Cuando falla la gravedad (4 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Fue una imposición, pero me sentía generoso; debían ser los triángulos azules.

—Muy bien —dije por los viejos tiempos—, estaré allí sobre la una, inshallah.

—Eres un cielo, Marîd. Nos vemos. Salam. Y cortó la comunicación.

Colgué el auricular en mi cinturón. En ese momento me sentía como si no tuviera nada en la cabeza. Siempre te sientes así hasta que te baja.

3

A la una menos cuarto encontré el edificio del apartamento en la calle Trece. Era una vieja casa de dos plantas dividido en distintos pisos. Eché un vistazo al balcón de Tamiko, que daba a la calle. Un cinturón de hierro lo ceñía y en las esquinas se alzaban decorativas columnas de hierro por las que la enredadera trepaba hasta el saliente del tejado. Podía oír su maldita música de koto procedente de una ventana abierta. Música de koto electrónica, de sintetizador. La aguda y estridente voz que la acompañaba me daba escalofríos. Debía ser una voz sintética, tal vez Tami. ¿Os había dicho que Nikki estaba un poco loca? Bien, pues al lado de Tami, Nikki era un amoroso conejito blanco. Tamiko había sustituido una de sus glándulas salivares por una bol—Sita de plástico llena de una toxina de efecto rápido. Un conducto de plástico expulsaba el veneno a través de un diente artificial. La toxina resultaba dolo rosa si era ingerida; pero un suplicio horrible y letal si se diluía en la sangre. Tamiko podía destapar el diente siempre que lo necesitara o que lo deseara. Por eso, ella y sus amigas eran llamadas las «Viudas Negras».

Apreté el botón que tenía el nombre de Tami, pero nadie respondió. Golpeé el pequeño panel de plexiglás de la puerta. Al final, opté por gritar desde la calle. Vi la cabeza de Nikki que asomaba por la ventana.

—En seguida bajo —gritó.

Ella no podía oír nada con aquella música de koto. No he conocido a nadie más que soporte el koto. Tamiko estaba loca de remate. La puerta se abrió un poco y apareció Nikki.

—Oye —dijo preocupada—. Tami se encuentra de muy mal humor. Está un poco cargada. No hagas ni digas nada que pueda molestarla.

Me pregunté si de verdad quería seguir con todo eso. En realidad, no necesitaba esos cien kiam de Nikki. Pero le había dado mi palabra, de modo que asentí y subí la escalera tras ella hasta el apartamento.

Tami se hallaba tendida sobre un montón de almohadones de dibujos vivaces, con la cabeza apoyada en uno de los altavoces de su equipo holo. La música se oía desde la calle; pero, en ese momento comprendí lo que significaba «alta». Debía de retumbar en el cráneo de Tami como la peor migraña del mundo, aunque no parecía importarle, al compás de quién sabe qué droga que hubiera tomado. Tenía los ojos entreabiertos y movía la cabeza con lentitud. Su rostro estaba pintado de blanco, como el de una geisha; sin embargo, los labios y párpados aparecían de color negro. Era como el espectro vengador de un personaje asesino de Kabuki.

—Nikki —dije. No me oyó. Tuve que acercarme hasta ella y gritaren su oído —: ¿Por qué no salimos de aquí? ¿Dónde podemos hablar?

Tamiko había quemado una especie de incienso y el aire estaba cargado de un empalagoso olor dulzón. Yo necesitaba un poco de aire fresco.

Nikki sacudió su cabeza y señaló a Tami.

—Ella no me dejará salir.

—¿Porqué no?

—Cree que me protege.

—¿De que?

Nikki se encogió de hombros.

—Pregúntaselo.

Mientras la observaba, Tami canturreó de forma alarmante y se desplomó en un lento movimiento hasta que su mejilla pintada de blanco chocó con el desnudo suelo de madera.

—Es buena cosa poder cuidarse uno mismo, Nikki. Se rió débilmente.

—Sí, eso creo. Gracias por venir, Marîd.

—No tiene importancia —dije.

