Cuentos (40 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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Vivía muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.

Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años; al menos las japonesas los viven.

Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:

—Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizá mejor que la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago.

Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.

Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al mediodía a echar una siesta.

Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:

—Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.

Tomó entonces Urashima un remo y la princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía o imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh, qué sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro. Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida, pónlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el palacio parecía. Y todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios de la mar y el marido de la adorable princesa?

Allí vivieron dichosos más de tres años, paseando todos los días por entre aquellos árboles con hojas de esmeraldas y frutas de rubíes.

Pero una mañana dijo Urashima a su mujer:

—Muy contento y satisfecho estoy aquí. Necesito, no obstante, volver a mi casa y ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, Déjame ir por poco tiempo y pronto volveré.

—No gusto de que te vayas —contestó ella—. Mucho temo que te suceda algo terrible; pero vete, pues así lo deseas y no se puede evitar. Toma, con todo, esta caja, y cuida mucho de no abrirla. Si la abres, no lograrás nunca volver a verme.

Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en la costa de su país natal.

Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas, por cierto, estaban allí como antes; pero los árboles habían sido cortados. El arroyuelo, que corría junto a la choza de su padre, seguía corriendo; pero ya no iban allí mujeres a lavar la ropa como antes. Portentoso era que todo hubiese cambiado de tal suerte en sólo tres años.

Acertó entonces a pasar un hombre por allí cerca y Urashima le preguntó:

—¿Puedes decirme, te ruego, dónde está la choza de Urashima, que se hallaba aquí antes?

El hombre contestó:

—¿Urashima? ¿Cómo preguntas por él, si hace cuatrocientos años que desapareció pescando? Su padre, su madre, sus hermanos, los nietos de sus hermanos, ha siglos que murieron. Esa es una historia muy antigua. Loco debes de estar cuando buscas aún la tal choza. Hace centenares de años que era escombros.

De súbito acudió a la mente de Urashima la idea de que el Palacio del Dragón, allende los mares, con sus muros de coral y su fruta de rubíes, y sus dragones con colas de oro, había de ser parte del país de las hadas, donde un día es más largo que un año en este mundo, y que sus tres años en compañía de la princesa, habían sido cuatrocientos. De nada le valía, pues, permanecer ya en su tierra, donde todos sus parientes y amigos habían muerto, y donde hasta su propia aldea había desaparecido.

Con gran precipitación y atolondramiento pensó entonces Urashima en volverse con su mujer, allende los mares. Pero ¿cuál era el rumbo que debía seguir? ¿Quién se le marcaría?

—Tal vez —caviló él— si abro la caja que ella me dio, descubra el secreto y el camino que busco.

Así desobedeció las órdenes que le había dado la princesa, o bien no las recordó en aquel momento, por lo trastornado que estaba.

Como quiera que fuese, Urashima abrió la caja. Y ¿qué piensas que salió de allí? Salió una nube blanca que se fue flotando sobre la mar. Gritaba él en balde a la nube que se parase. Entonces recordó con tristeza lo que su mujer le había dicho de que después de haber abierto la caja, no habría ya medio de que volviese él al palacio del dios de la mar.

Pronto ya no pudo Urashima ni gritar, ni correr hacia la playa en pos de la nube.

De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa.

¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la princesa, hubiese vivido aún más de mil años.

Dime: ¿no te agradaría ir a ver el Palacio del Dragón, allende los mares, donde el dios vive y reina como soberano sobre dragones, tortugas y peces, donde los árboles tienen esmeraldas por hojas y rubíes por fruta, y donde las escamas son plata y las colas oro?

Madrid, 1887.

La cordobesa

El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo há, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado.

Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinnúmero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, á fin de justificar mi tardanza en contribuir á su realización con mi trabajo.

