Cuentos completos (118 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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El pensaba ser psicólogo.

—¡Ah, eso! ¿Qué hay de malo?

—La psicología de masas de esa raza está totalmente trastocada —barbotó Forase—. En vez de volverse menos emocionales con el número, como ocurre con todos los humanoídes conocidos, se vuelven más emocionales. En grupo, esos terrícolas son presa del pánico y enloquecen. Cuantos más hay, peor es. Lo juro, incluso inventamos una nueva notación matemática para abordar el problema. ¡Mirad!

Sacó la libreta y la pluma con un rápido movimiento, pero Tubal puso su mano encima, antes de que el otro llegara a escribir un solo trazo, y exclamó:

—¡Eh, se me ocurre una idea sensacional!

—Ya verás —masculló Sefan.

Tubal lo ignoró. Sonrió y se frotó pensativamente la calva con la mano.

—Escuchad —dijo con repentino entusiasmo, y su voz descendió a un susurro conspiratorio.

Albert Williams, natural de la Tierra, se agitó en sueños y sintió el contacto de un dedo entre la segunda y la tercera costilla. Abrió los ojos, movió la cabeza, miró con cara de tonto y se quedó boquiabierto, se incorporó y buscó el interruptor de la luz.

—No te muevas —dijo la figura fantasmal que había junto a la cama.

Se oyó un chasquido leve y el terrícola se encontró bañado por el haz perlado de una linterna de bolsillo. Parpadeó.

—¿Quién demonios eres?

—Levántate —le ordenó impasible la aparición—. Vístete y acompáñame.

Williams sonrió desafiante.

—Trata de obligarme.

No hubo respuesta, pero el haz de la linterna se desplazó ligeramente para alumbrar la otra mano del fantasma. Empuñaba un «látigo neurónico», esa pequeña arma tan agradable que paraliza las cuerdas vocales y estruja los nervios en nudos de dolor. Williams tragó saliva y se levantó de la cama.

Se vistió en silencio.

—De acuerdo, ¿qué hago ahora? —preguntó.

El reluciente «látigo» hizo un gesto y el terrícola se encaminó hacía la puerta.

—Sigue andando —dijo el desconocido.

Williams salió de la habitación, recorrió el pasillo y bajó ocho pisos sin atreverse a mirar atrás. Una vez en el campus se detuvo y sintió el contacto del metal en la espalda.

—¿Sabes dónde está el edificio Obel?

Asintió con la cabeza y echó a andar. Dejó atrás el edificio Obel, dobló por la avenida de la Universidad y casi un kilómetro después se apartó de la calzada y atravesó la arboleda. Una nave espacial se perfilaba en la oscuridad, con las compuertas cubiertas por cortinas y sólo una luz tenue donde la cámara de aire mostraba una rendija.

—¡Entra!

Fue empujado por un tramo de escalera hasta el interior de un cuarto pequeño. Parpadeó, miró en torno y contó en voz alta:

—… siete, ocho, nueve y diez. Nos tienen a todos, supongo.

—No es una suposición —gruñó Eric Chamberlain—. Es una certeza. —Se estaba frotando la mano—. Hace una hora que estoy aquí.

—¿Qué te pasa en la mano? —le preguntó WíWams.

—Se me torció contra la mandíbula de esa rata que me trajo aquí. Es duro como el casco de una nave.

Williams se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y apoyó la cabeza en la pared.

—¿Alguien tiene idea de qué significa esto?

—¡Secuestro! —exclamó el pequeño Joey Sweeney. Le castañeteaban los dientes.

—¿Para qué? —bufó Chamberlain—. Si alguno de nosotros es millonario no me he enterado. ¡Yo no lo soy, desde luego!

—Bien —los apaciguó Williams—, no perdamos la cabeza. El secuestro queda descartado. Estos tipos no pueden ser delincuentes. Cabe pensar que una civilización que ha desarrollado la psicología tanto como esta Federación Galáctica sería capaz de eliminar el delito sin esfuerzo.