Me senté en un sillón y la miré. Nikki era una exótica en una ciudad de exóticos: su largo y rubio cabello le caía hasta la cintura. Su rostro tenía el color del marfil joven, casi tan blanco como la pintura de Tami. Sus ojos, extrañamente azules, reflejaban un destello de locura. La delicadeza de sus rasgos faciales contrastaban de forma desconcertante con el tamaño y la firmeza de su contorno. Era un error bastante corriente: la gente elegía modificaciones quirúrgicas que admiraban en otros, sin darse cuenta de que los cambios parecerían fuera de lugar en el conjunto de su propio cuerpo. Observé la forma inerte de Tami. Resaltaba el emblema de las «Viudas Negras»: unos inmensos e increíbles injertos de senos. Era probable que el busto de Tami midiera casi metro y medio. Resultaba divertido sorprender la expresión de asombro en el rostro de un turista cuando, por casualidad, se topaba con una de las «Viudas Negras». Era divertido hasta que imaginabas lo que posiblemente iba a suceder.

—Ya no quiero trabajar para Abdulay —dijo Nikki, mientras miraba cómo sus dedos rizaban sus cabellos color champán.

—Lo comprendo. Llamaré y concertaré una cita con Hassan. ¿Conoces a Hassan el chiíta? Es el brazo derecho de «Papa». Hemos de tratar con él.

Nikki sacudió la cabeza. El brillo de su mirada resplandeció en la habitación. Estaba preocupada.

—¿Será peligroso? —preguntó. Sonreí.

—Pierde cuidado —dije —. Habrá una mesa preparada, yo me sentaré a un lado junto a ti, y Abdulay en el otro. Hassan se sentará en medio. Yo presentaré tu versión, Abdulay, la suya. Entonces, Hassan lo meditará. Luego emitirá su veredicto. Lo normal es que tengas que pagar a Abdulay. Hassan fijará la cantidad. Tendrás que untar antes a Hassan, y debemos hacerle algún regalo a «Papa». Eso ayuda.

Nikki no parecía muy convencida. Se levantó y se metió la camiseta negra por dentro de sus ceñidos téjanos negros.

—No conoces a Abdulay.

—Apuesta el culo a que lo consigo.

Tal vez le conocía mejor que ella. Me levanté y atravesé la habitación hasta el holo Telefunken de Tami. Silencié la música de koto con la yema del dedo. Se hizo la paz, el mundo me lo agradeció. Tamiko se quejó en sueños.

—¿Y si no mantiene su parte del acuerdo? ¿Y si me persigue y me obliga a volver a trabajar para él? Le gusta golpear a las mujeres, Marîd. Le gusta mucho.

—Le conozco. Pero respeta la influencia de Friedlander Bey igual que todos. No se atreverá a contradecir la decisión de Hassan. Y es mejor que tú tampoco. Si te escapas sin pagar, «Papa» enviará a sus matones detrás de ti. Entonces sí volverías a trabajar en serio, cuando sanases.

Nikki se estremeció.

—¿Alguien te ha engañado alguna vez?

Fruncí el entrecejo. Una vez, la recordaba muy bien. Fue la última que he estado enamorado.

—Si —dije.

—¿Qué hicieron «Papa» y Hassan?

Era un recuerdo triste y no quería reavivarlo.

—Bueno, como había sido su representante, fui responsable del pago. Tuve que volver con tres mil doscientos kiam. Estaba hecho añicos, pero, créeme, conseguí el dinero. Tuve que pasar un montón de locuras y peligros para obtenerlo, mas se lo debía a «Papa» por esa mujer. A «Papa» le gusta que le paguen rápido. En estos casos, «Papa» no tiene mucha paciencia.

—Lo sé —dijo Nikki —. ¿Y qué le ocurrió a la chica?

Me costó unos segundos pronunciar esas palabras.

—La encontraron en su escondite. No les fue difícil dar con ella. La trajeron con las dos piernas rotas por tres lugares distintos y el rostro destrozado. La pusieron a trabajar en uno de los burdeles más inmundos. Sólo ganaba uno o dos kiam a la semana en un lugar como ése y le dejaban quedarse diez o quince. Todavía está ahorrando para reconstruir sus facciones.