¿Qué diferencia esencial, ni siquiera qué diferencia accidental notable, puede haber ó hay, pongo por caso, entre la cordobesa, la jaenense ó la sevillana? Allá en lo antiguo quizás la hubiese, porque no eran tan fáciles las comunicaciones, y era más fácil el vivir aislado y sedentario; pero en el día, en que, no ya los hombres y mujeres de contiguas provincias, sino los de remotas naciones, longincuos países y apartadísimos reinos, se ven y visitan con frecuencia, ¿cómo ha de persistir esa variedad y distinción de tipos, dando ocasión á que se describan mujeres que por sus costumbres, creencias, modos de sentir y de pensar, fisonomía, continente y traje, se diferencien hasta el punto de que las pinturas ó descripciones que de ellas se hagan, varíen por el asunto, y no sólo por el estilo del que pinta ó describe? Además, me decía yo, aunque el sello de casta y el de nacionalidad sean indelebles, sin que acierte á borrarlos ó á confundirlos la continua convivencia y el íntimo comercio espiritual, en esta época en que tanto se escribe, se lee y se viaja, en este siglo del vapor y la electricidad, del ferrocarril y del telégrafo, todavía no logro persuadirme de que haya también un sello de
provincialidad
, como hay sello de nación, de tribu ó de casta. Lo peculiar y lo castizo, en lo que tienen de exclusivas estas calidades, provienen de divisiones que hizo la naturaleza misma, y no de las divisiones administrativas ó políticas, esto es, artificiales, como son las divisiones por provincias. Malagueñas ó sevillanas habrá, sin duda, de casta y suelo más homogéneos con los de ciertas cordobesas, que los de muchas cordobesas entre sí. Una mujer de Cuevas de San Marcos, por ejemplo, debe parecerse más á otra de Rute, que una de Rute á otra de Belalcázar, y más se parecerá la de Casariche á la de Benamejí, que la de Benamejí á la de Almodóvar.

Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Cataluña, y entre la manchega y la vizcaína, habían de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, había de tener un tipo especial, se me hacía difícil de creer. Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase á dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.

Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia. Esto sería quizás, no sólo ameno, sino ejemplar y didáctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido á escribir mi artículo, si de esto se tratase. No era obra histórica, ni biográfica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo ó retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa así, repito que no me percataba yo de nada ó de casi nada que impidiese la monotonía de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, ó mejor diré por los sujetos, viniese á ser un jardín de flores, como la capa del estudiante, merced á la diversidad de estilos y á la idiosincrasia de cada escritor que en ella pusiese mano.

Así, sobre poco más ó menos, andaba yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al riñón de la provincia de Córdoba; á una dichosa comarca donde el color local provincial está difundido á manos llenas por la Naturaleza pródiga é inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ¿cómo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer, la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?

Más de cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer, respecto al libro del Sr. Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo
sui generis
, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces á hacer esta pintura confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar á la cordobesa del día, acuden á mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían ó estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunde un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido, pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo á lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento substancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico, no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina,
exteriorizando
la idea típica suya propia, y presentando diverso aspecto en cada una de las diversas evoluciones con que la
exterioriza
.

Veo que me encumbro demasiado, y voy á descender y á hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

Hoy se me presenta la cordobesa á la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta ó cuarenta años há. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomia; pero, si bien se estudia la antinomia, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo á crearla, sería un artículo primoroso. Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy á pintar á la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil, sino á la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran sér y de su rico y generoso organismo.

Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre ó la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde de la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fuésemos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendría fin ni término nuestro artículo; y así conviene tocar sólo puntos capitales, y resumir y cifrar en dos ó tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de más característico y propio.

Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas que han estado ó están en Madrid, que tal vez han ido á Baden ó Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferrière, con la Honorina ó con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa; pero sería menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esa esencia al través de tantos aditamentos extraños y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, á la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar ó de eliminar para hallarla: busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre, ya señora, ya criada.

La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo ó de yeso cuajado, parecen bruñidos á fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos ó tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar ó de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.

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