—Son piratas —rezongó Lawrence Marsh—. No lo creo, pero es una sugerencia.

—¡Pamplinas! —rechazó Williams—. La piratería es un fenómeno de la frontera. Hace decenas de milenios que esta región del espacio está civilizada.

—No obstante, tenían armas —insistió Joe—, y eso no me gusta.

Se había dejado las gafas en su habitación y miraba en torno con la ansiedad del miope.

—Eso no significa mucho —replicó Williams—. Vamos a ver, he estado pensando. Aquí estamos todos; diez estudiantes recién llegados a la Universidad de Arcturus. En nuesta primera noche, nos sacan misteriosamente de nuestras habitaciones para traernos a esta extraña nave. Eso me sugiere algo. ¿Qué opináis?

Sidney Morton levantó la cabeza y dijo con voz somnolienta:

—Yo también he pensado en ello. Me parece que nos espera una buena novatada. Señores, creo que los estudiantes locales se están divirtiendo a nuestra costa.

—Exacto —convino Williams—. ¿Alguien tiene otra idea? —Silencio—. Pues bien, entonces sólo nos queda esperar. Por mi parte trataré de seguir durmiendo. Que me despierten si me necesitan. —Se oyó un chirrido y Williams perdió el equilibrio—. Vaya, hemos despegado. Quién sabe hacia dónde.

Poco después, Bill Sefan vaciló un instante antes de entrar en la sala de control. Se encontró con un excitado Wri Forase.

—¿Cómo anda todo? —preguntó el denebiano.

—Fatal —contestó Sefan—. Si son presa del pánico que me cuelguen. Se están durmiendo.

—¿Durmiendo? ¿Todos? ¿Pero qué decían?

—¿Cómo saberlo? No hablaban en galáctico y yo no entiendo ni jota de esa infernal jerigonza extranjera.

Forase alzó las manos con disgusto.

—Escucha, Forase —intervino Tubal—, me estoy perdiendo una clase de biosociología, un lujo que no puedo permitirme. Tú garantizaste la psicología de esta travesura. Si resulta ser un fiasco, no me hará ninguna gracia.

—¡Bien, por el amor de Deneb! —vociferó Forase—. ¡Sois un bonito par de quejicas! ¿Esperabais que gritaran y patalearan en seguida? ¡Por el hirviente Arcturus! Esperad a que lleguemos al Sistema de Spica. Cuando los abandonemos por una noche… —Se echó a reír—. Será la mejor broma desde aquella Noche de Concierto en que ataron esos murciélagos-apestosos al órgano cromático.

Tubal sonrió, pero Sefan se reclinó en el asiento y comentó pensativo:

—¿Y qué ocurrirá si alguien se entera? El rector Wynn, por ejemplo.

El arcturiano, que manejaba los controles, se encogió de hombros.

—Es sólo una novatada. No se enfadarán.

—No te hagas el tonto, Tubal. Esto no es una chiquillada. El cuarto planeta de Spica, más aún, todo el sistema de Spica está vedado a las naves galácticas, y lo sabes. Se encuentra habitado por una raza subhumana. Se supone que deben evolucionar sin ninguna interferencia hasta que descubran el viaje interestelar por su cuenta. Ésa es la ley y se aplica con rigor. ¡Santísimo Espacio! Si se enteran de esto nos veremos en un gran aprieto.

Tubal se volvió en su asiento.

—¡Al demonio con el rector Wynn! ¿Cómo esperas que se entere? Ojo, no estoy diciendo que el rumor no se propague por el campus, porque la mitad de la diversión se iría al cuerno si tenemos que callarnos; pero ¿cómo se van a saber los nombres? Nadie nos delatará, y lo sabes.

—De acuerdo —admitió Sefan, encogiéndose de hombros.

—¡Preparados para el hiperespacio! —exclamó Tubal.