Nikki no pudo decir nada durante un buen rato. Dejé que reflexionara sobre lo que le había dicho. Le vendría bien.

—¿Puedes llamar ahora para concertar la cita? —preguntó por fin.

—Sí —dije —. El lunes, ¿es demasiado pronto?

Sus ojos se abrieron.

—¿No podemos quedar para esta noche? Necesito zanjarlo esta noche.

—¿Por qué tanta prisa, Nikki? ¿Vas a alguna parte?

Me dirigió una mirada penetrante. Su boca se abrió y se volvió a cerrar.

—No —respondió con voz temblorosa.

—No se puede concertar una cita con Hassan cuando a uno le viene engaña.

—Inténtalo, Marîd. ¿Puedes llamar e intentarlo? Hice un pequeño gesto de rendición.

—Llamaré y preguntaré, pero Hassan dispondrá la cita a su conveniencia.

Nikki asintió.

—Sí —dijo.

Desenganché mi teléfono y lo abrí. No necesité pedir el código de Hassan a información. El teléfono sonó una vez, y uno de los secuaces de Hassan contestó. Le dije quién era y lo que deseaba, me respondió que esperase; ellos siempre te dicen que esperes y tú lo haces. Me senté, miraba a Nikki jugar con su cabello y escuchaba el suave ronquido de Tamiko en el suelo, con una respiración tranquila, envuelta en un ligero kimono de algodón negro mate. Nunca llevaba joyas o adornos. Con su kimono, su negro cabello artísticamente dispuesto, sus párpados modificados quirúrgicamente y su rostro pintado parecía una geisha asesina, que es lo que en realidad era. Para alguien no oriental de nacimiento, Tamiko resultaba muy convincente, arrugas epicánticas incluidas.

Después de un cuarto de hora, en el que Nikki paseó nerviosa por el apartamento, el esbirro me habló. Teníamos una entrevista por la noche, justo después de las plegarias del crepúsculo. No me molesté en darle las gracias. A pesar de todo, tengo mucho orgullo. Colgué el teléfono en mi cinturón.

—Pasaré a recogerte sobre las siete y media —dije a Nikki. Otra vez tenía ese tic nervioso en el ojo.

—¿Podemos encontrarnos allí?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no? ¿Sabes dónde?

—¿En la tienda de Hassan?

—Pasa la cortina. Detrás, hay un almacén. Cruza el almacén y sal por la puerta trasera al callejón. En la pared opuesta verás una puerta de hierro. La encontrarás cerrada, aunque estarán esperándote. No necesitarás llamar. Sé puntual, Nikki.

—Lo seré. Gracias, Marîd.

—Y una mierda gracias. Quiero mis cien kiam ahora.

Pareció sorprendida. Quizá fui demasiado brusco, demasiado maleducado.

—¿Puedo dártelos después...?

—Ahora, Nikki.

Sacó algún dinero del bolsillo de su pantalón y contó cien.

—Toma.

De nuevo hubo frialdad entre nosotros.

—Dame otros veinte para el regalito de «Papa». También has de hacerte cargo del bakshish de Hassan. Te veré esta noche.

Y salí de aquel lugar antes que la locura desenfrenada empezara a filtrarse en mi cerebro.

Fui a casa. Había dormido poco, tenía un dolor de cabeza insoportable y el efecto de los trifets se había desvanecido en algún momento de la tarde de verano. Yasmin dormía todavía y me metí en la cama junto a ella. Las drogas no me dejarían conciliar el sueño, pero deseaba relajarme un poco y descansar con los ojos cerrados. Debí darme cuenta de que, en cuanto me relajara, los trifets empezarían a zumbar en mi cabeza más fuerte que nunca. A través de mis párpados cerrados, la oscuridad rojiza empezó a destellar como una luz estroboscópica. Me sentí aturdido. Imaginé dibujos azules y verde oscuros, que se agitaban como criaturas microscópicas en una gota de agua. Abrí los ojos y traté de librarme de los destellos. Sentía calambres involuntarios en los músculos de las pantorrillas, en las manos y en la mejilla. Estaba más tenso de lo que yo creía. No hay descanso para los miserables.

