la puerta, atusándose el cabello con ambas manos. —Hola, Ted —le saludó con voz apagada—. ¡Ha llegado Ted, Dora! ¿Dónde está Mario?

—Llegará dentro de un rato.

Dora salió del cuarto contiguo. Era una mujer menuda y morena, de nariz fruncida y cabello entrecano echado hacia atrás.

—Hola, Ted. ¿Has comido?

—Sí, gracias. No interrumpo, ¿verdad?

—En absoluto. Hace rato que hemos terminado. ¿Quieres café? —De acuerdo.

Ted ofreció su cantimplora.

—Cielos, no era necesario. Tenemos agua en abundancia.

—Insisto.

—Bueno, en ese caso… Dora se volvió a la cocina. A través de la puerta giratoria, Long entrevió un montón de platos apilados sobre un Secoterg, «el limpiador no acuático que absorbe la grasa y la suciedad en un santiamén. Treinta mililitros de agua bastan para lavar tres metros cuadrados de platos y dejarlos relucientes. Compre Secoterg. Secoterg limpia, da brillo a sus platos, elimina los desechos…».

La melodía empezó a zumbarle en la mente y Long decidió hablar para ahuyentarla:

—¿Cómo está Peter?

—Bien, bien. El chico ya está en cuarto curso. Ya sabes que no lo veo mucho. Vaya, cuando regresé la última vez, me miró y dijo…

Continuó hablando durante un rato, aunque no fue tan horrible como un padre torpe contando las frases brillantes de un chico brillante.

Sonó la señal de la puerta y entró Mario Rioz, de mal talante. Swenson se le acercó.

—Oye, no hables de cápsulas. Dora aún recuerda aquella vez que sacaste una cápsula de clase A de mi territorio y hoy está de pésimo humor.

—¿Quién demonios quiere hablar de cápsulas?

Rioz se quitó la cazadora forrada de piel, la colgó en el respaldo de la silla y se sentó.

Dora salió por la puerta giratoria, saludó al recién llegado, con una sonrisa artificial, y le ofreció café.

—Sí, gracias —aceptó Rioz, y buscó su cantimplora.

—Usa un poco más de mi agua, Dora —intervino Long—. Ya me la dará él a mí.

—De acuerdo —dijo Rioz.

—¿Qué pasa, Mario? —preguntó Long.

—Vamos, dímelo —rezongó Rioz—. Dime que me previniste. Hace un año, cuando Hilder dio ese discurso, me lo previniste. Dímelo —Long se encogió de hombros—. Han fijado cupos. La noticia salió hace quince minutos.

—¿Y bien?

—Cincuenta mil toneladas de agua por viaje.

—¿Qué? —estalló Swenson—. ¡No se puede despegar de Marte con cincuenta mil!

—Ésa es la cifra. Lo hacen a propósito para hundirnos. Adiós a los chatarreros.

Dora llegó con el café y lo sirvió.

—¿Adiós a los chatarreros? —preguntó—. ¿De qué estáis hablando?

Miró severamente a Swenson.

—Parece ser —dijo Long— que nos racionarán el agua a cincuenta mil toneladas, y eso significa que no podremos efectuar más viajes.

—¿Y qué hay de malo en ello? —Dora bebió un poco de café y sonrió—. A mi entender es una buena medida. Va siendo hora de que los chatarreros encuentren un empleo estable en Marte. Lo digo en serio. Eso de andar corriendo por el espacio no es vida…

—Dora, por favor —le interrumpió Swenson.

Rioz resopló.

—Sólo estaba dando mi opinión —se justificó Dora, enarcando las cejas.

—Opina todo lo que quieras —dijo Long—. Pero me gustaría decir algo. Lo de las cincuenta mil es tan sólo un detalle. Sabemos que la Tierra, o al menos el partido de Hilder, desea capitalizar políticamente la campaña en favor de la economía del agua, así que estamos en apuros. Tenemos que conseguir agua de algún modo o nos clausurarán del todo, ¿no es cierto?

—Seguro contestó Swenson.

—Pero la pregunta es cómo, ¿no es cierto?

—Si se trata de conseguir agua —habló Rioz, repentinamente locuaz—, sólo se puede hacer una cosa, ya lo sabes. Si los terrosos no nos dan agua, la tomaremos nosotros. El agua no les pertenece sólo porque sus padres y sus abuelos no tuvieron agallas para abandonar su gordo planeta. El agua pertenece a la gente, dondequiera que esté. Nosotros somos gente y el agua es nuestra también. Tenemos derecho a ella.

—¿Cómo propones que la consigamos? —quiso saber Long.