Pulsó las teclas y sintieron ese extraño tirón interno que indicaba que la nave abandonaba el espacio normal.

Los diez terrícolas no las tenían todas consigo y se les notaba. Lawrence Marsh miró de nuevo su reloj.

—Las dos y media. Ya han pasado treinta y seis horas. Ojalá terminen con esto.

—No es una novatada —gimió Sweeney—. Dura demasiado.

Williams se puso rojo.

—¿A qué viene ese abatimiento? Nos han alimentado regularmente, ¿verdad? No nos han maniatado, ¿verdad? Yo diría que es bastante evidente que nos están cuidando.

—O que nos están engordando para sacrificarnos —gruñó Sidney Morton.

No dijo más y todos se pudieron tensos. El tirón interno que acababan de sentir era inequívoco.

—¿Habéis sentido eso? —se sobresaltó Eric Chamberlain—. Estamos de vuelta en el espacio normal y eso significa que nos encontramos a sólo un par de horas de nuestro destino. Tenemos que hacer algo.

—Claro, claro —resopló Williams—. ¿Pero qué?

—Somos diez, ¿o no? —gritó Chamberlain, sacando pecho—. Bien, sólo he visto a uno de ellos hasta ahora. La próxima vez que entre, y pronto nos toca otra comida, trataremos de dominarlo.

Sweeney no parecía muy convencido.

—¿Y qué pasa con el látigo neurónico que lleva siempre?

—No nos matará. No puede acertarnos a todos antes de que lo tumbemos.

—Eric —dijo Williams sin rodeos—, eres un imbécil.

Chamberlain se sonrojó y cerró sus dedos rechonchos.

—Estoy de humor precisamente para practicar un poco de persuasión. Repite lo que has dicho.

—¡Siéntate! —Williams ni siquiera se dignó mirarlo—. Y no te empeñes en justificar mi insulto. Todos estamos nerviosos y alterados, pero eso no significa que tengamos que volvernos locos. Al menos no todavía. En primer lugar, aun dejando a un lado lo del látigo, no ganaremos nada con tratar de dominar a nuestro carcelero. Sólo hemos visto a uno, pero es nativo del Sistema de Arcturus. Tiene más de dos metros de altura y pesa casi ciento cincuenta kilos. Nos vencería a todos, a puñetazos. Creí que ya habías tenido un encontronazo con él, Eric. —Hubo un denso silencio—. Y aunque lográramos tumbarlo y liquidar a los otros que haya en la nave no tenemos la menor idea de nuestro paradero ni de cómo regresar y ni siquiera de cómo conducir la nave. —Una pausa—. ¿Y bien?

—¡Demonios!

Chamberlain desvió la cara, presa de una silenciosa furia.

La puerta se abrió y entró el gigante arcturiano. Con una mano vació el saco que llevaba, mientras empuñaba con la otra el látigo neurónico.

—Última comida —gruñó.

Todos se abalanzaron sobre las latas, aún tibias. Morton miró la suya con repugnancia.

—Oye —dijo, hablando con dificultad en galáctico—, ¿no puedes variar un poco? Estoy harto de este inmundo gulash. ¡Va la cuarta lata!

—¿Y qué? Es vuestra última comida —replicó el arcturiano, y se marchó.

Quedaron paralizados de horror.

—¿Qué ha querido decir con eso? —dijo alguien, tragando saliva.

—¡Van a matarnos! —gritó Sweeney, con los ojos muy abiertos.

Williams tenía la boca reseca y sintió exasperación contra el contagioso temor de Sweeney. Se contuvo, pues el chico tenía sólo diecisiete años.

—Calmaos —ordenó—. Comamos.

Dos horas después sintió la estremecedora sacudida que indicaba el aterrizaje y el fin del viaje. En todo ese tiempo nadie había hablado, pero Williams pudo sentir que el miedo era cada vez más sofocante.