Me levanté y escribí una nota para Yasmin.

—Creí que querías salir hoy —dijo medio dormida.

Me volví.

—Lo hice. Hace horas.

—¿Qué hora es?

—Casi las tres.

¡Yaa salam! ¡Se supone que a las tres he de estar en el trabajo! Suspiré. Yasmin era famosa en todo el Budayén por llegar siempre tarde. Frenchy Benoit, el propietario del club donde trabajaba, le descontaba cincuenta kiam si llegaba aunque fuera un minuto tarde. Eso no hacía que Yasmin moviera su precioso culito; se lo tomaba con calma, pagaba a Frenchy los cincuenta kiam casi cada día y lo recuperaba la primera hora en bebidas y propinas. Nunca he visto a nadie que separase a un mamón de su dinero con tanta facilidad como ella. Trabajaba mucho, y no era nada perezosa. Simplemente, le gustaba dormir. Tendría que haber nacido un gran lagarto, para tomar el sol sobre una roca caliente.

Tardó cinco minutos en saltar de la cama y vestirse. Me dio un beso abstracto, que no acertó en el blanco, mientras salía por la puerta, al tiempo que buscaba en su bolso el módulo que empleaba en el trabajo. Dijo algo por encima de su hombro en su pésimo acento levantino.

Me quedé solo. Me gustaba el giro que mi suerte había dado. Hacía meses que no sentía tal abundancia. Mientras me preguntaba si deseaba algo que mi repentina riqueza pudiera proporcionarme, la imagen de la blusa empapada en sangre de Bogatyrev se sobreimprimió en los escasos y miserables muebles de mi apartamento. ¿Me sentía culpable? ¿Yo? El hombre que caminaba por el mundo sin afectarle su corrupción y sus vulgares tentaciones. Yo era el hombre sin deseos, el hombre sin miedo; un catalizador, un agente humano del cambio. Los catalizadores activan el cambio, pero sin alterarse. Prestaba mi ayuda a quienes la necesitaban y no tenía otros amigos. Participaba en la acción, pero nunca resultaba tocado. Observaba, mas guardaba mis secretos. Así me veía a mí mismo. Así me preparaba para ser herido.

En el Budayén —y, ¡qué demonios!, tal vez en todo el mundo—, sólo hay dos tipos de personas: espabilados y primos. O eres de una clase o eres de la otra. No puedes ser agradable y sonreír y decirle a todo el mundo que vas a quedarte sentado sin participar. Espabilado o primo o, a veces, un poco de cada. Cuando entras por la puerta Este, antes de dar diez pasos «Calle» arriba, te encasillas para siempre en uno u otro. Espabilado o primo. No había tercera opción, y yo iba a tener que aprender ese difícil camino. Como siempre.

No sentía hambre, pero me obligué a comer unos huevos revueltos. Debía cuidar mi dieta algo más, lo sabía, mas era demasiado trabajo. A veces, las únicas vitaminas que probaba eran las de las rodajas de lima de mi bebida. Iba a ser una noche larga y penosa, y necesitaría todos mis recursos. Los tres triángulos azules se habrían agotado antes de mi cita con Hassan y Abdulay, de hecho, era de suponer que aparecería en mi peor faceta: deprimido, agotado, sin facultades para representar a Nikki. La respuesta era obvia: «más» triángulos azules. Me reanimarían; me harían actuar a velocidad sobrehumana, con la precisión de un ordenador y un conocimiento previo del orden de las cosas. Sincronización, tío. Proyectado en el momento, el ahora, la convergencia del tiempo y el espacio, la vida y el jodido y sagrado curso de los humanos. Al menos, así lo veía yo, y frente a Abdulay, al otro lado de la mesa, daría la cara con todo lo bueno y auténtico de mi ser. Con la mente alerta y la moral despierta, ese hijo de puta de Abdulay se enteraría de que yo no había ido allí para que me dieran una patada en el culo. Me ofrecía estos persuasivos argumentos mientras cruzaba mi pobre habitación para buscar la caja de píldoras.

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