—¡Es fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. Es imposible apostar guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos descender en el lado nocturno del planeta cuando nos plazca, llenar nuestras cápsulas y largarnos. ¿Cómo podrían impedirlo?

—De muchas maneras, Mario. ¿Cómo detectas cápsulas en el espacio a una distancia de cien mil kilómetros? Una pequeña cápsula de metal en tanto espacio; ¿cómo? Por radar. ¿Crees que no hay radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra se entera de que nos dedicamos al contrabando de agua le resultará difícil establecer una red de radar para detectar las naves que llegan del espacio?

—Te diré una cosa, Mario Rioz —intervino Dora—. Mi esposo no participará en ninguna incursión para obtener agua y continuar con la búsqueda de chatarra.

—No se trata sólo de la chatarra —le explicó Mario—. Luego nos cortarán todo lo demás. Tenemos que detenerlos ahora.

—Pero, de cualquier modo, no necesitamos su agua —insistió Dora—. Esto no es Venus ni la Luna. Traemos el agua por tuberías desde los casquetes polares para nuestras necesidades. En este apartamento tenemos un grifo. Hay un grifo en cada apartamento de este edificio.

—El uso doméstico no es el más importante —arguyó Long—. Las minas necesitan agua. ¿Y qué hacemos con los tanques hidropónicos?

—Exacto —le secundó Swenson—. ¿Qué pasará con los tanques hidropónicos, Dora? Necesitamos agua y es hora de que empecemos a cultivar alimentos frescos, en lugar de depender de esa basura condensada que nos mandan desde la Tierra.

—Escuchadle —refunfuñó Dora—. ¿Qué sabes tú de comida fresca? Jamás la has probado.

—He comido más de la que crees. ¿Recuerdas esas zanahorias que traje una vez?

—Bien, ¿qué tenían de maravilloso? A mi juicio, la protocomida horneada es mucho mejor. Y más saludable. Parece que ahora se ha puesto de moda hablar de verduras frescas porque están aumentándoles los impuestos a esas granjas hidropónicas. Además, todo esto pasará.

—No lo creo —opinó Long—. No por sí solo, al menos. Tal vez Hilder sea el próximo coordinador, y entonces las cosas pueden empeorar. Si también nos recortan los embarques de alimentos…

—Pues bien —exclamó Rioz—, ¿qué hacemos? ¡Yo estoy por tomarla! ¡Tomar el agua!

—Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que propones actuar al modo de los terrícolas, al estilo terroso? Tratas de aferrarte al cordón umbilical que sujeta Marte a la Tierra. ¿No puedes liberarte de eso? ¿No puedes ver el estilo marciano?

—No, no puedo. ¿Por qué no me lo explicas?

—Te lo explicaré si escuchas. ¿En qué pensamos cuando pensamos en el sistema solar? Mercurio, Venus, La Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí lo tienes; siete cuerpos celestes, eso es todo. Pero eso no representa ni siquiera el uno por ciento del sistema. Los marcianos estamos al borde del restante noventa y nueve por ciento. Ahí fuera, lejos del Sol, hay increíbles cantidades de agua.

Los otros lo miraron fijamente.

—¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y de Saturno? —se interesó Swenson, con incertidumbre.

—No específicamente, pero admite que eso es agua. Una capa de agua de mil quinientos kilómetros de espesor es mucha agua.

—Pero está cubierta de capas de amoniaco o algo parecido —objetó Swenson—. Además, no podemos aterrizar en los planetas grandes.

—Lo sé —admitió Long—, pero yo no he dicho que ésa sea la respuesta. Los planetas grandes no es lo único que hay allá. ¿Qué me decís de los asteorides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y se compone tan sólo de una mole de hielo. Una de las lunas de Saturno también está compuesta principalmente de hielo. ¿Qué os parece?

—¿Nunca has estado en el espacio, Ted? —preguntó Rioz.

—Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Claro, ya sé que sí, pero sigues hablando como un terroso. ¿Has pensado en las distancias? Los asteroides se encuentran a un promedio de ciento ochenta millones de kilómetros de Marte en el punto más próximo. Es el doble de la distancia entre Venus y Marte, y sabes que pocas naves de línea cubren esa trayectoria de un tirón. Habitualmente hacen escala en la Tierra o en la Luna. ¿Cuánto tiempo crees que alguien puede permanecer en el espacio?

—No lo sé. ¿Cuál es tu límite?

—Tú conoces el límite, no tienes que preguntármelo. Seis meses. Son datos de manual. Si estás en el espacio durante seis meses, al final eres carne de psicoterapeuta. ¿Es cierto, Dick?