Spica se había sumergido, teñido de carmesí, bajo el horizonte y soplaba un viento helado. Los diez terrícolas, apiñados en la loma pedregosa, observaban malhumorados a sus captores. El que hablaba era el enorme arcturiano, Myron Tubal, mientras que el vegano de piel verdosa, Bill Sefan, y el velludo y menudo denebiano, Wri Forase, guardaban silencio.

—Tenéis vuestra fogata y hay leña en abundancia para mantenerla encendida. Eso ahuyentará a las fieras. Os dejaremos un par de látigos antes de irnos, y os bastarán como protección si alguno de los aborígenes del planeta os molesta. Tendréis que recurrir a vuestro ingenio para buscar alimento, agua y refugio.

Dio media vuelta. Chamberlain embistió con un rugido y se lanzó sobre el arcturiano, que apenas tuvo que mover un brazo para derribarlo.

La compuerta se cerró y poco después la nave se elevaba y se alejaba. Williams rompió al fin el helado silencio.

—Nos han dejado los látigos. Yo cogeré uno y tú, Eric, el otro.

Uno a uno, se fueron sentando de espaldas al fuego, asustados. Williams se obligó a sonreír.

—Hay caza en abundancia y mucha madera en la zona. Venga, somos diez y ellos tienen que regresar en algún momento. Les demostraremos de qué están hechos los terrícolas. ¿Qué opináis, amigos?

Hablaba sin mucha convicción.

—¿Por qué no te callas? —replicó Morton—. No estás facilitando las cosas.

Williams desistió. Sentía frío en la boca del estómago.

El crepúsculo se diluyó en la noche y el círculo de luz de la fogata se redujo a una aureola trémula y rodeada de sombras. Marsh se sobresaltó y abrió mucho los ojos.

—¡Hay algo…! ¡Algo se acerca!

Se produjo un poco de jaleo que en seguida quedó congelado en posturas de máxima atención.

—Estás loco —murmuró Williams, pero se calló al oír el inequívoco y sigiloso sonido.

—¡Coge el látigo! —le gritó a Chamberlain.

Joey Sweeney se echó a reír histéricamente.

De pronto se oyeron unos alaridos y las sombras se abalanzaron sobre ellos.

También sucedían cosas en otra parte.

La nave de Tubal se alejó del cuarto planeta de Spica con Bill Sefan al mando de los controles. Tubal estaba en su estrecho cuarto, empinando una botella de licor denebiano.

Wri Forase lo observaba con tristeza.

—Me costó veinte créditos cada botella y ya sólo me quedan unas pocas.

—Bien, pues no permitas que me las beba yo todas —se mostró magnánimo Tubal—. Compártelas conmigo una a una. A mí no me importa.

—Si yo pegara un trago como ése, me quedaría inconsciente hasta los exámenes de otoño.

Tubal no le prestaba atención.

—Esto hará historia en la universidad como la novatada…

Y en ese instante se oyó un agudo sonido metálico, apenas sofocado por las paredes, y las luces se apagaron.

Wri Forase se sintió proyectado contra la pared. Recobró el aliento con esfuerzo y tartamudeó:

—¡Santísimo Espacio! ¡Estamos en plena aceleración! ¿Qué pasa

con el ecualizador?

—¡Al cuerno con el ecualizador! —rugió Tubal, poniéndose en pie—. ¿Qué pasa con la nave?

Salió dando tumbos al corredor oscuro, con Forase detrás tambaleándose. Cuando irrumpieron en la sala de control se encontraron a Sefan rodeado por las tenues luces de emergencia, con la piel de su rostro brillando por el sudor.

—Un meteorito —les informó con la voz enronquecida—. Ha desajustado nuestros distribuidores de potencia. Todo se ha acelerado. Las luces, las unidades de calor y la radio están inutilizadas, los ventiladores apenas funcionan y la sección cuatro está perforada.

Tubal miró a su alrededor.

—¡Idiota! ¿Por qué no vigilaste el indicador de masa?

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