Swenson asintió en silencio.

—Y eso es sólo respecto a los asteroides —continuó Rioz—. De Marte a Júpiter hay quinientos millones de kilómetros, y mil millones hasta Saturno. ¿Quién puede aguantar tanta distancia? Supongamos que vas a una velocidad estándar o que, para compensar, digamos que subes a trescientos megámetros por hora. Con el periodo de aceleración y desaceleración, tardarías seis o siete meses en llegar a Júpiter y un año en llegar a Saturno. Desde luego, teóricamente podrías elevar esa velocidad a un millón quinientos mil kilómetros por hora, pero ¿dónde conseguirías agua para eso?

—¡Caray! —dijo alguien de vocecilla aguda, nariz mugrienta y ojos redondos—. í Saturno!

Dora se giró en la silla.

—Peter, ¡regresa a tu cuarto!

—Oh, mamá.

—Nada de «oh mamá».

Hizo un gesto amenazador y Peter se escabulló.

—Oye, Dora —dijo Swenson—, ¿por qué no le haces compañía por un rato? Le costará concentrarse en sus tareas si todos estamos aquí hablando.

Dora sonrió pícaramente y no se movió de donde estaba.

—Me quedaré aquí hasta averiguar qué se propone Ted Long. No me gusta lo que está insinuando.

—Bien —aceptó Swenson nerviosamente—. Olvidémonos de Júpiter y Saturno, estoy seguro de que Ted no piensa en eso; pero ¿qué pasa con Vesta? Podríamos llegar allí en diez o doce semanas, y lo mismo para volver. ¡Trescientos kilómetros de díámetro! ¡Eso significa seis millones de kilómetros cúbicos de hielo!

—¿Y qué? —se opuso Rioz—. ¿Qué hacemos en Vesta? ¿Extraemos el hielo? ¿Instalamos máquinas de minería? ¿Sabes cuánto llevaría eso?

—Estoy hablando de Saturno, no de Vesta —les recordó Long. Rioz se dirigió a un público invisible:

—Le hablo de mil millones de kilómetros y él sigue insistiendo.

—De acuerdo —dijo Long—, dime cómo sabes que sólo podemos permanecer seis meses en el espacio, Mario.

—¡Es de conocimiento público, rayos!

—¿Porque figura en el Manual del vuelo espacial? Son datos compilados por científicos de la Tierra y a partir de experiencias con pilotos de la Tierra. Sigues pensando como un terroso. No piensas al estilo marciano.

—Por muy marciano que sea, un marciano es un hombre.

—¿Pero cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado más de seis meses ahí fuera, sin hacer una pausa?

—Eso es diferente —replicó Rioz.

—¿Porque sois marcianos? ¿Porque sois chatarreros profesionales?

—No, porque no es un vuelo. Podemos regresar a Marte cuando nos plazca.

—Pero no os place. A eso me refiero. Los terrícolas tienen enormes naves con bibliotecas de filmes y con quince tripulantes además de los pasajeros. Pero sólo pueden permanecer allí un máximo de seis meses. Los chatarreros marcianos tienen una nave de dos cabinas y con un solo acompañante. Pero podemos resistir más de seis meses.

—Supongo que tú quieres quedarte en una nave durante un año e ir a Saturno —intervino Dora.

—¿Por qué no, Dora? Podemos hacerlo. ¿No ves que nosotros podemos? Los terrícolas no pueden. Ellos tienen un verdadero mundo. Tienen un cielo abierto, alimentos frescos y todo el aire y el agua que deseen. Subirse a una nave representa un cambio tremendo. Más de seis meses es demasiado para ellos por esa razón. Los marcianos somos diferentes. Nos pasamos la vida viviendo en una nave. Eso es lo que es Marte, una nave. Tan sólo una gran nave de siete mil kilómetros de diámetro, con una pequeña habitación ocupada por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire envasado y bebemos agua envasada, que hemos de refinar una y otra vez. Comemos las mismas raciones que comemos a bordo. Cuando subimos a una nave es lo mismo que hemos conocido toda la vida. Podemos aguantar mucho más de un año, si es preciso.

—¿También Dick? —preguntó Dora.

—Todos podemos.

Other books

Wild Hearts (Novella) by Tina Wainscott
The Legacy by Fayrene Preston
Catching Air by Sarah Pekkanen
The Shadow Portrait by Gilbert Morris
God of the Abyss by Oxford, Rain
The Pretender by David Belbin
Stillwell: A Haunting on Long Island by Cash, Michael Phillip
Dublin Folktales by Brendan Nolan